Revista Cintilatio
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Amanecer (1927) | Crítica

Perdonar al monstruo
Amanecer, de F.W. Murnau
F.W. Murnau dio forma a una película fundamental en la historia del cine por su innovadora fotografía y el interesante análisis psicológico que hace de los personajes a través de los efectos visuales, aunque su defensa del matrimonio resulta excesiva.
Por Diego Simón Rogado x | 17 noviembre, 2023 | Tiempo de lectura: 4 minutos

¿Cómo criticar un clásico cinematográfico sin caer en la repetición? Han pasado 96 años desde el estreno de Amanecer (F.W. Murnau, 1927) y, desde la distancia temporal, es posible afirmar que se trata de una obra cumbre del expresionismo y de la historia del cine por su uso vanguardista de los efectos visuales y de los travellings —aquí destaca el que se dirige hacia la escena «del crimen» de forma clandestina pasando de un plano general a uno subjetivo, poniendo en relieve la figura del director como narrador externo—. Además, es una película muda fundamental para entender la transición hacia el cine sonoro, ya que fue uno de los primeros largometrajes en sincronizar la música con los efectos de sonido —que, como plantea este texto, resultan esenciales para analizar el filme—. Pero, siendo esto suficiente para escribir un extenso libro, ¿qué más se puede añadir? Lo cierto es que el paso del tiempo permite realizar una reinterpretación social a partir de su narración y estilo. Desde la óptica contemporánea, la cinta estadounidense deriva en una defensa del matrimonio tradicional llevada al extremo, aunque sin ser excesivamente explícita, donde se castiga a la amante por su perversión y se perdona al marido por su desliz, no sin antes señalar su pecado.

Detrás de la maestra e influyente puesta en escena de Murnau, se esconde una máxima que resulta fácilmente criticable desde el pensamiento moderno: salvar el matrimonio a toda costa.

La secuencia en la iglesia, donde la pareja supera el intento de homicidio como si de un conflicto cotidiano se tratase, ejemplifica la mirada política y religiosa del filme en su tajante defensa del matrimonio.

Amanecer está dividida como un tríptico, cuyas partes se pueden identificar por la repetición de un sonido de campanas en las tres escenas de mayor carga dramática. Esta simbología religiosa remite al acto matrimonial como un tema omnipresente, al que se suman el amor, la infidelidad y la muerte. A partir del análisis de las imágenes en las que aparecen estos tres sonidos ceremoniales idénticos, es posible extraer una interpretación del conjunto de la obra. Para empezar, las primeras campanadas suenan cuando el protagonista, interpretado con una corporalidad monstruosa muy cercana al vampiro de Nosferatu (F.W. Murnau, 1922), se dispone a asesinar a su mujer. El cineasta aporta una intensidad única a esta escena a través de la parsimonia del personaje, de la tensión musical y del dramatismo del primer plano. Justo cuando se escuchan las campanas, el hombre «despierta» y se echa las manos a la cabeza en señal de arrepentimiento por haberse dejado manipular por una mujer —algo muy similar se vería años después en la escena del cazador de Blancanieves y los siete enanitos (David Hand, 1937), con la que también comparte la posterior huida del personaje femenino—. Cabe destacar que, antes de esa secuencia, Murnau se encarga de juzgar al marido por su pensamiento homicida, cuya idea en sí misma supone una violación de la moral. Esto lo presenta a través de dos recursos: uno es la superposición de imágenes, como ocurre en la escena donde la silueta de la amante abraza al hombre mientras mira a su mujer trabajando en casa. El otro es la relación entre los planos a base de cortes, ya que combina el deseo entre los amantes con la cotidianidad de la mujer cuidando a su hijo. Ambas opciones estilísticas ilustran la dicotomía pecado-moral durante toda la primera parte de la película.

En cambio, el tono del segundo acto deriva en el romanticismo y la comedia. Así, tras escenificarse el perdón de la mujer y la redención del marido, aparecen las segundas campanadas mientras la pareja sale por la puerta de una iglesia donde está teniendo lugar la ceremonia de una boda católica. Esta reconciliación, escenificada casi como un milagro, abre la puerta a un nuevo comienzo donde el matrimonio vuelve a enamorarse rompiendo su rutina. Por último, el tercer sonido de campanas recupera la ambientación neorrealista del primer acto —creada por la oscuridad, las sombras, la luz de la luna o la niebla— y deriva en una resolución que, en dos planos, ratifica la profunda defensa del matrimonio y la culpabilización de la amante. Por tanto, detrás de la maestra e influyente puesta en escena de Murnau, se esconde una máxima que resulta fácilmente criticable desde el pensamiento moderno: salvar el matrimonio a toda costa. Si para ello hay que responsabilizar a una mujer de las atrocidades del hombre para que este pueda ser perdonado, se hace. Porque el monstruo no tiene la culpa de ser como es.