El cine como elemento que se estudia a sí mismo, como ejercicio metaficcional no tiene nada de nuevo. Es más, a lo largo de los años son muchos los autores que han dedicado tiempo y esfuerzo a retratar el proceso creador, las implicaciones éticas y morales que subyacen al hecho de ofrecer un punto de vista propio e intransferible. Claro que no es el objetivo de este texto divagar sobre las contradicciones en que incurre cualquier artista enfrentado a sí mismo y a sus propios miedos y prejuicios, pero no deja de ser muy interesante cómo la propia concepción del arte tiene una cantidad infinita de caras, que vienen condicionadas por los ojos que miran casi en la misma medida que por la mano que escribe; y por supuesto, la propia condición voluble de la creación, a menudo dada a la sobreinterpretación por parte de nosotros, espectadores sedientos de profundidad temática, enlaza directamente con la mayoría de conflictos dicotómicos —que realmente no lo son— que nos persiguen como seres dolientes, como elementos descoordinados que viajan hacia delante en el tiempo.
En la que podríamos calificar una película que no es posible estropear —realmente, a nadie le importa el final, ni el principio, ni apenas el conflicto intermedio; el inmenso placer está en el camino—, seguimos la conversación, que asciende a discusión y luego a algo incluso peor, de una pareja compuesta por un director de cine y una actriz —retirada pese a su juventud— con problemas con las drogas. El ejercicio fílmico, que consta de multitud de capas analizables por sí mismas, ocurre con la misma facilidad con la que uno respira, pues a pesar de cierto tono excesivamente cargado y dado al histrión —algo, por otra parte, inevitable al tratarse de una ficción de algo más de cien minutos que condensa un sinfín de estados emocionales— se eleva como una representación figurada del ego, de la necesidad de amar y ser amado, del reconocimiento y de la culpa.
En esta santa casa ya hemos comentado alguna vez sobre Hong Sang-soo y su manejo de la cotidianidad. Pues si accediéramos a un cine mucho más preciosista en lo visual y desprovisto de toda esa parquedad narrativa que caracteriza al maestro surcoreano para entrar de lleno en el terreno de las relaciones humanas y que eleva cada una de sus cintas a la categoría de obra de arte, podríamos considerar que Sam Levinson, el hijo pródigo del nuevo cine estadounidense inmensamente reconocido en la actualidad por su magnífica serie Euphoria (2019), aúna en un solo objeto fílmico la problemática de la discusión de pareja y todo lo que está por debajo de ella, así como la soberbia del creador y su destructivo y ardiente discurso. La pareja, encarnada por Zendaya y John David Washington en un tour de force interpretativo —aquellos que ya hayan disfrutado del filme espero me disculpen el chascarrillo— que escapa de las convenciones al atrapar al espectador en un ciclo ininterrumpido de búsqueda del verdadero núcleo de un problema: la belleza de cada uno de sus largos planos está enteramente justificada al representar en sí mismos cada uno de ellos una pieza, un estrato más en la cacería que uno desata sobre el otro en una amalgama de amor y odio, de exageraciones y medias verdades.
Sus diálogos mordaces, capitaneados por una corporalidad y una sexualidad latente que nunca se llega a explicitar cierran un ensayo millennial de fuerte vocación autoral que brilla por su intimidad y sus magníficas dotes cinematográficas.
Decíamos al principio que la parcialidad del punto de vista ofrece la verdadera potencia detrás de todo relato narrado. En Malcolm & Marie asistimos en todo momento a las consecuencias de un acto en principio, de decenas de eventos pasados más adelante, que siempre van a bascular en la simpatía del respetable en función de quién tenga el turno de palabra: manipulables que somos, podemos afirmar con rotundidad que Marie tiene razón, y también nos quedaríamos más que tranquilos si aseveramos que Malcolm es el que sostiene la postura más lógica. Lo cierto es que la película de Sam Levinson no está preocupada de encontrar a un ganador ni a un perdedor, sino en demostrar que los caminos que conducen a un conflicto tienen ida y vuelta: la ambigüedad emocional que explora carga las tintas en el hecho de que la realidad es siempre subjetiva, y como tal las reacciones emocionales no se pueden considerar un elemento inamovible. Mientras el personaje de Zendaya despierta una simpatía mucho más inmediata, el de John David Washington se siente como una roca punzante de empatía espesa; no obstante, como obra completa se va dejando llevar hasta alcanzar una especie de statu quo interno que obliga al espectador a abandonar el posicionamiento que pudiera haber desarrollado para abrazar la más pura indeterminación.
Subvierte, además, en pleno uso de las armas metaficcionales de las que dispone en todo momento el cineasta, el concepto del cine como elemento reivindicativo, colocando ese sentimiento de pertenencia a un grupo como el elemento catalizador para formar parte de un sistema de creencias preestablecido de antemano: esto es, considerar que un filme protagonizado por negros tiene automáticamente carga política, pasando por alto de un modo prácticamente irreflexivo que la narración subyacente pueda o no tener identidad propia más allá de elementos circunstanciales como son la raza, el género, la identidad, etc. En lo que se podría considerar un alegato contra el tokenismo más flagrante que, por desgracia, muchos creadores introducen en sus obras para justificar su desconocimiento del tema que manejan, Malcolm & Marie habla por sí sola —y de un modo particularmente divertido en determinadas ocasiones— cuando pone en boca del personaje de Washington toda esa serie de afirmaciones y preguntas retóricas sobre Spike Lee y Barry Jenkins, y le ofrece la réplica antagónica a Marie, el gran personaje de la película, el que tiene la voz más pura y las lágrimas más traslúcidas, el que destruye las convenciones y demuestra las inmensas contradicciones en que incurrimos como sociedad.
El movimiento de la cámara tiene algo casi espiritual, capaz de, con un imperceptible paneo, dar la vuelta a la verdad y la mentira y situarla en el continuo en el que nada importa. Disponiendo solo de un escenario y rodada en un magnífico blanco y negro analógico que casi recuerda a los expresionistas alemanes—como anécdota, usaron la mítica película Kodak Eastman Double-X 5222, popularizada por grandes fotógrafos como Tom Abrahamsson—, la película de Levinson dispone de todos los elementos a su alcance para hacer avanzar la narración de un modo inmisericorde: las habitaciones que se comunican, el dormitorio con ese ventanal que más que mostrar enmarca, las notas musicales de OutKast o William Bell, John David Washington comiendo macarrones con queso con la corbata por encima del hombro con ansia furibunda, Zendaya demostrando más profundidad interpretativa que miles de estrellas con el simple movimiento de sus pies. La coreografía de ira y tranquilidad, de ansiedad y explosión, de impotencia y laxitud, sirve para ejemplificar con precisión de cirujano cómo la moralidad no depende del emisor ni del receptor, sino de una media ponderada de ambos, y que las particularidades que convierten a las discusiones, las desavenencias, las discrepancias en algo único tienen tanto de experimento sociológico involuntario como de descargo de responsabilidad instintivo.
Después de todo, lo que queda tras dejarse atrapar por Malcolm & Marie es una sensación incontrolable de haber asistido a un pase privado de gran cine. Sus diálogos mordaces, capitaneados por una corporalidad y una sexualidad latente que nunca se llega a explicitar cierran un ensayo millennial de fuerte vocación autoral que brilla por su intimidad y sus magníficas dotes cinematográficas. Su mayor virtud consiste en destapar un verdadero y singular pozo de desesperación en el que introduce todo tipo de perlas temáticas —desde drogadicción, hasta salud mental, lucha de egos, parejas disfucionales, etcétera— y llevarlas hasta un punto en el que nada importa menos que su cierre: todas las preguntas que cabría hacerse están formuladas a un nivel profundamente subtextual, y las respuestas… a quién le importan las respuestas.