Revista Cintilatio
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Hong Sang-soo y la cotidianidad: entre la variación y la repetición

Entre la variación y la repetición
Hong Sang-soo y la cotidianidad
Disertamos sobre la marca de Hong Sang-soo, en la que lo terrenal se mezcla con la magia para dar un cine de sensaciones y pensamientos, en el que todo parece posible a través de conversaciones, miradas y, por supuesto, una mesa llena de soju y comida.
Por David G. Miño x | 1 junio, 2021 | Tiempo de lectura: 10 minutos

El cine siempre ha estado vinculado a lo extraordinario. Ha puesto en imágenes todo aquello que trascendía nuestra realidad diaria, imaginando otros mundos posibles —por muy improbables o alucinados que fueran— a lo largo de más de un siglo de invenciones, adelantos y trucos de magia. El gusto por lo ilusorio, lo épico, lo fantástico viene de serie con el ser humano, y si un arte es capaz de ofrecerlo, ajeno a todo prejuicio estético, qué menos que dejarlo entrar en nuestro salón para así poder viajar a otros universos sin abandonar la manta y las zapatillas de felpa. Así, pudimos contemplar el big bang, viajar al espacio, correr entre dinosaurios, sobrevivir a terremotos, montar cuadrigas, despachar samuráis y pelear con tiburones de mal carácter y peor aliento. Se diría que para todo lo demás la vida es más que suficiente; hay quien dice que no es necesario enfrentarse a lo mundano fuera de horario laboral, por lo que toda expresión de menor artificio suele aparecer como un plato no tan apetecible.

Pocos cineastas se han mostrado interesados en trascender a través de lo cotidiano, lo diario, aunque sea precisamente esto lo que nos hace humanos, espectadores presentes y no ausentes. Hong Sang-soo, como se puede adivinar llegado este punto, es uno de esos directores. Nacido en Seúl en 1960, ha recreado a lo largo de sus más de veinticinco películas, con un estilo particular y único, esas partes de la vida que no cuentan con demasiados minutos en pantalla: habla del amor, de las relaciones, de las personas que se duelen; juega como pocos con las líneas temporales —y en cómo una pequeña variación modifica la percepción de la historia al completo—, con la realidad en sí misma. A veces, desdibuja la línea entre lo que existe y lo que no, entre lo que sus personajes ven y lo que solo sienten. Desconcierta al espectador introduciendo pequeños momentos surrealistas, o al menos de vocación irreal —En la playa sola de noche (2017), Lo tuyo y tú (2016)—, que ayudan a componer una obra superior que, aunque sea bajo una apariencia intrascendente o vacía de contenido, llena de trasfondo una narración que impacta en lo instantáneo y sedimenta en el tiempo. Por otro lado, sus temáticas pueden pecar de cierta recurrencia, aunque solo en la superficie: entre sus personajes suele haber directores de cine, artistas, guionistas, personas normales y perdidas y mujeres complejas. Bajo una capa de repetición, convierte al espectador en una parte más de su narración mientras utiliza larguísimos planos estáticos donde sus criaturas hablan y disertan sobre lo humano y lo divino, sobre esto y aquello. Encuadra y reencuadra sin freno, haciendo girar el anillo de zoom como si los cortes le estorbaran, como si al cambiar de plano estuviera mintiendo o, como poco, faltando a la verdad: cuando sus actores, siempre prodigios de la interpretación —y la memoria— se enredan en los hilos de sus guiones y sus ideas, el espectador nunca sabe cuánto de eso que dicen está escrito, y cuánto improvisado sobre una idea cerrada.

Pero afinemos el tiro: la cotidianidad en el cine de Hong Sang-soo. El coreano se adentra en los elementos menos reseñables desde la praxis fílmica común y los desarrolla hasta convertirlos en centrales, no desde el artificio sino desde el estudio. Así, entendiendo esa cotidianidad como un elemento para explorar la conducta y el propio interior, accede a una línea base que separa todo lo comprensible desde el «engaño cinematográfico» y le da un valor que el espectador, desde su lado, puede interpretar y comprender. Los actos diarios, las conversaciones de bar, los silencios involuntarios en cualquier diálogo real, los temas absurdos más enfocados a rellenar un silencio incómodo que a mejorarlo, los usa con una intención narrativa que destina todos sus recursos a satisfacer una sensación, o un trasfondo, o quizá un acto psicológico inclasificable: la verdad en su cine está supeditada a la propia realidad, la que cuelga de lo que entendemos como posible pero expuesto desde el desprejuicio y la naturalidad, uno que se detiene en momentos concretos de carga intelectual y emocional pura que describe con más precisión y mejores palabras los mecanismos sociales que intervienen en los intercambios personales de sus personajes. Sirva como ejemplo uno de sus temas o situaciones recurrentes: el uso de la bebida —bendito soju— y el trueque social aparentemente inocuo para profundizar en el modus vivendi. Enfrentándose a esa realidad cotidiana tomando como punto de partida algo tan banal como una borrachera casual alrededor de una mesa llena de comida, Hong Sang-soo describe, mediante la repetición parcial, el mundo interior de sus criaturas, preocupadas de exponer con sus palabras y sus silencios, en una suerte de introspección a viva voz, impresiones o huellas que, de tan complejas y alegóricas, pertenecen con más entidad al campo de lo inefable.

La verdad en su cine está supeditada a la propia realidad, la que cuelga de lo que entendemos como posible pero expuesto desde el desprejuicio y la naturalidad.

Su estilo se ha ido, no obstante, depurando con el paso de los años y las películas, y si bien al principio lo podríamos considerar un cineasta más explícito en lo visual y más cinematográfico, entendiendo esto último como una propensión a mantener el apartado estético en una refinación más obvia, en su etapa central —quizá desde Mujer en la playa (2006) o Noche y día (2008) hasta En otro país (2012), ya atreviéndose a dar el protagonismo abiertamente a sus personajes femeninos— se ha ido convirtiendo poco a poco en una versión superlativa de sí mismo, con todo lo que ello implica: comienza a dar más crédito a sus impulsos creativos menos convencionales, y se descubre a sí mismo como el narrador de lo inenarrable, como una voz generalmente melancólica o directamente desgastada o pesimista —no se cansa de exaltar la figura literaria de la soledad frente a la condescendencia y la mentira social— que recorre todas las paradas del autodescubrimiento desde, una vez más, actos de infinita pureza semántica que jerarquizan las emociones desde la parquedad. Teniendo en cuenta que suele trabajar con un grupo bastante cerrado de intérpretes, podemos hablar de una depuración en la forma que se apoya en, de nuevo, la reiteración controlada. Este conocimiento de sus actores, a los que conoce en profundidad y explota sus cualidades y habilidades —y hasta cierto punto, sus propias personalidades— hasta el extremo, acaban integrando del mismo modo la percepción constante de lugar conocido, de recuerdo mal codificado que muta y se redefine con cada iteración: Kwon Hae-hyo, Seo Young-hwa o Ye Ji-won son algunos de los nombres propios que componen su universo, aunque llegado a este punto debemos detenernos en una actriz en concreto, la que a día de hoy es su valor seguro y con la que forma tándem profesional y personal: Kim Min-hee, probablemente (con permiso de Chun Woo-hee) una de las más precisas y delicadas actrices de Corea del Sur, que actualmente, y tras haber estado ante la lente de realizadores como Park Chan-wook o Lee Jeong-beom trabaja casi en exclusiva con Hong Sang-soo. La relación que existe entre ambos, cineasta e intérprete, ha levantado un cine infinitamente personal por variables propias hasta la categoría de género en sí mismo: los personajes que interpreta Kim Min-hee suelen convertirse de esta manera en elementos casi metaficcionales, en los que salen a relucir las vergüenzas de la sociedad que Hong Sang-soo denuncia veladamente —«los coreanos son todos unos borrachos», suele pronunciar algún personaje en sus filmes, irónico y formidable teniendo en cuenta que el propio Hong es un gran bebedor— y que, en paralelo, se sienten como vueltas de tuerca cada vez más concretas y extraordinarias de sus lugares comunes: la pareja, la feminidad, la masculinidad, que desde Ahora sí, antes no (2015) y hasta la fecha ha ido dando vueltas concéntricas cada vez más cerradas alrededor de la propia identidad social.

Es su uso del tempo el que invoca, más allá del guion o la puesta en escena, la verdadera idea que subyace detrás de todo su universo fílmico, tan conectado entre sí —por ejemplo, En la playa sola de noche (2017) con La mujer que escapó (2020)— como complementario a través de las sensaciones que recrea. Hong Sang-soo siempre vuelve a la cotidianidad, a la exploración pausada de un solo momento que se repite desde diferentes puntos de vista o con pequeñas variaciones lo suficientemente transformadoras como para rehacer por completo toda su estructura: como ejemplo paradigmático, y tal y como veíamos hace poco en el ensayo que le dedicamosLa mujer que escapó —en la que esta mutación se construía a través de tres puntos de inflexión a lo largo de su metraje en los que el cineasta iba componiendo poco a poco la identidad y la problemática detrás del personaje interpretado por Kim Min-hee—, su cine adentra al espectador en un mundo descontextualizado que levanta de la nada una serie de elementos catárticos que introducen sus premisas habituales (como veíamos, las relaciones desde lo individual, el arte desde el fracaso, la pareja desde el desamor) y elevan toda esa mundanidad —o, si preferimos, cotidianidad— hasta el momento final en el que lo visto, siempre sencillo en la superficie, parece cobrar vida propia en el recuerdo y decir muchas más cosas de las que parecían posibles en un principio.

Al final, los propios tropos de los que parte Hong Sang-soo resultan tan inéditos e inexplorados que, toda esa exposición de lo simple convertido en excelso, de lo recurrente visto desde la mutación, es posible verla con los ojos de un niño, los que se detienen en la literalidad de los actos y sus reacciones a pequeña escala, o por la contra extrayendo de cada escena un trasfondo que, aunque no venga desde el guion —el director es más de inspiraciones momentáneas y revelaciones que de textos predefinidos—, sí convierte el visionado de cada uno de sus filmes en una experiencia única que se da la mano con lo de atrás y lo de delante y va colocando de cada vez una pieza más de un puzle infinito que va dando forma a lo que ya parecía casi perfecto. La cotidianidad, así, adquiere el valor de la excepcionalidad, y no nos quedaremos tan lejos de contemplar el big bang, viajar al espacio o despachar samuráis; no estaremos en un lugar mundano ni mucho menos tosco o trivial, sino allí donde lo conocido se encuentra con lo insondable. Y podremos decir que el cine siempre ha estado vinculado a lo extraordinario, y que lo seguirá estando siempre.