Revista Cintilatio
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El hombre que amaba los platos voladores (2024) | Crítica

El humano por encima del mito
El hombre que amaba los platos voladores, de Diego Lerman
Diego Lerman se lanza a la cuasi ciencia ficción en una película que explora la vida de José de Zer, un presentador de televisión que se obsesionó con los OVNIs y que ahora el director argentino lo homenajea en la gran pantalla a modo de leyenda urbana.
Por Álvaro Campoy x | 24 octubre, 2024 | Tiempo de lectura: 6 minutos

El mito ha tenido muchas acepciones a lo largo de la historia. La primordial nació en Grecia, en el inicio de los hombres, cuando aún la filosofía ni se concebía como rama de estudio y pensadores como Aristóteles o Hipatia no habían salido del cascarón. Así, las tribus primigenias argumentaron en situaciones dantescas y figuras etéreas los males y castigos que el ser humano sobrellevaba en una tierra aún virgen. De esta forma nacieron los cíclopes o las moiras, a modo de representación de la justicia divina y el destino para que los ciudadanos de a pie tuvieran historias que contar cuando sus hijos no obedecían las normas impuestas.

Hablamos desde el ámbito siempre europeísta —como mal hábito— y enfocado ante todo antes del 1.200 A.C. —seguramente ya existían otros mitos que no eran catalogados como tal— pero las historias que han sido inventadas para que el ser humano tenga un motivo vienen desde tiempos inmemoriales. El caso es que la leyenda ha trascendido épocas, catástrofes y mentiras —siendo esta una más elaborada— para alzarse dentro de la reinterpretación contemporánea. Pero… ¿es posible que ya todo haya sido inventado? Es decir, ¿hemos dejado de crear mitos para contar simplemente historias? Esta es una de las dudas que siempre me he planteado cuando parece que en estos años que vivimos ya no hay más, no existe el allá. Y resulta que no, que todavía resisten y Diego Lerman y El hombre que amaba los platos voladores (2024) han traído una fábula a la pequeña pantalla.

No hablamos quizá de un mesías, ni de un guerrero que roba el fuego de los dioses para dárselo a los hombres. Más bien mencionamos a un tipo que fumaba tres atados de cigarrillos Parliament y bebía doce pocillos de café diarios. José de Zer, un periodista argentino que en la década de los ochenta y noventa tuvo un espacio en Nuevediario como reportero, donde entre otros reportajes, cubrió el caso más sonado en su historia televisiva: los avistamientos OVNIs en Cerro Uritorco, Córdoba. Es por ello que durante casi medio año recorriendo estos llanos acompañado de su camarógrafo «Chango», el periodista tomó varias imágenes que le hicieron ser uno de los personajes más recordados de la historia del share argentino. Pequeños puntos de luz se veían en la oscuridad, que tiempo después confirmaron que eran linternas y cerillas.

De esta manera, Lerman toma la figura de él para hablar de su persona en este nuevo largometraje que tras su última obra, El suplente (Diego Lerman, 2022), ahora llega a España de la mano de Netflix. Una película que nos aproxima al hito mediante Leonardo Sbaraglia, quien reinterpretando esta historia desde la llegada al Cerro y una experiencia cercana a la muerte, que le hace creer en el más allá, se vuelve un cóctel explosivo para las teorías conspirativas.

Leonardo Sbaraglia se mete en la piel de José de Zer.

No es que abunden los recursos cinematográficos. Ni es que tampoco sean muy destacables los efectos visuales o la música de El hombre que amaba los platos voladores —esta crítica no intenta analizar eso—. Lo que es realmente relevante aquí es cómo la narrativa se usa a favor del que la crea. Y es que si bien mencionamos al mito: ¿qué hace que esta película se diferencie a grandes rasgos de obras como son Espíritu sagrado (Chema García Ibarra, 2021) o  Historia de lo Oculto (Cristian Ponce, 2020) para crear uno como tal? Pues bien, el factor más variable reside en que Lerman está todo el rato mintiendo —a sabiendas—, así como lo hizo De Zer en su época en Córdoba. Y es que los antiguos griegos ya se inventaban leyendas conscientes de que todo el mundo entendía que la sugestión iba a ser menor al no percibir a aquellos dioses que tanto les mencionaban. Pues es muy particular saber diferenciar entra una imposición y una creencia propia.

«Puedo creer solo en lo que veo» te diría el más escéptico. Pero sin mentiras… ¿Hasta dónde habría llegado la historia del ser humano? Realmente el cine es una más de todas ellas —y créeme que eso se ve y que ha tenido a muchos creyentes detrás—, y los reportajes que en el Cerro creó este particular hombre con gafas y peinado de genio, solo alimentan su figura. Se podría corroborar que entonces el mito no es más que el ser humano exponiendo un conjunto de teorías con el fin de entretener, pero más aún, con el único fin de no desaparecer. Ese parece que era el destino de De Zer, que más que interesado por los platos voladores no identificados, quizá se impulsaba a hacer lo que hacía por no caer en el olvido, por estar en la nostalgia siempre de aquellos que prendían la televisión un miércoles noche y veían a un señor analizando el pasto quemado tan solo por un lado de una granja. Y Lerman, a la hora de hacer un tributo, creo que ha entendido esto a la perfección.

A mi memoria aún se acerca un día cuando era pequeño y un domingo noche estaba preparándome para ir a la cama, mientras en la televisión de tubo del salón empezaba a sonar aquella sinfonía con la que daba paso Cuarto Milenio de Iker Jiménez. «En el programa especial de hoy: las Caras de Bélmez», sintonizaba aquel presentador con una voz tan peculiar y que ya pertenece a la memoria colectiva española. Lo siguiente que dio paso la imagen fue a una señora que me recordaba a mi abuela, la cual señalaba con un bastón una especie de manchas en una pared de cal bastante antigua, mientras que un vecino que aparecía en la señal se reía de ella y las locuras que argumentaba. ¿Cómo iban a aparecer una serie de manchas con forma de cara en la casa de una señora de un pueblo de Jaén? ¿Acaso el mundo paranormal no tiene mejores cosas que hacer que molestar a una pobre anciana que no le hace daño a nadie en su pequeño pueblo de apenas 1.000 habitantes? Me producía una curiosidad enorme lo fortuito que era aquel caso, lo improbable que era que el destino siempre tuviera preparado lo más surrealista en los lugares más recónditos. Esa noche no dormí mirando una figura en el techo de mi habitación que me recordaba a un niño con los ojos muy abiertos. Y El hombre que amaba los platos voladores me ha traído hasta ese recuerdo, porque quizá aún sigo buscando en el techo de mi habitación caras que otros buscan en el cielo. Quizás la cosa no vaya exactamente de extraterrestres. Quizá tan solo estemos nosotros, ¿y no es suficiente con eso?