La maldad es un concepto ambiguo, casi siempre sujeto a interpretaciones. Con la excepción de determinadas premisas absolutas —el propio acto de existir—, nunca podemos estar seguros de si el modo en que percibimos el mundo, integrado por ética y estética, es igual, distinto o parecido a cómo lo experimenta el prójimo. En el continuo que transcurre entre lo que está bien y lo que está mal, podemos encontrar infinidad de gamas de grises, de blancos, de negros, dispuestos a perturbar la rectitud de la la moral. En paralelo, no siempre es posible trazar una línea que divida la creencia del hecho, hasta el punto de que muchas veces los actos de fe son cualitativamente más poderosos que las evidencias. Establecer una duda razonable alrededor de una posible realidad, hace que caiga en un cuestionamiento inevitable del que solo es posible salir mediante la concreción.
En Beast (Michael Pearce, 2017) seguimos a Moll, una joven de clase alta residente en la isla de Jersey. Protagonista a los 13 años de un episodio violento, vive desde entonces bajo el yugo y la atenta mirada de su madre, única encargada de su educación y adalid de las buenas costumbres, esas que desprecian a los que preceden a su estatus social y enaltecen el correcto uso de la etiqueta y el dress code. En el día de su cumpleaños, Moll abandona su propia fiesta, molesta por el circo de apariencias y desprecios que se ha erigido con la excusa de la celebración, y se dirige directa a un bar de noche, donde después de mucho bailar y beber, y un incidente desagradable, conoce a Pascal Renouf, un joven de apariencia vulgar y ruda, incluso peligrosa, pero que desprende un halo de misterio que aviva una curiosidad irrefrenable en Moll, siempre reprimida, siempre controlada.
En Beast las apariencias engañan, y no en el sentido estético habitual. Presenta una road movie existencial, donde en lugar de emprender un viaje físico, hacemos lo propio a través de la moral y de las mentiras, de lo aceptable y de lo innombrable. Cuando conocemos a Moll, lo primero que el director nos insta a sentir por ella es pena, compasión, valiéndose para ello de una madre odiosa y manipuladora, que no nos cuesta en absoluto señalar como la culpable de todo lo malo que hay en su hija —y en el mundo—. Como matriarca al uso, hace y deshace a su antojo en una sociedad pequeña empeñada en admirarla, y todos aquellos que la rodean tienen dos opciones: o jugar su partida con sus reglas, o sufrir sus iras y humillaciones disfrazadas de maternidad ejemplar. El constructo social que analiza Beast, en una de sus múltiples lecturas, explora la convivencia y las relaciones interpersonales desde una óptica casi sectaria, y muestra las consecuencias del pensamiento grupal. Todos han de responder ante unas convenciones estrictas y predeterminadas, y todo lo que no pertenezca a la clase será considerado un elemento disruptivo que es necesario neutralizar.
El constructo social que analiza Beast, en una de sus múltiples lecturas, explora la convivencia y las relaciones interpersonales desde una óptica casi sectaria, y muestra las consecuencias del pensamiento grupal.
Lo realmente interesante de la propuesta es ese juego de dos que plantea. A medida que avanzan los minutos y la trama va adquiriendo cierto peso, vamos entrando poco a poco en la mente de Moll, en cómo percibe el mundo después de haber sido una adolescente problemática y verse recluida en su propia atmósfera. El espectador no siempre va a estar colocado en el mismo punto de la ventana, ya que dependiendo de las relaciones que entable la protagonista, del modo que tenga de enfrentarse a ellas, irá posicionándose de un modo cambiante. El mérito de esta fluctuación emocional que se extrae del visionado de Beast, está repartido entre un «guion de personajes» y una interpretación descarnada e hipnotizante, de carácter fiero y descompensado, que nace de lo más verdadero que puede ofrecer Jessie Buckley —vista recientemente en Chernobyl (Craig Mazin, 2019) o Judy (Rupert Goold, 2019)—. Sobre sus hombros, su gestualidad, su fisicidad, reposa el grueso de un filme que le debe cada segundo de metraje, en un papel complejo y de denso mundo interior.
Si bien es cierto que la cinta de Michael Pearce resulta atractiva en lo visual y narrativo, y es de calado más o menos obvio, no se puede negar la influencia de Stoker (Park Chan-wook, 2013). Ambas presentan a una protagonista inadaptada ajena, por circunstancias muy distintas, a los designios sociales. En Stoker, el personaje de Mia Wasikowska es una representación del subconsciente colectivo, del atributo latente de la vileza, de la separación entre lo incorrecto y lo mal visto; en Beast, Moll tiene los principios menos claros, y las motivaciones claramente diluidas, pero igualmente ejemplifica un modus vivendi que se desmarca de la moral y la ética, de la maldad entendida como daño social, para acabar dando vida a un personaje imperfecto y dotado de una impredecibilidad latente que fascina a los ojos del espectador. A pesar de no usar las mismas herramientas cinematográficas, ambas películas acaban dejando un poso intelectual similar, no particularmente optimista.
Los escenarios interiores, las localizaciones, forman un todo estético que complementa el mensaje de la cinta: se puede palpar la incomodidad, lo gris, a la vez que la expansiva naturaleza, lo verde. Atraviesa con mirada dura y audaz los campos, las praderas, el mar, y lo contrapone al sufrimiento, a la muerte, a la iniquidad. Cuando tratas, como espectador, de establecer algún tipo de conexión con lo que ves, es cuando te das cuenta de que esa no es la meta que pretende alcanzar Michael Pearce. El objetivo es más colocar una mirada desprejuiciada en un punto lo suficientemente apartado de los hechos como para convertirlos en algo auténtico, que se pueda sentir, pero con lo que jamás te vas a sentir demasiado identificado.
También es de justicia hacer una mención al trabajo de Johnny Flynn, voz y rostro del enigmático Pascal Renouf, que provoca y completa la trama de la cinta. La relación que se establece entre él y Moll construye las premisas básicas de Beast, a la vez que desarrolla en sus breves discursos y los intercambios con el personaje de Jessie Buckley una dualidad entre el bien y el mal. Interpretado con hieratismo o desmesura, dependiendo de la escena y poniendo sobre la mesa las interesantes capacidades del actor, está escrito sobre un renglón ambiguo. Como decíamos, la película no pretende ser leída con facilidad, y se jacta de no ser textual, y representa en el romance principal lo confuso que resulta diferenciar la verdad de la creencia. Lo fácil en este punto de la historia es creer, dejarse seducir por los encantos de uno y otro, por sus miradas, por los hechos traumáticos que los han convertido en inadaptados. ¿Es menos verdad una creencia por el hecho de ser mentira? ¿Es esa mentira lo suficientemente obvia como para invalidar una creencia? La respuesta no entiende de formalismos, y se diluye en el todo de la historia para acabar construyendo un monumento a lo inefable.
Beast es eso, una gran pregunta. Firme como la mano de un verdugo, atraviesa las expectativas de todo aquel que se enfrente a ella, y hace dudar sobre la naturaleza del ser humano, sobre la bestia que siempre palpita; hace desconfiar de la verdad como concepto absoluto, del juicio propio y ajeno. Si puede aportar algo interesante, será la capacidad de valorar la duda, y de repensar los términos en los que se construye una relación —con uno mismo y con otra persona—, y cómo la influencia del entorno y sus dogmas pueden determinar el sentido de todo lo que tocan. Al fin y al cabo, Beast es un largo camino de piedras, unos de esos que nadie quiere recorrer, pero que acaba conduciendo a un destino de excepción.