Cuando no quede nada, todavía nos quedará Martin Scorsese
Entendiendo al genio de Nueva York
Examinamos la obra y la carrera de un director que probablemente ya haya olvidado más sobre el mundo del cine de lo que el común de los mortales jamás llegaremos a aprender.
Que yo recuerde, desde que tuve uso de razón siempre quise ser un cineasta. El cine siempre ha ejercido una particular fascinación en mi persona y durante prácticamente toda mi vida adulta (y parte de la anterior) me he aferrado a los hombros de aquellos gigantes del cine que con su obra han transformado este arte de forma irreversible. Y entre todos estos gigantes existe uno particularmente grande. Hace unos años, un amigo que es cineasta y que trabaja como profesor de la New York Film Academy de Estados Unidos me contó un chiste que, creo, define a la perfección el calado de la persona de la que estamos hablando: «Si hace treinta años fueras al campus de la facultad de cine de cualquier universidad de EE. UU. (y puede que del mundo) y preguntaras a cualquiera de los egresados qué tres cineastas son sus referentes, lo que responderían sería seguramente George Lucas, Steven Spielberg y Martin Scorsese. Si repitieras esta misma pregunta hace quince años, las respuestas que tendrías son Quentin Tarantino, David Fincher y Martin Scorsese. Y si esa misma pregunta la hicieras hoy, tendrías como respuesta Paul Thomas Anderson, Christopher Nolan y (sorpresa sorpresa) Martin Scorsese». Hablar del genio de Nueva York, por lo tanto, es hablar de un cineasta que ha logrado lo que muy pocos has conseguido: trascender con su arte las barreras del tiempo y hacer un cine que apasiona tanto a jóvenes como a mayores, tanto al público erudito como a las masas, a estadounidenses y a extranjeros. En definitiva, un cine que es como la Coca-Cola, para todos, hecho por un cineasta que, junto con otros como Kubrick, Kurosawa o Bergman ya pertenece al reino de los directores inefables.
A través de su cine de juventud, Scorsese reflexiona sobre la sociedad estadounidense de los años setenta.
Pero tratar de entender a Martin Scorsese implica necesariamente el considerarle como un director que ha logrado reunir en su trabajo dos cualidades aparentemente irreconciliables, su cine ha evolucionado y cambiado constantemente para, a la vez, poder seguir manteniéndose fiel a su propio estilo como director. Si bien esto puede parecer un oxímoron, en el caso de Martin es quizá una de las condiciones sine qua non para entender su obra. Así pues, si pretendiéramos esbozar su evolución como artista, su primera etapa o etapa de juventud comprendería desde sus primeros trabajos allá por los años sesenta-setenta hasta El último vals (1978). En esta etapa de juventud, nos encontramos con un Scorsese que está totalmente impregnado por la nueva ola de cineastas americanos de los setenta (grupo del cual él es una pieza integral) y entenderá su cine como una herramienta contracultural que busque desmontar el cine tal y como se venía entendiendo tradicionalmente. Asimismo, el cine de Scorsese de los años sesenta-setenta recogerá una serie de inquietudes omnipresentes en la sociedad estadounidense coetánea. Tras una desastrosa Guerra de Vietnam, una etapa de escándalos políticos sin precedentes (asesinato de JFK, caso Watergate, etc.) y una monstruosa crisis económica, el cine americano de los setenta, y particularmente el de Scorsese, se hace eco de un mundo que se está desmoronando, reflejando las sucias realidades de las personas que viven en los márgenes de la sociedad. Películas como Alicia ya no vive aquí (1974), Malas calles (1973) o la imprescindible Taxi Driver (1976) presentan protagonistas de clase social baja, generalmente violentos y de comportamiento errático y desquiciado que no hacen sino reflejar una realidad que hasta el momento el cine americano había generalmente evitado. En esta etapa es de destacar un realismo atroz por parte del director de Nueva York que busca, ante todo, reflejar la decadencia y la suciedad del mundo que le rodea y los personajes que en el habitan. En esta etapa de hiperrealismo, que tendrá muchas similitudes estéticas y temáticas con el cine de otros directores del mismo periodo como John Schlesinger, Robert Altman o William Friedkin, nos encontramos por lo tanto con protagonistas que son personajes patéticos (aplicando la acepción derivada del término griego pathos, es decir, personajes aquejados de un profundo dolor existencial que conmueven al espectador a causa de su sufrimiento), antisociales o violentos, y que viven en un mundo corrupto y marcado por la desesperanza.
Por ejemplo, en Alicia ya no vive aquí nos encontramos ante una protagonista bastante peculiar para el cine de la época, una mujer casada que sufre constantes abusos por parte de su marido y que aspira a ser cantante. A través de la historia de Alicia, Scorsese examina por un lado la realidad de una estructura familiar tóxica de forma explícita (cosa que en la década anterior era poco menos que un tabú) así como el vacío y la falta de referentes de una generación perdida en un mundo cada día más hostil. La protagonsita, Alicia, es una madre que tras la muerte de su abusivo marido se embarca con su rebelde hijo Tommy en un viaje a través del país para llegar a California, donde aspira a convertirse en cantante. Acompañando a Alicia a través de su viaje descubrimos los problemas, las incertidumbres, y también los anhelos y esperanzas de toda una generación. Al final de la película, Alicia conoce a David, un hombre de perfil conservador, propietario de un rancho y de clase media que, a diferencia de todas sus relaciones anteriores, la tratará con amor y respeto y además supondrá, por primera vez, una figura paterna positiva para su hijo que gracias a esta influencia dejará atrás un estilo de vida que raya en la delincuencia juvenil. Un desenlace que claramente refleja el ansia por parte de los estadounidense de los setenta de reencontrarse con un pasado estable y bucólico que parecía perdido casi para siempre. Pero más significativa si cabe de Scorsese tomando el pulso de los tiempos es su gran obra de 1976 Taxi Driver. En ella, Travis, un veterano de Vietnam aquejado de evidentes problemas psicológicos, comienza a trabajar como taxista y sufre un paulatino descenso a los infiernos al ver la degradación irreversible de la sociedad americana, desde una corrupción rampante por parte de políticos ineptos (el senador Palantine) hasta una pobreza y una criminalidad ascendentes que destruirán sin temor la inocencia de toda una generación (plasmada en Iris, la prostituta menor de edad interpretada por una por aquel entonces prometedora Jodie Foster). De esta forma, la ira del protagonista ante un mundo circundante cada vez más salvaje le llevará a dar caza y matar a una banda de criminales y proxenetas, plasmando la furia y el descontento de buena parte de la audiencia.
En el cine de Scorsese destacan personajes moralmente cuestionables a los que el director da humanidad y profundidad.
A partir de los ochenta, Martin Scorsese entrará en una segunda etapa o fase de madurez. En esta época, dejará de mirar el mundo circundante de sus personajes para observar más en su interior y las inquietudes sociales pasarán a un segundo plano mientras que el epicentro de su trabajo comienza a girar en torno a las inquietudes psicológicas de sus personajes, al tiempo que el director comienza a entender el cine como una herramienta para expresarse y entenderse a sí mismo. La pieza clave que ejemplifica esta transformación en su filmografía será Toro salvaje (1980). Un hecho relativamente desconocido pero importante para entender esta transformación es que durante los primeros compases del rodaje de Toro salvaje, el director neoyorquino sufrió una sobredosis que le llevó al borde de la muerte. El propio Robert De Niro sería una de las personas que le llevaría a urgencias y mientras estaba todavía convaleciente, Scorsese le diría a su actor fetiche: «Ahora le entiendo [a Jake LaMotta, el personaje protagonista], él quiere destruirse a sí mismo, igual que yo». No es sorpresiva por lo tanto la longeva relación entre Scorsese y De Niro, pues innegablemente llevar a un amigo al hospital mientras tiene una sobredosis es una de esas experiencias que cimientan una amistad a prueba de bombas. Este punto de inflexión en su carrera nos dará quizá la etapa más larga e interesante de Scorsese como autor. El director comienza ahora a plasmar en el celuloide los temas que le acompañarán por el resto de su carrera.
Scorsese nunca o casi nunca da a sus personajes una genuina redención porque entiende que este pecado, si bien alimentado por las fuerzas externas, es una parte inherente de la condición humana de sus protagonistas.
Por un lado, la religión será clave para entender a Scorsese. Por todos es sabido que en su juventud el bisoño Martin tenía en mente ingresar en el seminario para formarse como sacerdote hasta que al final decidió enrolarse en su lugar en la facultad de cine de la Universidad de Nueva York y cambiar la sotana por la cámara (en una decisión en la que tanto los cinéfilos como la Iglesia Católica claramente salieron ganando). No obstante, su evidente religiosidad dejará una impronta clara en su cine. Por un lado, la inmensa mayoría de sus películas tendrán temas que encajan dentro del relato católico de la corrupción del hombre por el pecado. De esta forma, si observamos sus películas de gánsteres/crimen, estas siempre tienden a seguir un patrón determinado. Un protagonista joven (Sam Rothstein, Henry Hill o Jordan Belfort) y aparentemente inocente se ve seducido hacia el mundo del pecado por un personaje que es un agente de la corrupción moral (casi siempre interpretado por Joe Pesci, porque seamos sinceros, quién mejor para representar a la personificación del pecado). Este llevará a nuestro protagonista por una ruta de excesos y violencia que reflejarán su paulatina degeneración ética hasta un final en el que nuestro protagonista se enfrentará a las consecuencias de sus actos y será juzgado. Dicho patrón puede observarse en películas como Uno de los nuestros (1990), Casino (1995), Infiltrados (2006) o El lobo de Wall Street (2013) la cual, por cierto, es el ejercicio metanarrativo más sublime de la historia del cine al haber sido financiada con dinero negro a través de un fondo de inversión ilegal que se dedicaba a lavar ingresos provenientes de actividades fraudulentas. No obstante, esta narrativa alberga una diferencia fundamental con la tradición cristiana, y es que en el cine de Scorsese rara vez existe la redención ética del personaje principal. Cuando los protagonistas del director se ven obligados a pagar por sus actos, nunca muestran un genuino arrepentimiento (en ocasiones todo lo contrario, se lamentan de no poder volver a su anterior vida de estafadores o gánsteres y se lamentan de cómo el llevar una vida bajo los límites de la ley es para ellos poco menos que una tortura). Es aquí donde la comprensión psicológica que este director tiene de la condición humana alcanza sus cotas más altas. Scorsese nunca o casi nunca da a sus personajes una genuina redención porque entiende que este pecado, si bien alimentado por las fuerzas externas, es una parte inherente de la condición humana de sus protagonistas. Jordan Belfort no puede arrepentirse de haber sido un estafador, al igual que Henry Hill no puede arrepentirse de haber sido un gánster y haber matado a gente, y no pueden hacerlo porque en el fondo de su ser eso es lo que ellos son, y negar eso sería negar su propia esencia. Scorsese por lo tanto no cae en el error de transformar a sus protagonistas y redimirlos ética o moralmente sino que acepta sus (en ocasiones enormes) defectos como una parte esencial de su naturaleza como individuos. En otras palabras, no hace a sus personajes buenos para que nosotros, la audiencia, empaticemos con ellos más fácilmente, sino que los mantiene oscuros y perversos y a cambio les da la suficiente tridimensionalidad y profundidad como para que nosotros, los espectadores, conectemos con ellos porque nos recuerdan a nuestra propia oscuridad.
Las influencias religiosas son esenciales para entender el cine de Scorsese y sus temáticas.
En El rey de la comedia (1982) encontramos el ejemplo paradigmático de esta temática. En manos de otro director hubiera sido fácil reducir a Rupert Pupkin a bien un maníaco obsesionado con la fama que comete actos delictivos llevado por su locura o bien una pobre víctima de sus problemas de salud mental y de una sociedad que no le comprende. En su lugar, Scorsese profundiza en el personaje interpretado por De Niro para darnos un equilibrio entre ambos extremos, un protagonista psicológicamente enfermo que intenta llenar con aplausos y con fama sus propios vacíos interiores. Esta complejidad es la que lleva que al final del film los espectadores veamos en Pupkin tanto una víctima como una amenaza, y empaticemos con el no a base de ignorar su lado oscuro sino de entender esta oscuridad como inherente a su humanidad. No obstante, no se puede hablar de las influencias religiosas del Scorsese de madurez sin hablar de La última tentación de Cristo (1988). En esta el director intenta algo más difícil todavía tratando de dar humanidad y complejidad al personaje de Jesus de Nazaret. Y así nos entrega a un Mesías que por primera vez en la historia del cine se enfrenta a disyuntivas, tentaciones y sentimientos humanos. Esta película llegó a las salas en una la época (el último tercio del siglo XX) en la que el cine controvertido buscaba ofrecer ideas provocadoras que lograran transformar la sociedad, como es el caso de otros filmes como If…. (Lindsay Anderson, 1968), Los demonios (Ken Russell, 1971) o la maravillosa El portero de noche (Liliana Cavani, 1974), en lugar de ser como hoy en día simplemente películas grises de temas manidos y simplificados que si no fuera por polémicas sobredimensionadas y sacadas de contexto pasarían sin pena ni gloria por nuestras pantallas —Guapis (Maïmouna Doucouré, 2020), te estoy mirando a ti— y siguiendo la estela de este cine, hablamos de una película bíblica que a través de la representación de un Jesucristo imperfecto y con pulsiones y sufrimientos humanos no empequeñece ni desmitifica la figura de Jesús sino que muy al contrario, ofrece una dimensión más profunda del personaje y de todo lo que representa.
Esta profundidad de personajes no se limita, no obstante, a los protagonistas, sino que los antagonistas disfrutan en el cine del director neoyorquino de igual o incluso mayor profundidad. En ocasiones estos antagonistas llegan a ser indisolubles del propio protagonista, como es el caso de Bill «El Carnicero» en su épica obra Gangs of New York (2002) o Frank Costello en Infiltados (2006). Esta deconstrucción de la linea divisoria entre protagonista y antagonista nuevamente permitirá a Scorsese aprovechar a sus personajes (en esta ocasión a los antagonistas) para realizar a través de ellos profundos estudios sobre el carácter humano, sobre cómo las determinadas circunstancias y el entorno configuran la personalidad de los individuos y cómo, paralelamente, los individuos condicionan su entorno a través de sus comportamientos y acciones. Así, en las dos mencionadas cintas nos encontramos con antagonistas (Bill «El Carnicero» y Frank Costello) que guardan enormes paralelismos con los respectivos protagonistas (en especial en Gangs of New York, donde durante la primera mitad del metraje Bill «El Carnicero», el violento líder de una banda criminal de la Nueva York del s. XIX, representa una suerte de figura paterna para el protagonista Amsterdam Vallon, que quiere matarle para vengarse del asesinato de su padre) y que nos fuerzan a preguntarnos, como audiencia, hasta qué punto esos protagonistas con los que empatizamos durante toda la película no están a un paso de transformarse en los mismos antagonistas a los que quieren vencer. En Gangs of New York Amsterdam Vallon termina convirtiéndose en el líder de una banda criminal para lograr matar a Bill, ¿acaso nos muestra Scorsese a un personaje que se convierte en aquello mismo que ha jurado destruir? ¿Y si es así, hasta qué punto es posible odiar a Bill pero al mismo tiempo empatizar con Amsterdam? Este planteamiento difuso entre el bien y mal se hace incluso más patente en Infiltrados , donde la frontera entre policías y miembros del hampa llega a fragmentarse hasta tal punto que es casi imposible diferenciar a unos de otros. Tal y como el propio Costello dice en la oscarizada película de 2006: «cuando yo tenía tu edad decían que podíamos convertirnos en policías o criminales. Hoy, lo que les digo es esto: cuando tienes un arma cargada apuntándote a la cara, ¿cuál es la diferencia?».
Los antagonistas de las películas de Scorsese tienden a guardar profundos paralelismos con los protagonistas.
Paralelamente, y en sintonía con esto, también es destacable en el Scorsese de madurez el cine que aborda la contraposición entre el querer ser y el deber ser. Esta disyuntiva está en el corazón de la película El color del dinero (1986) en la que un veterano timador se enfrentará a elegir si quiere ser el mentor de un joven y portentoso jugador de billar o tratar de retomar sus antiguos hábitos y volver a sus días de gloria, pero es más evidente en sus piezas de época, como en la infravalorada La edad de la inocencia (1993) en la que el protagonista, Newland Archer, deberá elegir entre mantenerse fiel a sus responsabilidades familiares o, por el contrario, ceder a sus sentimientos e irse con la mujer a la que ama. En ambos casos, vemos como el llegar a una edad más avanzada condiciona a un Scorsese que cada vez muestra mayor predilección por dilemas morales más matizados y disyuntivas éticas profundamente sutiles en sintonía con una visión de madurez del mundo que le rodea.
Scorsese utiliza las acciones y las escenas aparentemente pequeñas en las que nada significativo para la trama parece tener lugar para hacer el trabajo de desarrollo y caracterización de sus personajes.
Finalmente, toca hablar del Scorsese más reciente, el de su etapa de vejez. La sensación de Martin haciendo un cine de ocaso es algo que sentí por primera vez viendo su epopeya religiosa Silencio (2016) y que se me confirmó claramente con su última obra El Irlandés (2019). Hablamos de un cine quizá más sencillo (es paradójico hablar de sencillo con películas con repartos de actores oscarizados, que casi llegan o incluso exceden las tres horas de duración y con presupuestos que alcanzan los 100 millones de dólares, pero en este contexto ha de entenderse sencillo como un cine que abandona todos los ornamentos estilísticos innecesarios para ponerse a servicio exclusivo de la historia que pretende contar) y que, dejando atrás todas las inquietudes que el Scorsese de madurez aborda, se centra en un único leitmotiv: la reflexión sobre las decisiones tomadas a lo largo de la vida y sus consecuencias. Mientras que en Silencio se nos cuenta la historia de un misionero jesuita en Japón que atraviesa una crisis de fe y que termina renunciando al catolicismo para poder sobrevivir, pero que hasta el día de su muerte albergará en el fondo de su corazón un reducto cristiano, en El Irlandés conocemos a Frank Sheeran, un veterano de la Segunda Guerra Mundial y miembro del mundo del hampa de Nueva York que en sus últimos días recuerda cómo años atrás, tras entrar a formar parte de la mafia, entabló una profunda amistad con el sindicalista Jimmy Hoffa hasta que la propia mafia le ordenó dar muerte a su amigo. Lejos de la complejidad de sus películas de gánsteres anteriores, aquí no destaca un estudio sobre el bien y el mal, sobre el pecado o sobre la naturaleza humana. Simplemente hay en su lugar una historia sobre un hombre anciano que mira atrás y reflexiona sobre sus elecciones. Su decisión de terminar con la vida de Hoffa hará que Frank pierda no solo la relación con su hija o la compañía de su mejor amigo, sino también a una parte de sí mismo. Y así, desde la perspectiva que da la vejez y la proximidad de la muerte, Frank hará un examen de sí mismo, de su vida, sus elecciones y el peso de éstas. Es destacable que la película evita juzgar al protagonista por sus acciones o presentarlo como fruto de un hombre consumido por la ambición (como en trabajos anteriores del director), sino que el acento se pone sobre el peso del pasado. La melancolía del personaje interpretado por De Niro por lo tanto no viene por lo tanto de la contraposición del bien contra el mal sino del estudio de la gran y en ocasiones ambigua escala de grises que hay entre ambos.
Así pues, en al última hora de película vemos a un Frank entregado a la reflexión, rodeado de remordimientos pero también conservando la serenidad de ser un hombre que acepta las consecuencias de las decisiones que ha tomado. Un enfoque estoico ante un pasado que ya no se puede cambiar y que únicamente se puede aceptar. La última escena de la película, en la que pide a un trabajador de la residencia de mayores que deje la puerta de su habitación entreabierta, tal y como su amigo y a la vez víctima Hoffa siempre dejaba, evidencia este conflicto que tiene Frank con su propio pasado. En el caso de Silencio este tema se concreta en las escenas finales de la película. Después de que el Padre Sebastião Rodrigues, un misionero jesuita destinado en Japón, vea a su mejor amigo perder la vida y a su mentor ceder al paganismo y renunciar a su religión, el protagonista tiene una crisis de fe que desemboca en él rechazando al cristianismo y aceptando su nueva vida en el Japón feudal. No obstante, una vez que llega a sus últimos años y a su muerte, vemos como un Sebastião Rodrigues anciano y a las puertas de la muerte todavía se aferra a un pequeño rosario con el que es cremado. Nuevamente, la película culmina con un protagonista anciano usando sus últimos días para rendir cuentas con sus elecciones pasadas (en este caso el abandono de su fe) y reflexionando, desde la resignación y el estoicismo, sobre los remordimientos que se va a llevar a la tumba.
Las últimas películas del director neoyorquino abordan temas como la vejez o el remordimiento.
Esta nueva temática, inusual en su cine anterior, no tiene por qué sorprendernos en un cineasta que lleva más de medio siglo haciendo películas y que, nuevamente, refleja una transformación vital del propio director que se plasma en su obra. Pero quizá lo más interesante de Scorsese sea cómo todas estas evoluciones no suponen tanto un cambio drástico en su forma de entender el cine o en las ideas que plasma sino que sea más bien una evolución coherente de su obra dentro de sus temas habituales. En el fondo hablar de estas tres etapas de Scorsese no supone tanto hablar de tres filmografías diferenciadas (como podría ocurrir con otros directores) sino de una filmografía que, atendiendo a las mismas inquietudes, estilo e influencias, las maneja de una manera que está en constante evolución. En otras palabras, a lo largo de su dilatada carrera y sus diversas etapas artísticas, Scorsese no abre ni cierra nuevos temas de conversación sino que continúa con los mismos de siempre pero abordándolos desde nuevos puntos de vista.
De todas maneras, toda esta complejidad sería difícilmente plasmable en el celuloide si no habláramos de un director con un dominio absoluto de la técnica y el estilo cinematográfico, así como de la narrativa visual. Allá por 2009 el escritor Ismaíl Kadaré dio una ponencia en la Universidad de Oviedo a raíz de haber sido galardonado con el premio Príncipe de Asturias de las letras. En ella, el escritor expuso como la universalidad era el valor más alto al que podía aspirar la literatura, y como él mismo entendía su obra como una forma de crear un arte que resonara para cualquier audiencia tanto presente como futura en cualquier lugar del mundo. Ponía como ejemplo La Ilíada, exponiendo como para él el gran valor de esa obra era que, habiendo sido escrita hace miles de años en Grecia, todavía fuera capaz de conmover a alguien que la leyera 2700 años después en, por ejemplo, América. No es baladí afirmar que Scorsese ha logrado a través de su narrativa visual algo similar a lo que Kadaré describía, esto es, un estilo prácticamente universal. Para esto, el director neoyorquino, siempre acompañado por su editora de confianza Thelma Schoonmaker, quien creativamente se sienta a su derecha desde hace décadas formando uno de los binomios creativos más importantes de la historia del cine, recurre a forzar hasta el límite cada uno de los elementos que componen la puesta en escena con un único objetivo en mente; ser capaz de grabar lo subjetivo. A través del uso de metáforas visuales, composiciones específicas y un diseño de sonido muy elaborado el cine de Scorsese no busca plasmar visualmente la realidad sino lo que sus personajes interpretan como si fuese la realidad.
Scorsese hace gala de un estilo visual que busca reflejar la subjetividad de sus personajes.
Esta sutil diferencia puede apreciarse en toda su filmografía. Por ejemplo, en Taxi Driver la progresiva caída en la locura de Travis se representa visualmente mediante el mantenimiento desproporcionadamente prolongado del plano de una aspirina disolviéndose en el agua mientras el protagonista la observa y el estridente sonido acuchilla nuestros tímpanos, haciéndonos sentir la clase de martirio que tiene lugar en la asfixiante mente de Travis. Así mismo, la soledad de su personaje cuando intenta conseguir una cita con Betsy se plasma a través de un movimiento de cámara que enfoca a un pasillo vacío mientras Travis habla con ella por teléfono. Otro ejemplo lo tenemos en Uno de los nuestros cuando Henry Hill entra junto con su novia en el Club Copacabana a través de la puerta de atrás saltándose la larga cola en un prolongado plano secuencia en el que nuestro protagonista recorre todo el local y que encapsula perfectamente el poder omnipotente de la mafia y la ambición desmedida de este personaje, por no hablar de las más que numerosas e irreales escenas de exceso que vemos protagonizar a Jordan Belfort en El lobo de Wall Street y que vienen a actuar como metáfora de los excesos financieros en el que este joven estafador se había instalado. Como vemos, no son escenas que busquen la representación fidedigna de una realidad objetiva, sino que lo que buscan representar es lo que está pasando dentro de la mente de los protagonistas. Cuando Travis mira a la aspirina disolverse no vemos una aspirina, vemos su creciente locura. Cuando Henry entra en un exclusivo club nocturno como Pedro por su casa no vemos una noche de diversión, sino a un joven mafioso haciendo gala de su inmenso poder. Cuando vemos una rata junto al Capitolio al final de Infiltrados no vemos un piso con un problema de plagas sino la profunda corrupción que llega a cada rincón de la política.
Scorsese logra tal capacidad narrativa a través de la puesta en escena que minimiza la necesidad de diálogo. Todo lo que necesita contar lo cuenta a través de imágenes y sonidos.
Junto con esto, Scorsese utiliza las acciones y las escenas aparentemente pequeñas en las que nada significativo para la trama parece tener lugar para hacer el trabajo de desarrollo y caracterización de sus personajes. Por ejemplo en la escena inicial de Uno de los nuestros vemos a los tres personajes deshaciéndose de un cadáver que resulta estar todavía vivo. La primera reacción del personaje de Joe Pesci es sacar un cuchillo y apuñalarlo repetidas veces mientras grita y le insulta, mostrando su carácter explosivo e iracundo. Acto seguido, el personaje de Jimmy, interpretado por De Niro saca una pistola silenciosamente y le dispara a la cara sin casi inmutarse, mostrando que a diferencia de su compañero, estamos ante un asesino metódico que actúa a sangre fría. Henry se queda mirando la escena, delatando cómo a lo largo del film se encontrará en diversas ocasiones entre la espada y la pared con estos dos personajes. Esta escena dura solo unos segundos, lo suficiente como para que las acciones de estos personajes queden registradas en nuestro cerebro y más adelante cuando volvamos a verles ya comprendemos mejor su personalidad de forma instintiva y sin necesidad de una sola línea de diálogo. En ocasiones estas asociaciones se logran a través del montaje, así en Toro salvaje Jake LaMotta aparecerá numerosas veces en escenas que le muestran como un exitoso boxeador consiguiendo victoria tras victoria en el ring que se verán sucedidas por secuencias en las que le veremos protagonizar altercados domésticos con su familia llevado por la ira o los celos, mostrando cómo para este personaje el éxito en el boxeo es paralelo al fracaso de su vida personal y cómo la violencia que ejerce mientas combate encuentra comunidad en su ámbito familiar. Esta idea, que está en el corazón mismo del guion, no se expresa al espectador a través de tediosas secuencias expositivas de diálogos redundantes sino que se hace a través de técnicas esencialmente fílmicas como la edición o la cinematografía. En otras palabras, Scorsese evita contarnos cosas y en su lugar nos las muestra y lo que es más importante, nos hace sentirlas por nosotros mismos.
Puede decirse sin miedo a la equivocación que la figura de Martin Scorsese representa a un director que logra aunar en sus películas tanto un domino absoluto de las técnicas cinematográficas como un profundo conocimiento de la naturaleza humana en toda su complejidad que no solo no escapa de abordar historias difíciles y personajes sombríos, sino que los abraza y les dota de humanidad. Un director que por debajo del boato y el exceso del cine de Hollywood nos ofrece reflexiones imperecederas sobre el ser humano mediante unos personajes de una profundidad realmente inusual, todo ello presentado con un estilo que eleva la práctica cinematográfica a una forma de arte absolutamente sublime, siendo ahí donde quizá radica la clave de su casi universal éxito. Pero sobre todas las cosas, hablar de Scorsese es hablar del director que ha sido un referente para todas las generaciones de cineastas que le sucedieron y que, espero, lo siga siendo para muchas más que están por venir, porque sabe Dios que el mundo necesita a Scorsese más de lo que Scorsese necesita al mundo.