El cine que nació del 11S
El terrorismo islámico a través de la cámara

Los atentados del 11 de septiembre y los 20 años de guerra que les siguieron cambiaron el mundo tal y como lo conocemos, pero también dieron paso a toda una nueva generación de películas que plasmaron los temores y ansiedades de una sociedad en shock.

Cualquiera que sepa lo mínimo de historia sabrá que existen determinados episodios que, para bien o para mal, definen épocas y marcan generaciones. Acontecimientos como el Crac del 29, la caída del muro de Berlín o, cómo no, los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001. Dichos atentados fueron el detonante de una intervención militar por parte de EE. UU. en Afganistán primero y en Irak después que lejos de ser el paseo militar que se pensaba que sería en un inicio (en parte por la pasmosa facilidad con la que EE. UU. logró una victoria aplastante contra Irak en la Guerra del Golfo a principios de los 90) se saldó, veinte años después, con una retirada de Afganistán que pasará a los libros de historia con más pena que gloria. Pero además de esto, los atentados del 11S y la estéril guerra posterior significaron un shock para la sociedad americana, que por primera vez en su historia era atacada en su propio suelo, acentuando un sentimiento nacional de indefensión y vulnerabilidad. La verdad es que hablamos de un hecho que supuso una transformación total de la sociedad tanto estadounidense como occidental (llegando algunos historiadores a decir que fue en ese día cuando realmente empezó el s.XXI) y como es lógico, esto se tradujo de diversas formas en el cine, algunas de ellas sorprendentemente sutiles.

Es capital entender primero que durante los primeros compases tras los atentados del 11S se produjo una respuesta hiperpatriotica y abiertamente militarista por parte de una sociedad que se sentía profundamente vulnerable y herida. En muchos aspectos, esta desgracia nacional supuso una gran unidad entre diferentes sectores de la sociedad estadounidense que encontraron en el duelo por los fallecidos en aquel fatídico día y en su deseo de castigar a los responsables un terreno común. Con el tiempo, y mientras las primeras y exitosas intervenciones daban paso a un conflicto enquistado y con una complicada resolución que en nada se parecían al paseo militar que la operación Tormenta del Desierto a principios de los 90 o incluso las victorias iniciales en las invasiones de Irak y Afganistan parecían preludiar, la población estadounidense comenzaba a manifestar profundas dudas con respecto a la resolución del conflicto. Por un lado, el enorme costo en vidas humanas de soldados (así como las secuelas tanto físicas como psicológicas de muchos de los veteranos) difícilmente parecía justificar un esfuerzo bélico que cada vez parecía más fútil, mientras que por el otro, la proliferación de escándalos sobre violaciones de derechos humanos y crímenes de guerra por parte de las tropas estadounidenses (desde los casos de torturas hasta el uso de armas prohibidas como el fósforo blanco o las polémicas escuchas ilegales masivas a la población) generaron una corriente de opinión que comenzaba a ver con ojos más críticos la lucha contra el terrorismo internacional. Finalmente, el conflicto se saldaría de forma bastante anticlimática con la eliminación de Osama Bin Laden y la retirada de Irak en 2011, que se acompañaría una década después de la retirada de Afganistán, poniendo punto final a una guerra que pasó de tener un entusiasta apoyo por parte de la población a plasmarse con más pena que gloria en los libros de historia. Toda esta evolución ideológica, como es de esperar, se reflejaría en el cine de maneras muy diversas.

A raíz del 11S, hubo una eclosión de películas que defendían la intervención en Oriente Medio para luchar contra el terrorismo.

La primera fase de cine y televisión post 11S abordó de forma directa las ansiedades propias del pueblo americano con respecto al terrorismo islámico a través de series de televisión como 24 (Joel Surnow, 2001) o películas como Red de Mentiras (Ridley Scott, 2008) en las cuales se plasmaba al terrorismo integrista como una amenaza inminente para la seguridad de la población. Estos productos audiovisuales fueron sorprendentemente exitosos a la hora de capturar la fragilidad que muchos ciudadanos de EE. UU. percibían de su país frente a un nuevo tipo de enemigo que no comprendían y que suponía una amenaza a la que nunca antes se habían enfrentado. Si bien estas obras se veían en parte limitadas por el esquematismo con el que plasman los dilemas morales inherentes a la lucha contra el terrorismo, no se puede negar que en muchos casos hablamos de un cine que tiene un gran éxito capturando el sentir y el estado emocional de una gran parte de la población estadounidense. Paralelamente, los propios atentados del 11S también se vieron reflejados en la pantalla grande mediante producciones que captaban el sentimiento de unidad nacional antes mencionado. Películas como World Trade Center (Oliver Stone, 2006) o United 93 (Paul Greengrass, 2006) adaptan estos hechos mostrando una visión heroica y abnegada del ciudadano estadounidense de a pie, buscando de alguna manera rescatar la heroicidad y épica del ciudadano anónimo que encarna los valores de toda una nación. No es difícil ver en estas obras un cine que de alguna forma trata de dar un cierre a la herida colectiva que supusieron unos atentados de tal magnitud.

Por otro lado, incluso películas que trataban temas históricos se enfocan ahora desde la perspectiva de los eventos del 11S. Un ejemplo se puede encontrar en la película Munich (Steven Spielberg, 2005) la cual, si bien relata el asesinato de los atletas de Israel en las olimpiadas de 1972 por parte de un grupo terrorista palestino y la consiguiente operación del Mossad para darles caza, es innegable el profundo eco que este relato histórico tiene con respecto a los acontecimientos del World Trade Center. Algo similar puede decirse de la película Jarhead, el infierno espera (Sam Mendes, 2005) en la que el director británico recrea la Guerra del Golfo (para muchos analistas el preludio de la guerra de Irak) de una forma profundamente humana y minuciosa, nuevamente remitiéndose a la realidad contemporánea del mundo tras el 11S. En otras palabras, asistimos a una reconfiguración por parte del cine de Hollywood de la historia del s.XX desde el prisma del presentismo. Paralelamente, el renovado interés que la opinión pública mundial tenía en Oriente Medio supuso una oportunidad para el cine de estos países de obtener una visibilidad internacional que en otras circunstancias no hubiera logrado, como es el ejemplo de la película afgana Osama (Siddiq Barmak, 2003), obra que relata la vida de una niña afgana bajo el gobierno talibán.

Una opinión pública cada vez más crítica con la política antiterrorista estadounidense dio lugar a un cine profundamente crítico con el gobierno.

La aplicación de una perspectiva derivada del 11S a historias que no guardan una relación con estos eventos no es exclusiva del cine histórico, y en el mundo de las adaptaciones del cómic también se puede observar una influencia enorme de estos atentados. El ejemplo más claro de esto es sin duda la trilogía del Caballero Oscuro, en la que Nolan adapta de forma exitosa a Batman a la gran pantalla. Como es bien sabido, Nolan es un director con una notable capacidad para entender y plasmar en su cine las vicisitudes políticas y sociales del mundo que le rodea, ya sean cuestiones relacionadas con el cambio climático como en Interstellar (Christopher Nolan, 2014) y en Tenet (Christopher Nolan, 2020), el ascenso de los populismos y el descontento social tras la gran recesión como se ve en El caballero oscuro: La leyenda renace (Christopher Nolan, 2012) o el creciente poder político de las grandes corporaciones empresariales tal y como se muestra en Origen (Christopher Nolan, 2010). En las dos primeras entregas del héroe de DC, sin embargo, vemos que Nolan adapta el universo de Batman a la realidad de un EE. UU. marcado por las heridas del 11S. Así, en la primera entrega, Batman Begins (Christopher Nolan, 2005) el antagonista es un terrorista que pretende destruir una ciudad estadounidense por motivos ideológicos, para castigar a Occidente por su depravación moral (una motivación que inevitablemente remite a la propia intencionalidad del terrorismo islámico). Pero esto se torna todavía más evidente en su obra maestra de unos años después, El caballero oscuro (Christopher Nolan, 2008), considerada por muchos la mejor película de superhéroes de la historia, y en la cual se muestra a un Joker anárquico que plasma en su figura las ansiedades del pueblo estadounidense ante el terrorismo. Vemos aquí a un antagonista obsesionado con llevar el caos y la destrucción a la vida cotidiana de los habitantes de EE. UU. sin una motivación aparentemente lógica como el dinero o el poder. De esta forma, Nolan proyecta en el Joker el temor que la población estadounidense tenía ante un nuevo enemigo que no comprendía totalmente pero que era capaz de usar una combinación de atentados violentos y la apropiación de los medios de comunicación para generar miedo y llevar al shock a la población.

El cine ha sido el gran cronista de las transformaciones sociológicas y culturales que, durante veinte años, han definido uno de los procesos más relevantes de la historia reciente.

Pero si el Joker de Nolan personifica a la perfección el temor de EE. UU. hacia un enemigo violento, impredecible y capaz de atacar a cualquier persona en cualquier lugar que surge a raíz de los atentados del 11S, el director muestra su capacidad de adelantarse a su tiempo abordando a la vez otro tema en la película. En los compases finales de la misma, Batman llega a la conclusión de que la única forma de detener al Joker es a través del uso de un dispositivo de vigilancia masiva de toda la población. Si bien esta táctica se muestra efectiva, los problemas éticos de llevar a cabo tal acción surgen de manera inmediata, llevando a un final en el que Batman logra una victoria material sobre el Joker al poder reducirle pero es derrotado a nivel ético y moral dado que para ello se ve obligado a romper sus principios y convertirse en la clase de monstruo que estaba persiguiendo. Este giro de la trama es un reflejo perfecto de la crisis que surge durante ese periodo a causa de los escándalos de la vulneración de la privacidad por parte del gobierno de EE. UU. con los programas secretos de espionaje masivo entre la población así como la crisis ética que comienza a afectar a EE. UU. a medida que se descubren los casos de torturas, usos de armas ilegales y violaciones de derechos humanos en Afganistán e Irak. De esta forma, la población estadounidense se enfrenta a una crisis de conciencia, preguntándose ahora hasta qué punto ellos mismos son, en este conflicto, igual de malos o, por lo menos, moralmente cuestionables que sus enemigos. Si bien durante los primeros compases de la guerra contra el terror, las heridas todavía recientes del 11S habían hecho que la respuesta bélica tuviera una sólida aceptación entre gran parte de la población, comenzaban a escucharse en el panorama cinematográfco voces críticas con la respuesta de la administración Bush al ataque terrorista. Quizá el mejor ejemplo de estos es el documental Farenheit 11/9 (Michael Moore, 2003), una película abiertamente controvertida que deconstruía de forma crítica la manipulación por parte del gobierno de EE. UU. y la utilización política de los atentados. Quizá con más impacto que rigurosidad, la película fue un rotundo éxito y logró abrir el camino a un conjunto de cintas que empezaban a mostrarse críticas con ciertos aspectos de la lucha contra el terrorismo y que en años sucesivos serían más relevantes.

La atención internacional se centró tras el 11S en países como Afganistán, permitiendo que el cine de estos lugares (el cual reflejaba la realidad de la vida bajo los talibanes) gozara de cierta popularidad internacional.

A medida que la guerra avanzaba y que un flujo constante de soldados regresaba a casa con problemas físicos o psicológicos, la opinión pública comenzaba a preocuparse por la aparente incapacidad de los mandos militares y políticos de solucionar el conflicto de una forma definitiva. Lo que en un momento fue un acontecimiento de unión nacional, ahora comenzaba a generar fricciones entre la sociedad, pues cada vez más gente no entendía que se sacrificara a toda una generación de jóvenes por objetivos cada vez más dudosos. En este sentido, caben destacar producciones que sin cuestionar directamente la legitimidad de la intervención en Oriente Medio, sí que parecen cuestionar el liderazgo de unos mandos políticos y militares que cada vez parecen comportarse de forma más despótica e insensible con quienes verdaderamente están llevando el peso de la guerra sobre sus hombros. En este sentido, han de destacarse películas como Leones por corderos (Robert Redford, 2007), las cuales no dudan en mandar un mensaje que si bien no cuestiona la necesidad de responder al terrorismo mediante el uso de la fuerza, si duda de los métodos empleados.

En su mayor parte, este cine buscará centrarse en el precio de las secuelas que supone en esta joven generación de soldados el participar en una guerra a la que gran parte de la población mira con cada vez más pesimismo. Películas como Brothers (Hermanos) (Jim Sheridan, 2009), En el valle de Elah (Paul Haggis, 2007) o El Francotirador (Clint Eastwood, 2014) comienzan a centrar sus narrativas en el profundo trauma que la participación en este conflicto supone para unos soldados que cuando vuelven a casa es encuentran con un gobierno que les da la espalda y una sociedad que difícilmente pueden comprender los terribles sacrificios por los que han pasado. Nuevamente, estamos ante un cine que no solo no duda sino que incluso ensalza la heroicidad del soldado raso, pero que al mismo tiempo refleja su situación de abandono y desamparo y su fragilidad emocional tras verse sometidos a situaciones extremas. Observamos por lo tanto un cambio de sensibilidad en tanto que el enemigo ya no es tanto el terrorista como la propia guerra y los horrores inherentes a ella. En otras palabras, un cine de una nación que tras un periodo de exaltación se encuentra con la realidad de las consecuencias de un conflicto armado.

Pero si hay una película que retrata esto de forma magistral esa no es otra que En tierra hostil (Kathryn Bigelow, 2009), largometraje galardonado con el Óscar y que nos relata la experiencia en la guerra de una unidad de artificieros en la que un nuevo recluta, el sargento William James interpretado por un mayúsculo Jeremy Renner, comienza a perder su control mental y a exponerse a situaciones cada vez más arriesgadas mientras la locura de la guerra se va apoderando de él. Quizá lo más revelador de esta película sea su final, en el cual el protagonista regresa a EE. UU. con su familia solo para sentir que ya no encaja en ese mundo, que la vida cotidiana ha perdido el sentido para él y que si bien ha logrado abandonar la guerra, la guerra no le ha abandonado a él. Tras esto, nuestro protagonista decide volver al campo de batalla, el lugar que para él representa su verdadero hogar. Quizá uno de los finales que mejor plasma las consecuencias de la guerra que en esta época comienzan a sentirse y que generan por primera vez desde la guerra de Vietnam la producción a gran escala de películas con mensajes en mayor o menor medida antibelicistas, algo relativamente poco frecuente en el cine estadounidense.

La propia Bigelow volvería a abordar este tema unos años después con su película La noche más oscura (Zero Dark Thirty) (Kathryn Bigelow, 2012), un largometraje que aborda la investigación de la agente de la CIA Maya para dar con el paradero de Osama Bin Laden y en la que la protagonista se obsesiona con dar caza al criminal más buscado del mundo, para lo cual terminará recurriendo a torturas y métodos poco éticos como medios para el fin de proteger a su país del terrorismo internacional. Estamos por lo tanto ante un personaje que se enfrenta ante la complicada elección de sacrificar sus principios para lograr un bien mayor o no, una disyuntiva personificada en la figura del personaje interpretado por Jessica Chastain pero que viene a representar la contradicción de todo un pueblo, que se ve a sí mismo enfrentado a la realidad. Es en esta época cuando comienzan a salir a la luz determinados escándalos relacionados con torturas a prisioneros y métodos ilegales de interrogación que la película plasma sin caer nunca en el maniqueísmo. La complejidad moral de la guerra supone que la linea entre lo éticamente correcto y lo que no lo es se difumine hasta el punto que ni la protagonista, ni nosotros mismos como espectadores, ni todo un país como EE. UU., sea capaz de señalar categóricamente qué está bien o qué no lo está. Finalmente, el peso de todas estas contradicciones culmina en un desenlace agridulce en la que, sobre el papel, la protagonista logra el objetivo de dar con Bin Laden, pero a costa de sacrificar sus principios y terminar mental y emocionalmente destruida.

El cine post 11S, en un primer momento, capturó el sentimiento de vulnerabildiad y duelo del pueblo estadounidense pero también su épica y voluntad de unirse para luchar contra el enemigo común.

Al tiempo que todas estas producciones llegan a los cines, el mundo de la TV no se queda atrás, destacando series como Homeland (Howard Gordon, 2011), que nuevamente captura las ansiedades del pueblo estadounidense ante un enemigo, el terrorista, que es capaz de infiltrarse en la sociedad y llevar el peligro de los campos de batalla hasta las calles de sus vecindarios y las puertas de sus casas. Pero si hay una serie que realmente captura a la perfección la psicología del pueblo estadounidense tras la caída de las Torres Gemelas no es otra que Galáctica: Estrella de combate (Ronald D. Moore, Glen A. Larson, 2004), un remake de la serie clásica de ciencia ficción adaptado al mundo posterior al 11S. En esta adaptación, vemos a una humanidad que, tras ver a su planeta de origen arrasado por un ataque de una civilización de robots (los Cylon) que desea destruir a los humanos, deberá escapar en busca de un nuevo hogar mientras es constantemente atacada. Si bien no es secreto que el 11S inspiró al creador de la serie para su nueva visión de la historia (cosa que él mismo a reconocido numerosas veces) es innegable la precisión con la que esta obra de ciencia ficción disecciona las contradicciones y las ansiedades propias de los años de la guerra contra el terror en EE. UU. Durante la primera temporada, la linea divisoria entre protagonistas (humanos) y antagonistas (Cylon) es absolutamente clara y no hay duda sobre quién es el bueno y quién es el malo. No obstante, a medida que avanza la trama, empezaremos a descubrir que esta lista no es tan clara como nos podría parecer. Algunos humanos comienzan a convertirse en antagonistas mientras que ciertos Cylon empiezan a unirse al bando de los protagonistas, todo al tiempo que entre los humanos comienzan a surgir conflictos internos que amenazan con resquebrajar su unidad. Esta contradicción encaja perfectamente con una sociedad estadounidense que tiene que articular dos realidades aparentemente contradictorias. Por un lado, los estadounidenses están en guerra con el terrorismo integrista islámico mientras que, por el otro, en EE. UU. cada vez hay más ciudadanos provenientes de Oriente Medio que tienen la cultura y la religión del enemigo.

La angustia con respecto al riesgo que supone la inmigración y la presencia creciente de ciudadanos estadounidenses de religión musulmana es, sin duda, uno de los grandes efectos colaterales del 11S y las subsecuentes guerras. La población de EE. UU., tradicionalmente inmigrante y abierta a la diversidad, se encontraba ahora ante la disyuntiva de elegir si ver a los inmigrantes de países de Oriente Medio y a las personas estadounidenses de religión musulmana como miembros de pleno derecho de la sociedad o como quintacolumnistas enemigos esperando una oportunidad para derrocar la democracia. Los estadounidenses sentían (en muchos casos ayudados por una constante propaganda bélica fomentada desde los medios y el gobierno) que el enemigo no estaba solo en las trincheras enemigas mas también podía vivir en la casa de al lado. Si bien con la perspectiva que dan veinte años puede ser fácil la tentación de señalar con el dedo esta forma de pensar, no puede negarse que la propia morfología del terrorismo islámico fomentaba de manera lógica estos miedos, ya que hablamos de un enemigo que había demostrado ser capaz de infiltrarse en lo más profundo de la sociedad americana sin despertar ninguna alarma y atacar en la retaguardia, en la aparente seguridad de los hogares estadounidenses. Series como Galáctica: Estrella de combate abordan este tema de forma directa y sin complejos al tener el valor de transformar a sus antagonistas (que inicialmente se plantean como un enemigo fanatizado e implacable en un claro reflejo del propio terrorismo islámico) en personajes tridimensionales y humanizados que en ocasiones se ponen del lado de los humanos. Si bien al inicio de la serie existe un antagonismo basado en la construcción de la otredad (nosotros somos humanos y ellos Cylon, ergo estamos destinados a enfrentarnos a causa de nuestras diferencias inherentes) a medida que la trama avanza se nos ofrece una visión diferente, en la que la distinción de amigo/enemigo se basa en la elección individual. El enemigo ya no es nuestro enemigo por su naturaleza, sino por sus decisiones, y precisamente por sus decisiones puede llegar a dejar de ser nuestro enemigo. En otras palabras, una difuminación de la linea entre amigo y enemigo que encaja a la perfección con una realidad demográfica y sociológica en EE. UU. que cada vez se hace más compleja.

El incremento de secuelas psicológicas y físicas entre las tropas estadounidenses llevó a la producción de películas mas críticas con la guerra en Irak y Afganistán que mostraban el enorme sacrificio de los soldados.

Los conflictos sociales y el crecimiento de la xenofobia hacia personas de Oriente Medio a raíz del 11S es una realidad que se atisba en un buen número de películas de este periodo, como por ejemplo en la oscarizada Crash (Colisión) (Paul Haggis, 2004) en la cual se nos cuenta el estigma que esta población sufre injustamente. Es así como estas personas, las cuales están en EE. UU. por no otro motivo que buscar el sueño americano, sufren el rechazo de una sociedad cada vez más asustada. Un conflicto similar se refleja en la película El fundamentalista reticente (Mira Nair, 2012) protagonizada por el brillante actor Riz Ahmed y en la que se aborda de forma directa este conflicto de identidad a través de un personaje protagonista que se mueve en un mundo de lealtades dividas (un inmigrante pakistaní que desea convertirse en un bróker de Wall Street) y que ha de enfrentarse al estigma de ser una persona de un país de Oriente Medio en la América del 11S. La industria de Hollywwod, no obstante, también llevaría a la gran pantalla representaciones positivas de esta población migrante, como es el caso de la película Cometas en el cielo (Marc Foster, 2007), la cual nos muestra la odisea de unos inmigrantes afganos en EE. UU. de una forma profundamente humana y sensible.

A medida que el 11S se alejaba de la memoria, que la guerra en Oriente Medio se estancaba y que los escándalos sobre las acciones ilegales del ejército de EE. UU., las torturas y la manipulación de la opinión pública para entrar en la guerra salían a la luz, crecía entre la población un sentimiento de rechazo al conflicto. La atención del público pasaba del odio hacia los terroristas al odio hacia el propio gobierno y la clase política, y un profundo sentimiento de desconfianza hacia el poder se instalaba en la sociedad estadounidense. Películas como Green Zone: Distrito protegido (Paul Greengrass, 2010) utilizaron historias ficcionadas para llevar a la gran pantalla una denuncia a la manipulación política por parte del gobierno estadounidense para poder entrar en una guerra que parecía no conducir a ningún lado o Snowden (Oliver Stone, 2016), largometraje que reflejaba el escándalo del espionaje masivo de EE. UU. a la población y la persecución política a Edward Snowden que siguió a esos eventos. Al mismo tiempo, una nueva hornada de documentales hacían similares denuncias contando historias reales, como es el caso de Camino a Guantánamo (Michael Winterbottom, Mat Whitecross, 2006), película que narraba los abusos y las torturas a las que muchos sospechosos de terrorismo fueron sometidos en la base estadounidense, en varios casos sin que se les respetara el derecho a un juicio justo hasta mucho después de su arresto y sin que se pudiera demostrar legalmente su culpabilidad.

La relevancia cultural del 11S fue tan grande que incluso impactó a producciónes de géneros tan dispares como las películas de superhéroes o la ciencia ficción.

Recientemente, y ya con una perspectiva mucho más amplia de todos los eventos que siguieron al 11S, algunas ficciones televisivas han tratado de aglutinar diversos aspectos aparentemente contradictorios relacionados con la lucha contra el terrorismo de cara a ofrecer un panóptico más honesto de toda esta situación. Un ejemplo de esto es la brillante Guardaespaldas (Jed Mercurio, 2018), la cual nos narra la historia de David Budd, un veterano de la guerra de Irak que, a la vez que desarticula una célula terrorista islámica que planea atacar Londres, se verá envuelto en una conspiración política que expondrá las maquiavélicas intenciones del gobierno. De esta forma, la serie británica busca encontrar un termino medio entre, por un lado, criticar la oscura acción y manipulación de determinados gobiernos con respecto a la lucha contra el terrorismo mientras que, por el otro, se analiza la creciente relevancia del terrorismo islámico como una amenaza para las sociedades occidentales.

Tal como hemos visto, las dos décadas de lucha contra el terrorismo que se iniciaron tras la caída de las Torres Gemelas en 2001 y que sin duda supusieron un giro histórico mundial de las relaciones internacionales a nivel global han dejado un impacto indeleble en el cine, que como medio ha sufrido unas transformaciones y evoluciones que no hacen más que reflejar las propias transformaciones de la opinión pública. De una visión patriótica y unitaria que veía en el terrorismo islámico a un enemigo unidimensional que ponía en riesgo la sociedad del mismo modo de vida americano, se pasó a una visión más compleja y crítica del conflicto y en particular de sus consecuencias, hasta desembocar, en parte a causa del hastío en la sociedad estadounidense de un esfuerzo bélico despropocionadamente largo y del descrédito sufrido por las instituciones políticas y militares, en una serie de películas que planteaban rotundas críticas a la forma en que se planteó la lucha contra el terrorismo. Tal y como ha pasado en otros grandes momentos históricos del último siglo, el cine ha sido el gran cronista de las transformaciones sociológicas y culturales que, durante veinte años, han definido uno de los procesos más relevantes de la historia reciente.

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