Hay una serie de temáticas recurrentes en el cine, pero quizá ninguna lo sea tanto como el romance, las relaciones, los afectos. El amor. Por eso lo sentimos como un lugar común, un techo bajo el que guarecernos cuando todo se complica y nace la necesidad humana de buscar cobijo. Lo más poderoso del cine, por supuesto, es la evocación: traer a tu lado una realidad ajena, que no te pertenece, y sentirla, en lo que dura ese suspiro de luces apagadas, como si fuera una parte indisociable de ti. Como si a través de los minutos compartidos con la directora, con el director, con los intérpretes, pudieras estirar la mano y tocar algo que pertenece a otra dimensión y otro tiempo. El verdadero vigor del séptimo arte emana de su competencia para crear nuevos retos intelectuales, creativos, sociales, y establecerlos, en un acto de vigencia, como si fueran los únicos que merecen, en ese preciso momento, ser tenidos en cuenta.
Céline Sciamma juega, en Retrato de una mujer en llamas (2019), esa carta de la verdad, del romanticismo puro, del cine como acto político indisoluble de su propia esencia. En su historia, nos traslada a la Francia de finales del siglo XVIII, donde una pintora recibe el encargo de realizar un retrato de bodas a una joven recién salida de un convento, instada a contraer nupcias forzosas con un hombre que no conoce. El punto de complejidad, el conflicto, va a ser que Héloïse (así se llama la futura retratada) no quiere ser inmortalizada en lienzo, pues supondría la obligación tácita de unirse en matrimonio, hecho que la colma de rabia e infelicidad. La pintora, así las cosas, deberá realizar ese cuadro sin que su modelo se percate de ello.
Retrato de una mujer en llamas tiene muchas virtudes. Una de las más potentes y menos comentadas es su capacidad para convertir en un acto de normalidad, de realismo, un despertar romántico fugaz entre dos mujeres adultas —más teniendo en cuenta el contexto—. Cuando el cine enfrenta las relaciones homosexuales, casi siempre están vestidas de un halo de excepcionalidad, insistiendo en un carácter controvertido infundado y creado únicamente para representar una idea subjetiva de la realidad —y que demasiadas veces tiene subtextos cuestionables—. Es muy difícil, por concretar, sentirse parte de una historia que enfatiza que lo que estás viendo es una dramatización, que no te va a pasar a ti, que no pertenece a tu mundo. Célinne Sciamma narra una historia real, no dependiente de convenciones de género ni sociales, y la integra en forma y fondo con las expectativas del espectador. No es condescendiente ni adopta un tono crítico fácil, y al igual que Marianne (Noémie Merlant en el papel de la pintora), construye en detrimento de la destrucción, deteniéndose en los puntos delicados y salvándolos con elegancia. Evita con particular estilo y buen gusto cuestionar la moral del espectador —un punto que debemos aplaudir con entusiasmo, pues es de extrema dificultad narrar con verdad en las manos sin caer en la tendencia infundada—, y consigue una narración fluida e hipnótica que emana directamente del material que maneja.
Adèle Haenel, junto con Noémie Merlant, componen el alma de la película. Son actuaciones deconstruidas, llevadas a un extremo físico y emocional que trasciende el concepto de verdad cinematográfica. Interpretan escenas enteras solo con la mirada, con la comisura de los labios, con las manos. Son tan dueñas de sí mismas y generan una complicidad tan tormentosa, que cuesta creer que ninguna de las dos se haya alzado con el César a mejor actriz principal —más teniendo en cuenta que ambas optaban a él—.
Como película de gran calado social, juega con los roles de género hasta el punto de llegar a subvertirlos una y otra vez. Destruye la convención del dominador y el dominado en los vínculos afectivos, el paradigma que estipula que todo intercambio romántico se erige alrededor de un reparto desigual de la autoridad.
El lenguaje visual tiene mucho peso en la película. Casi podemos ver a Marianne cargando con su propia cruz cuando sube por el acantilado con el lienzo a cuestas —en una metáfora perfecta del vía crucis—, o a Héloïse representando una versión femenina de El caminante sobre el mar de nubes, esa cúspide del romanticismo de Caspar David Friedrich. La directora pone la cámara en el punto exacto para crear un momento único con cada escena, dotando de personalidad incluso a los planos de recurso. Utiliza el fuego como un elemento clave, algo que incluso podemos leer desde el propio título: la fuerza de ese cuadro que se quema desde el corazón, la hoguera que une a su alrededor a las olvidadas, las velas que proyectan sombras tenues y cálidas. Pero también los colores y el uso exquisito del vestuario, donde contrapone el rojo, el verde, el azul en actos de pureza cromática, y atiende hasta el extremo a detalles como los bolsillos de los vestidos (Sciamma, que se enfrentó a maratonianas jornadas de documentación, puso especial énfasis en que tuvieran bolsillos, ya que poco después, en el siglo XIX, se eliminarían prácticamente de la indumentaria femenina y costaría mucho trabajo volver a introducirlos).
Deconstruye la relación entre arte y artista, cuando coloca en el mismo lugar —incluso físicamente, en unos juegos de cámara de excepción— a Marianne y a Héloïse en el momento del retrato, poniendo la tilde sobre la conexión bidireccional que se genera, de manera innata, entre la que crea y la que inspira. El cuadro, al final, es una materialización de la relación entre ambas, y a medida que avanza su intercambio emocional, evoluciona la pintura adquiriendo un valor narrativo, incluida esa poderosa metáfora en la que la condesa afirma que ella será quien decida si el cuadro es válido o no (pasando por encima de la opinión de la artista y la retratada, en un símil con el matrimonio concertado).
La música también tiene gran valor en la película, a pesar de que apenas suenan dos piezas en todo su metraje. Representando la vida, adquiere prácticamente un interés metaficcional: las protagonistas hablan de música, divagan sobre su valor estético, la honran. Cuando Marianne se sienta al clavecín y trata de dibujar en el aire el presto del Verano de Vivaldi, mientras recita con voz de poeta lo que ella ve a través de esas notas —casi como los sonetos que acompañan a Las cuatro estaciones, en una alusión directa a la música programática—; cuando suena la arrebatadora La Jeune Fille en Feu, la fascinante pieza compuesta por Para One específicamente para la película que enfrenta la vista con la mujer en llamas. El aspecto sonoro es una de las piedras angulares de la cinta —el arte, al fin y al cabo—, que sirve como catalizador emocional y cierra el arco argumental principal de un modo —en formas— parecido a como lo hiciera Krzysztof Kieślowski junto a su inseparable Zbigniew Preisner en Tres colores: Azul: con la fuerza de una tempestad de verano.
Como película de gran calado social, juega con los roles de género hasta el punto de llegar a subvertirlos una y otra vez. Destruye la convención del dominador y el dominado en los vínculos afectivos —que cae con particular virulencia sobre las relaciones homosexuales—, el paradigma que estipula que todo intercambio romántico se erige alrededor de un reparto desigual de la autoridad. Se preocupa de mantener en un plano de igualdad ética a las protagonistas durante todo el tiempo que las acompañamos —e insinúa esa misma equidad fuera de los límites de nuestra mirada como espectadores—, tratando con reverencia la adultez de sus miradas, alejándose de los infantilismos propios de otras obras menores. A veces vemos en Marianne la fuerza, otras vemos la determinación en Héloïse, pero nunca vemos desigualdad ni dominancia, lo que a la postre se acabará convirtiendo en el verdadero corazón narrativo de Retrato de una mujer en llamas: la pureza fundacional del amor en su estado más puro y desprejuiciado, el que acompaña durante lo que se alarga un parpadeo y perdura para toda la eternidad en un respirar agitado entre miradas furtivas. Célinne Sciamma ha creado un icono. Noémie Merlant ha fabricado un mito. Adèle Haenel nos ha encogido el alma.