Hay diferentes maneras de clasificar las artes, o directamente, de decidir qué es arte y qué no lo es. A lo largo de la historia, esta fue una discusión fructífera de la que nacieron múltiples enfrentamientos, enarbolando todos los contendientes argumentos tan válidos como poco concluyentes. Originalmente, se utilizaba como un término bastante ligado a su etimología —la palabra «arte» deriva del latín ars, que podríamos traducir como «habilidad»—, esto es, como un conjunto de habilidades —de este acepción todavía mantenemos, por ejemplo, la expresión «artes marciales»—. No fue hasta unos cuantos años más tarde, a partir de mediados del siglo XVIII, que comenzamos a considerar el arte como una disciplina encargada de producir contenido de carácter estético.
Según la clasificación actual —y la más aceptada en general— el cine es el séptimo arte, y como todos los anteriores a él, ha dedicado una parcela de su desarrollo a estudiarse a sí mismo, a divagar y reflexionar sobre la concepción de las artes y las implicaciones que se pueden extraer del proceso creador. Y como muestra, estas ocho películas que profundizan, cada una a su manera, en este fascinante mundo.
El loco del pelo rojo (Vincente Minnelli, 1956)
Probablemente, uno de los mejores papeles de la prolífica carrera de Kirk Douglas. Aquí se mete en la piel de Vincent Van Gogh, por méritos propios una de las miradas clave en el arte pictórico en general, y del postimpresionismo en particular. Vincente Minnelli (padre de Liza y segundo marido de Judy), preocupado siempre por las interrelaciones del arte, ofrece una obra indispensable tanto para acercarse al trabajo del genio neerlandés, como para entrar en el discurso intelectual y artístico que se extrae de su vida y la relación que mantiene con Paul Gauguin.
Representa con fiereza la lucha de un artista contra sí mismo, contra la naturaleza, contra las relaciones —aquí mostradas como un ni contigo ni sin ti—. Explora el nacimiento del arte como habilidad, como reproducción, para acabar interpretándolo como un filtro, el que está en la mirada del creador y distorsiona la realidad hasta convertirla en algo extraño y personal. Mención aparte a la fotografía, a los colores, a la puesta en escena, que basa su estética en el peculiar enfoque de Van Gogh y la convierte en un elemento narrativo más de la cinta.
Andrei Rublev (Andréi Tarkovski, 1966)
Tarkovski, como después iría desarrollando a lo largo de su carrera, mantuvo una relación tormentosa con la percepción del arte, y reflexionó —dentro de un contexto soviético terriblemente influido por la compleja realidad política— sobre la figura del creador y su responsabilidad para con la realidad —recordemos la teoría del reflejo, de la que Lenin extraía, con matices, que el arte es el reflejo estético de la realidad—. Andrei Rublev, haciendo una libre interpretación de la vida del personaje real de mismo nombre es, así las cosas, una apuesta contestataria, una crítica al cristianismo y un estudio de la génesis artística clave.
Con un punto autobiográfico —protagonista y director, en un acto para nada trivial, comparten nombre—, deconstruye y coloca en el mismo plano la disciplina pictórica y audiovisual, y profundiza en aspectos teológicos y de la vida cotidiana a través de diálogos paradigmáticos —esas conversaciones con Teófanes—. Imprescindible, tanto para profundizar en la libertad artística como en la obra del director ruso.
Los sueños de Akira Kurosawa (Akira Kurosawa, 1990)
Un Kurosawa crepuscular retrata, a través de una película dividida en ocho partes —siendo cada una de ellas un sueño—, todos los temas que le han ido inquietando a lo largo de su vida. Así, la espiritualidad, el arte o la muerte marcan una línea en común dentro de una obra que excede las convenciones.
El principal punto de interés por el que podemos considerar esta obra como un estudio sobre la disciplina artística, nos llegaría con el quinto sueño: Cuervos. De nuevo, vamos a seguir a Van Gogh —con un Martin Scorsese irreconocible en su piel, en un hito cinematográfico sin precedentes—, que libre interpreta los hechos vitales y obsesiones del pintor —al ritmo de Chopin— otorgándoles un carácter alegórico (por ejemplo, utiliza el corte de su oreja como representación del arte que supera a la realidad, como un hecho inevitable que se realiza solo para satisfacer un designio creativo, cuando sabemos que no fue este el motivo de su autoamputación). Una obra alejada en forma de la filmografía del genio japonés, pero vital para comprender el ideario de un cineasta muy preocupado por el arte como concepto.
El sol del membrillo (Víctor Erice, 1992)
Dos años. Ese fue el tiempo que le llevó a Víctor Erice terminar El sol del membrillo —tercer y último largometraje del cineasta—. En este inclasificable filme —en el más amplio sentido de la palabra, no tiene trama definida, no es ficción, no es documental, es casi literatura—, el director español se dedica a tratar de desentrañar los misterios que subyacen a la imposibilidad creadora: el protagonista, el pintor hiperrealista Antonio López interpretándose a sí mismo, quiere plasmar en su lienzo un imposible como es el paso del tiempo, inspirándose pacientemente en el sol y la naturaleza.
Decía Kant que se puede alcanzar la verdad a través de la naturaleza —que consideraba la belleza pura— y el arte, y aquí podemos considerar que Erice utiliza estos preceptos kantianos para dar forma a una obra que, como fin último, busca potenciar el proceso por encima del objetivo. De modo inevitable, el pintor descubre que no todo puede ser representado, e inequívocamente alcanza la certeza de que la estética y la moral no caminan necesariamente de la mano. Una obra necesaria para poner voz a lo imposible, y relativizar la derrota.
Cashback (Sean Ellis, 2006)
Nacida a partir de un cortometraje del mismo autor, la cinta nos habla de lo efímero, del arte en su vertiente estética y de cómo para capturarlo el artista depende de la relación del objeto con el tiempo. Narra la historia de un estudiante de bellas artes al que le ha dejado su novia, momento en el que empieza a padecer un insomnio crónico que le lleva a aceptar un trabajo en un supermercado en el turno de noche. Mirando a través de los ojos del protagonista, nos enfrentamos a sus inquietudes estéticas y a cómo las explora a través de su imaginación.
De un modo parecido a como pasaba en aquella mítica escena de la bolsa de American Beauty (Sam Mendes, 1999) en la que el personaje de Wes Bentley decía que, a veces, «había tanta belleza en el mundo que no lo podía soportar», aquí el director filma impecables escenas, a la vez que mediante el humor y el drama nos insta a reflexionar sobre ellas mientras lo hace el protagonista. Una joya oculta.
Aquiles y la tortuga (Takeshi Kitano, 2008)
Recordemos en este punto que Takeshi Kitano no es solo un brillante cineasta con un mundo propio muy reconocible, sino que además dedica gran parte de su talento a la pintura —tanto aquí como en Hana-Bi: Flores de fuego (1997), por ejemplo, todas las pinturas que aparecen son de su autoría—. En Aquiles y la tortuga, basada en la conocida paradoja de Zenón de Elea (que enunciaba que Aquiles nunca sería capaz de alcanzar a la tortuga en una carrera si este le dejaba ventaja), el cineasta reflexiona sobre la complejidad del mundo del arte a través de un pintor mediocre que dedica su vida a tratar de alcanzar el éxito.
Enunciando como pocas esa lucha interna que nace entre lo comercial y lo auténtico —reñido o no, es una pregunta de difícil respuesta—, en esta fábula metalingüistica Kitano se pronuncia sobre el acto de la creación y disecciona las líneas que separan el talento de la mediocridad, el triunfo del fracaso.
Midnight in Paris (Woody Allen, 2011)
Woody Allen siempre tuvo tendencia a escribir sobre el arte y su momento inicial, la moral y la ética artística y personal, e incluso se ha lanzado en varias ocasiones a interpretar a genios de la literatura como Fiódor Dostoyevski. En Midnight in Paris, y bajo la apariencia de una comedia ligera, el neoyorquino pone el foco sobre un escritor norteamericano que se encuentra, en un giro fantástico de los acontecimientos, con personalidades del mundo artístico del calado de Dalí, Hemingway o F. Scott Fitzgerald. A través de las conversaciones —a veces hilarantes, a veces densas y profundas— que el protagonista mantiene con ellos, vamos extrayendo poco a poco filosofía del arte, de cómo la personalidad de cada uno de ellos genera una aproximación diferente al mismo objeto.
A pesar de estar escrita y dirigida en clave de humor, consigue aportar interesantes momentos al debate de la creación artística —la comedia como género infravalorado—, y perdura en la memoria tanto por lo frívolo como por lo profundo.
Loving Vincent (Dorota Kobiela, Hugh Welchman, 2017)
Y acabamos como empezamos, con Vincent Van Gogh. Un prodigio técnico y artístico de la animación, en el que utilizaron algo más de 55000 fotogramas, todos y cada uno de ellos pintados al óleo —e integrados mediante rotoscopia— por una plétora de artistas que imitaron para la ocasión el estilo del holandés. Desde un punto de vista artístico supone todo un hito, pues es la primera vez que un largometraje de estas características se lleva a término; siguiendo por ahí, propone un estilo que incita, indirectamente, a adentrarse en las virtudes de la narración pictórica.
La cinta arranca con el pintor ya fallecido, girando la trama alrededor de su suicidio y desarrollándose a través de flashbacks. Si bien desde el guión no resulta innovadora —hereda su estilo narrativo de Ciudadano Kane (Orson Welles, 1941)—, es su carga estética la que aporta esa faceta reflexiva que la define, además de explorar esa fascinación por la cotidianidad del arte que caracterizaba a Van Gogh.
Como decíamos, hay tantas maneras de enfrentarse al arte como artistas. Más allá de integrar un simple debate estético, el modo en que es concebido va a repercutir directamente en la obra en sí misma; la idiosincrasia de una pintura, un poema, un libro, una canción, una película está íntimamente relacionada con el modo de entender el proceso creativo de su autor, por lo que si como amantes del arte dedicamos tiempo y esfuerzo a entender esta génesis, estaremos incrementando tanto el valor de la obra como del artista.