Es probable que haya usted escuchado más de una vez la socorrida expresión «lo clásico nunca pasa de moda». Lejos de ser una frase tópica y estéril, estamos ante una máxima que encaja relativamente bien en casi cualquier aspecto artístico de la vida. Eso explica que, por ejemplo, un traje de tres piezas de principios del s. XIX pueda pasar hoy como una indumentaria razonablemente elegante pero la moda de los ochenta sea considerada la apoteosis de lo hortera; o que un edificio de estilo neoclásico de más de dos siglos nos parezca una obra de arquitectura agradable a la vista pero una edificación brutalista de hace solo unas pocas décadas se sienta como una oda al feísmo. Llevado a otros terrenos, esto explica también el motivo por el que cuadros, obras literarias o piezas musicales hechas en el pasado parecen no envejecer un ápice (o incluso mejorar con el paso del tiempo) mientras que sus homólogos contemporáneos apenas pueden sobrevivir un par de años siendo mínimamente relevantes. Una persona cínica o posmoderna podrá decir que esto se debe meramente a que, debido a la forma en que la tradición estética nos ha condicionado, tendemos a favorecer aquello que se ajusta mejor a los cánones impuestos culturalmente. Un servidor, en cambio, siempre ha pensado que eso se debía a otra cuestión, y es que hay ciertas disciplinas en las que se ha alcanzado un grado de perfección estética que no se puede superar (únicamente reinterpretar) y que por lo tanto es imposible aportar nada nuevo que supere a lo que ya existe. Algo así es lo que ocurrió durante la Guerra Fría con las novelas y películas de espías, de la mano de los le Carré, Fleming o Clancy que elevaron el género a la excelencia. En épocas recientes se ha intentado, sin éxito, reformular el concepto de serie de espías para adaptarlo a los nuevos tiempos globales. No obstante, han sido producciones que preferían reinterpretar las clásicas historias de espías de la vieja escuela, como Guardaespaldas (Jed Mercurio, 2018), El Infiltrado (Susanne Bier, 2016) o la serie que hoy nos ocupa, Slow Horses (James Hawes, 2022) las que han terminado siendo más exitosas.
Slow Horses sigue la historia de un grupo de espías del MI5 liderados por Jackson Lamb, una vieja gloria del espionaje venido a menos que coordina una unidad de inteligencia formada por agentes caídos en desgracia y considerados demasiado incompetentes como para formar parte de operaciones de primer nivel. Cuando un grupo terrorista de extrema derecha e hipernacionalista secuestra a un joven musulmán para asesinarlo en directo y el grupo ha de investigar el caso, uno de estos agentes, River Cartwright, descubre que dicho secuestro no es más que una operación de falsa bandera organizada por el propio MI5 para silenciar a periodistas conservadores críticos con el gobierno, comenzando por lo tanto una persecución a varias bandas para destapar la verdad sobre la conspiración antes de que sea demasiado tarde, al tiempo que el equipo de Lamb se coloca involuntariamente en la diana de grandes y peligrosos poderes políticos.
A primera vista, estamos ante una serie que no se aleja demasiado de los arquetipos que conocemos dentro del género del espionaje, y en efecto, la historia no trata de reinventar la rueda sino de hacerla girar de la mejor manera posible, adaptándose a la realidad sociopolítica del s. XXI y añadiendo la cantidad justa de elementos nuevos a una base que ya todos conocemos para hacer que la narración que propone funcione tanto como una oda a las historias de espionaje más clásicas como a las audiencias que buscan un guion que conecte con las inquietudes, realidades y contextos culturales actuales. Es así pues que, por un lado, la serie no evitará manejar los lugares más clásicos de las obras de ficción del espionaje, como pueden ser los giros de guion, las revelaciones sorpresivas, las grandes conspiraciones o los personajes cargados de secreto que se usan como un elemento dinamizador de la trama. Esto último, además se usa como herramienta para darles profundidad psicológica, puesto que en los personajes más veteranos, como puede ser el propio Lamb, vemos a individuos torturados y constantemente perseguidos por los fantasmas de su pasado que en buena medida explican su cinismo y sus personalidades actuales. En otras palabras, los personajes antiheroicos, éticamente ambivalentes y de personalidades complejas no actúan como meros adornos superficiales, sino que dichas personalidades forman parte de la serie.
Todos los pequeños elementos que integran esta magnífica producción televisiva saben funcionar en conjunto para crear un todo que es más que la suma de sus partes.
En contraposición, los personajes más jóvenes e idealistas, aquellos que creen que están realizando una misión noble, se ven golpeados por la realidad del mundo en el que viven, lleno de traiciones, secretos y en el que la verdad siempre es siempre ilusoria. Estas dos formas de entender a los personajes reflejan, de alguna manera, los dos principios de la serie, en tanto que busca mezclar la inspiración de las grandes obras del cine de espías de los setenta con personajes y situaciones que reflejan el mundo actual, desde el impacto de las nuevas tecnologías hasta la polarización política. Siguiendo la estela de grandes titanes del género como Los tres días del cóndor (Sydney Pollack, 1975), Slow Horses conoce las reglas básicas del género, como puede ser la subversión de las verdades que el espectador cree conocer de cara a generar una constante sensación de inseguridad respecto a qué es verdad o qué no lo es, al mismo tiempo que se invita a la reflexión sobre el mundo político que le rodea mas allá de la propia película. Si la película de Pollack se estrenó en el contexto sociopolítico del escándalo del Watergate, Slow Horses hace lo propio con el mundo posbrexit, en el cual la verdad constantemente pivota entre diferentes factores (medios de comunicación al servicio de las élites, teorías conspirativas en ocasiones con poco fundamento, instituciones políticas cada vez menos transparentes, nuevas tecnologías de la información de difícil control, etc.). Aquello que creemos que es verdad (ya sea lo que vemos en las noticias de la cadena de TV más respetable o en un vídeo de algún foro de Internet de dudosa reputación) no deja de ser un producto manufacturado al servicio no de nuestra necesidad o deseo de tener información fidedigna, sino de unos intereses cuyo único objetivo es la creación de determinadas corrientes de opinión. Es ahí donde Slow Horses tiene algo interesante que decir, desnudando la forma en que la verdad es constantemente manufacturada, procesada y administrada de forma interesada a la población.
Existen en Slow Horses dos grandes premisas temáticas. Una que mira, con respeto, al pasado del género y se dedica a explorar el impacto humano de vivir en el mundo del espionaje de alto nivel, el coste personal de las personas que se sacrifican en pos de la seguridad colectiva y todas las tensiones y competencia por el poder y la capacidad de control que existen en esas esferas, así como el dilema de aquellos personajes que quieren hacer lo éticamente correcto en un mundo esencialmente corrupto. Otra, en cambio, mira al futuro, y plantea las inquietudes actuales, como el miedo a presuntos movimientos populistas o de extrema derecha en la primera temporada o el temor al terrorismo en la segunda, aumentadas gracias a la labor de los medios de comunicación (o confusión) de masas, como herramientas de unos intereses políticos que las usa hábilmente para manejar a su favor las corrientes de opinión de la población de formas que esta ni se puede imaginar. Es así que la crítica política de la serie (algo esencial en el cine de espías) nunca se siente unidimensional o hipersimplificada, sino que tiene la suficiente complejidad como para invitar al espectador a la reflexión.
Esta permanente contradicción se plasma también en la forma en que la serie ubica a los personajes más veteranos dentro de este mundo moderno y cambiante. Jackson Lamb, interpretado por un inmenso Gary Oldman, no se limita a ser el arquetipo de espía cínico y antiheroico que tantas veces hemos visto, sino que constantemente está mostrando una astucia analógica dentro de un mundo digitalizado que le hace estar un paso por delante de sus rivales más jóvenes, casi en una metáfora de cómo esta producción, a base de beber de toda la tradición preexistente de historias de espías de la vieja escuela y prescindiendo en la medida de lo posible de tratar de modernizarla para adaptarla a las audiencias actuales (o a lo que los ejecutivos de Hollywood creen que son las audiencias actuales) es lo que hace que funcione tan bien entre las mismas. No obstante, la serie también sabe dedicar tiempo a la dimensión humana de todos sus personajes haciendo que sus historias personales sean muchas veces igual de centrales que las historias de espías (desde problemas familiares hasta relaciones sentimentales) que hace que en todo momento nos sintamos ante personas reales, de carne y hueso, que en ningún momento caen en la irrealidad de algunos de los personajes más famosos del cine de espías como pueden ser James Bond, Ethan Hunt o Jason Bourne. En su lugar tenemos a personas reales con problemas reales. Lejos de ser contradictorias, estas dos vertientes se complementan perfectamente, dotando a cada personaje dentro del equipo de una personalidad única y de una coherencia, haciendo imposible no empatizar con ellos y haciendo sus aventuras totalmente entrañables.
Es precisamente esta conexión que la serie tiene con la realidad (nunca hay ningún momento que parezca irreal o desmedidamente espectacular) la que la hace más interesante si cabe, generando en el espectador la constante sensación de estar viendo algo que perfectamente podía ocurrir en la realidad (y que es probable que esté ocurriendo en estos mismos momentos), algo imprescindible para que una buena historia de espías funcione. Todos los pequeños elementos que integran esta magnífica producción televisiva, desde los momentos más dramáticos y personales hasta las ocasionales escenas cómicas, pasando por los momentos de tensión o acción, saben funcionar en conjunto para crear un todo que es más que la suma de sus partes. Incluso los ocasionales momentos satíricos en los que la serie recurre a burlarse de alguna de las convenciones del cine de espías siempre son respetuosas tanto con el espectador como con el propio género, no llegando en ningún momento a romper la armonía del conjunto, mientras que el ritmo hace que la serie sea siempre fácil de seguir por parte del espectador (independientemente de lo rebuscado de su trama) pero a la vez tenga el ingenio suficiente para sentirse inteligente en todo momento.
En lo tocante a la factura técnica, el director James Hawes demuestra su pertenencia a esa escuela de directores británicos curtidos en series de TV como Black Mirror (Charlie Brooker, 2011) que han sabido elevar el género televisivo (en ocasiones trabajando con presupuestos relativamente modestos) para hacerlo profundamente cinematográfico sin tener que recurrir a efectismos varios como efectos especiales o carísimos diseños de producción, sino a través de una puesta en escena elegante, con personalidad y nervio y que no se limita a poner la cámara donde menos estorba, sino que se molesta en usar el lenguaje audiovisual para potenciar lo que los diálogos nos están contando. Sobre las actuaciones, poco hay que decir cuando se ve en el elenco nombres del calibre de Gary Oldman o Kristin Scott Thomas, ofreciendo ambos interpretaciones absolutamente sobresalientes (en especial en los momentos en los que comparten escena y que logran esa magia actoral tan propia de las producciones británicas), pero igualmente ha de ser reseñado el excelente hacer del resto del reparto, formado por interpretes menos conocidos para el gran público pero que en ningún momento se quedan atrás, destacando especialmente a Jack Lowden, Rosalind Eleazar, Dustin Demri-Burns y Saskia Reeves. Pero en general ha de decirse que todo el elenco está absolutamente brillante no ya en sus respectivas interpretaciones sino también en la energía que generan de forma coral y la indudable química que se aprecia en prácticamente cada interacción que se ve en pantalla.
Slow Horses es, casi, la excepción que debería ser la norma en el entretenimiento audiovisual actual. Una serie que no existe para ser un mero contenido con el que entretener a los suscriptores de una determinada plataforma y justificar su pago mensual, sino que busca ser una experiencia única, diferente a todo lo demás que se ofrece a día de hoy en televisión. Una serie que sabe lo que es y lo que quiere ser y no persigue modas ni busca atajos para ser más disfrutable a corto plazo a cambio de convertirse en un producto de usar y tirar, sino que respeta lo suficiente al espectador como para ofrecerle una experiencia inteligente, compleja y que toma los grandes elementos clásicos del cine y las novelas de espías de toda la vida y los adapta al contexto del mundo actual para demostrar no ya que no están desfasados en absoluto (y posiblemente nunca lo estén), sino que en el mundo actual son más pertinentes de lo que nunca lo han sido. Para los amantes del género, esta serie será como reencontrarse con un viejo amigo, mientras que para los televidentes más jóvenes que lleguen de nuevas, Slow Horses supondrá el redescubrimiento de las grandes historias de espías para toda una nueva generación.