Según determinadas voces de la mitología hebrea, Dios no habría hecho las cosas como se narra en libro del Génesis. Primero, crearía a Adán a partir del polvo, como ser único de su especie. Enfadado al ver a todos los animales del edén tener pareja, exigiría a Dios la misma suerte para él. Éste, del mismo polvo que habría dado la vida al primer hombre, moldearía a una mujer, su igual, de nombre Lilit, que sería utilizada por los siglos de los siglos como femme fatale en la tradición judeocristiana —la perdición de los hombres, la mujer demoníaca—. El asunto es que, si seguimos indagando en esta historia alternativa cuyo origen nos remontaría hasta los mitos sumerios, y que nace tal y como la enunciamos aquí como una interpretación rabínica del Génesis del Pentateuco —que extraería de la frase «Creó, pues, Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó» habitualmente interpretada como una repetición del mismo hecho que, realmente, Dios habría creado a una mujer entre Adán y Eva—, Lilit se habría negado a someterse a la voluntad de Adán, al exigirle éste ponerse debajo en el acto amatorio, argumentando ella que formaban parte del mismo polvo, abandonando el edén, invocación a Dios mediante, y dejándolo a él a la espera de que le sacaran una costilla y pudiera seguir con la fiesta.
Pues bien, la protagonista de Devs (Alex Garland, 2020) se llama Lily. Una circunstancia que podría parecer trivial de no ser porque en esta ficción nada está sujeto al arbitrio, pero que acaba aportando una línea más al enorme sudoku que propone el director y guionista. Interpretada por Sonoya Mizuno en uno de esos papeles que pueden definir una carrera —y que la actriz aprovecha en cada segundo que aparece en pantalla, convirtiendo cada movimiento de su cuerpo y cada inflexión de su cautivante voz en una experiencia en sí misma—, es imposible no caer rendido ante un personaje de profundas implicaciones que funciona tanto a nivel literal como atributivo.
La principal virtud de la serie, probablemente la más poderosa, es que propone una ciencia ficción reposada y minimalista —como ya hiciera el director en Ex Machina (2015)—, de corte humano, que explora una problemática hipotética y la convierte en el centro de un conflicto emocional e intelectual. Al final, lo satisfactorio no va a ser encontrar —o no, no lo vamos a desvelar— una solución racional y satisfactoria al conflicto científico, sino haber podido dedicar ocho capítulos a meditar sobre el brete filosófico. En un mundo determinista, predecible hasta el nivel molecular, parece obvio que el libre albedrío no sería más que una entelequia, y que por tanto una ficción que plantease este escenario debería ser precisa y convincente para que el espectador no sienta la tentación de pensar demasiado en la exactitud de los postulados expuestos. Devs consigue hacerte olvidar esa tendencia humana a buscar la solución al acertijo —muchos escudriñan al ilusionista buscando el truco fervientemente, pocos se dejan llevar por la magia— en beneficio de alcanzar un equilibrio ético y estético que relaja la razón y jalea la emoción.
Como decíamos, el personaje principal se llama Lily. Y es de ascendencia oriental. Y es una mujer. Lo que no se ve en la miniserie de Garland es tanto o más fascinante que lo que se muestra cristalino ante los ojos. Acostumbrados a determinados estereotipos de género y raciales, lo difícil es subvertirlos sin que se acabe convirtiendo en un espectáculo burdo y obvio, de escaso sedimento más allá de la complacencia inmediata. Es inspirador ver como todo fluye suave y destapa todo un mundo de nuevas sensaciones; una ciencia ficción de envergadura. Como la mujer que dejó a Adán en el paraíso, el personaje de Mizuno recuerda con cada aparición que las heroínas pueden tener el pelo corto —que pueden tener el pelo como quieran— y no ser heroínas realmente. Y que el interés romántico puede ser más que eso, y tener la hipnótica presencia de Jin Ha, el mejor partenaire masculino que una ficción pueda requerir. O tal vez, simplemente sugerir que la razón y la emoción no pertenecen a los géneros ni a las clases, sino a las personas y sus circunstancias —fuera de los esquemas el trabajo de Nick Offerman, el villano que puede tener el pelo largo y no ser un villano realmente—.
Si bien Devs aborda el determinismo causal desde un punto de vista estrictamente científico, muestra sus cartas desde el principio al contraponer ciencia y espíritu, razón y sentido.
En lo narrativo, se construye despacio. Despliega un elenco de personajes humanos, no demasiado polarizados y de carácter plausible —algo poco común en las ficciones comerciales, que usualmente se componen de personalidades extremas y definidas en base a arquetipos desmesuradamente consistentes consigo mismos, en exceso para parecer reales—, que hacen preguntarse al espectador por la legitimidad de sus actos en lugar de aceptarlos como si sus acciones fueran inviolables. La serie se puede llegar a sentir como si fuera una película particularmente larga, que no desluce en absoluto la relación del público con ella, y es de agradecer que en sus ocho capítulos dedique grandes cantidades de tiempo a explicar a sus criaturas y situar al espectador en un continuo muy poco definido en cuanto a su opinión sobre lo que está viendo.
Si bien Devs aborda el determinismo causal desde un punto de vista estrictamente científico, muestra sus cartas desde el principio al contraponer ciencia y espíritu, razón y sentido. La fragilidad del ser humano, sus motivaciones más profundas, se acaban cercando alrededor de una suerte de parábola bíblica —eso sí, irónica y descreída—, que adoptando la forma de alegoría, juguetea sobre la figura del mesías y sus seguidores, sobre la arrogancia del que se sabe poseedor de la verdad y la vulnerabilidad del que volvió solo de la guerra. A pesar de que les arrebata a los personajes —y por lo tanto a nosotros— el libre albedrío, esquiva la bala de la predictibilidad y se posiciona como una obra emocionalmente exigente. El hecho de enfrentarse a un material que disecciona la voluntad hasta reducirla a un montón —un montón particularmente monstruoso— de datos, y entregárselos todos a una máquina de apariencia mística en manos de personas con motivaciones individualistas, convierte la encrucijada moral en un evento estadístico no aleatorio: no obstante, como espectador sigues preocupado por el devenir de Lily y Jamie, de Forest y Katie, cada uno a su manera voz de una pequeña parte de la verdad, pese a que sabes —porque te lo han dicho desde el primer capítulo— que nada puede cambiar lo que está calculado que va a pasar. El determinismo, así, se enfrenta al destino, otorgando variables matemáticas a lo que de otro modo sería esoterismo.
Su principio teórico parte de lo que, en matemáticas, se conoce como el demonio de Laplace —Alex Garland no se cansa de dejar referencias veladas a la religión—. En este postulado, Pierre-Simon Laplace establece que, de conocer la ubicación exacta de cada átomo de la materia del universo, se podría predecir con exactitud el pasado y el futuro de todo cuanto la rodea. Devs se agarra a ese demonio, y lo convierte en el demonio de los hombres, al situar a cada uno de los que juegan la partida en la posición de conocer ese estado de las cosas, su pasado y su futuro, pero no poder modificarlo al formar parte del mismo material del que está hecho el universo, como una enorme e irónica falacia petitio principii de la que no se puede escapar. Como si fuera un cruel vía crucis, Garland se divierte jugando con el devenir de las cosas, y sitúa al público en la línea de fuego, prácticamente al mismo nivel de omnisciencia que la propia narración.
Así las cosas, Lily se enfrenta al determinismo, si es que es posible considerar siquiera ese concepto. Como heroína que realmente no es heroína, busca en los resquicios de la realidad algo firme que haga que la vida siga pudiendo ser considerada vida, y hallando poesía dentro de los números —recordemos que, en la ficción, es criptógrafa, alguien que busca y oculta mensajes y patrones en el lenguaje— que comprimen las alternativas hasta reducirlas a lo inevitable. Si la simulación es perfecta, no puede haber un sistema que nos haga ser útiles y humanos a la vez. Quizá la única alternativa sea saberse descendiente del polvo y escapar hacia un mundo en el que la verdad y la felicidad coexistan en un acto eterno de fe.