La denuncia social siempre ha tenido un hueco en toda representación artística. Incluso se podría decir que forma parte intrínseca de toda creación, poniendo voz a las causas más loables —en la mayoría de los casos— y menos normalizadas. Utilizando todas las herramientas que facilita el cine, no son pocas las películas y series de televisión que han sabido teorizar sobre la realidad para tratar de mejorarla —realmente, y si somos estrictos, el punto de vista del autor siempre está presente, la equidistancia total no existe—. Las grandes películas, las que arrastran enormes batallas y muestran dolorosas realidades son las que integran dentro de su narrativa el manifiesto social, consiguiendo que funcionen tanto como obra independiente, de entidad propia, como alegoría de poder concienciador. Cuando esto no ocurre y la balanza se inclina demasiado, se puede caer en la obviedad, en la propaganda, la que utiliza la excusa de un guion para disertar sin profundidad.
Paradise Hills (Alice Waddington, 2019) no es que sea vulgar, pero sí demasiado condescendiente como para ser tenida en cuenta como alegato feminista, y muy poco estructurada como para tener valor cinematográfico intrínseco fuera de su mensaje. Cuando nos cuenta la historia de una mujer joven —Emma Roberts— que es enviada a un «centro para señoritas» donde aprenderá a comportarse como una dama sumisa ante los deseos de su pretendiente, regentado por una extraña mujer —Milla Jovovich, lo mejor de la función— que delega las funciones ejecutivas del internado en una miríada de hombres paternalistas y agresivos de métodos infames, ya sabemos desde el mismo comienzo que la sutileza no será una de sus virtudes. Muy lejos quedan imponentes obras como la miniserie Devs (Alex Garland, 2020)—un verdadero manifiesto feminista de poderoso calado filosófico— o esa pieza única que es Retrato de una mujer en llamas (Céline Sciamma, 2019) —la quintaesencia del buen gusto a la hora de hacer confluir verdadero cine y mensaje—, solo por nombrar dos expresiones culturales muy alejadas entre sí que integran en una narración fuerte el espíritu combativo y el rigor narrativo.
Paradise Hills se disfruta rápido y se mastica con facilidad. Permite adentrarse durante su hora y media en una colorida distopía alienante que, aunque poco elaborada, se mantiene en pie gracias al interesante trabajo de dirección de Alice Waddington.
En realidad, Paradise Hills, que pasó por la pasada edición del Festival de Sitges, es más interesante de lo que parece a simple vista, aunque se pierda en formas poco depuradas. Su poderío visual es innegable, sus interpretaciones solventes y la puesta en escena impactante. De haber seguido el camino de humor —como en la notable Noche de bodas (Tyler Gillett, Matt Bettinelli-Olpin, 2019)—, o haber apostado por un guion más complejo, quizá ahora estaríamos hablando de un filme de culto. Detalles como los destellos psicoanalistas —«háblame de tu madre»— o determinadas escenas —como esa que ocurre sobre un tiovivo— consiguen levantar por momentos una cinta que simplifica demasiado su discurso al infrautilizar sus referencias, que van desde La naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1971) hasta La cura del bienestar (Gore Verbinski, 2017). El libreto de Brian DeLeeuw y Nacho Vigalondo parece preocuparse demasiado por la parte estética, en que las piezas del rompecabezas sean inteligibles y fáciles de conectar, y descuida la parte más importante: que la película sea, después de todo, trascendente. Basando el drama en personajes caricaturizados —desde la joven rebelde de carácter irreductible hasta la belleza latina que de tanto triunfar y ser mangoneada acaba convertida en un juguete roto— es muy complicado despertar empatía en el espectador, que probablemente esté más preocupado del despliegue visual y el carisma innato de Milla Jovovich —que parece estar pasándoselo como nunca— y Awkwafina que del verdadero devenir de la historia.
Por encima de todo, hay que darle al César lo que es del César, y pese a lo expuesto, Paradise Hills se disfruta rápido y se mastica con facilidad. Permite adentrarse durante su hora y media en una colorida distopía alienante que, aunque poco elaborada, se mantiene en pie —tambaleante, pero en pie al fin y al cabo— gracias al interesante trabajo de dirección de Alice Waddington, que sabe manejar muy bien el tempo y tiene verdadero talento visual. Emma Roberts sostiene el peso del filme sobre sus hombros con oficio, y aunque su alegato podría haber tenido la fuerza de una tempestad y alcanzado el estatus de culto con falicidad, preferimos quedarnos con sus aciertos por encima de sus errores: el paraíso estaba en lo alto de la colina.