Cuando hay que enfrentarse a los propios demonios, la batalla se vuelve personal. Compleja. Mucho menos predictiva e infinitamente inmisericorde. Clavar puñales y cavar tumbas escapa de lo ajeno cuando es el propio costado el que sangra, y el propio cuerpo el que da con su carne en el fondo de la fosa, en la que no hay palabras de aliento, ni palmadas en la espalda. Solo oscuridad, la sombra de las decisiones pasadas que han construido y llenado de vigencia el dolor. Y la maternidad, la piedra angular de toda buena historia digna de su nombre, es la fuente de la que mana todo lo demás, lo bueno, lo regular, y lo malo. Lo luminoso y lo controvertido. Lo terrible, también. Maggie Gyllenhaal, a la que a partir de ahora debemos rendir cuentas por la sutileza de su mirada, por lo poético de sus vaivenes, por la fidelidad con la que trabaja sobre sus personajes y los llena de humanidad, de polémica y deliciosa naturaleza, ambivalente y fascinante a partes iguales, entrega una pieza hechizante que nunca abandona su propósito más íntimo: el de explorar hasta el último aliento a la persona que vive entre el acto maternal y la propia esencia. Olivia Colman, imperial como de costumbre, reconstruye desde los cimientos a una mujer herida que va buscando los pedazos de su historia en la soledad y que se castiga cada minuto por haber tomado una decisión, y La hija oscura le pone voz, le pone rostro, y le pone ambigüedad. El éxito de la obra de Gyllenhaal corresponde exclusivamente, amén de al uso de una forma fílmica exquisita, a la elaboración no beligerante del carácter de Leda —así se llama en la ficción el personaje de Colman—, prestando la atención necesaria a los detalles y al mundo entero que puede suponer una simple mirada.
La forma cinematográfica es, como decía, por su parte, magnífica e indisoluble del fondo del filme: la veterana directora de fotografía Hélène Louvart logra unas iluminaciones, unos fuera de campo, unos desenfoques y unos planos detalle asombrosos que convierten la película de Gyllenhaal en un rompecabezas de talante preciosista que busca a tientas tocar tanto el corazón como el cerebro de su público. A través de sus imágenes y su estética encuentra un lugar al que no se puede acceder escribiendo unas líneas como estas: se puede entender la frialdad, o la desesperación, o la impotencia del «no puedo más», o la «culpabilidad del superviviente», o el peor de los juicios, el propio. La conexión entre lo que dice y cómo lo dice es la que convierte a La hija oscura en una obra demoledora, ya que no lo juega todo a su guion, sino que se preocupa de elaborar un juego diegético que hace concordar las palabras y los significados con las coreografías y los movimientos de cámara, hasta el punto de que de la convergencia de ambos puntos se construye el prodigio relacional al que juega el filme: al vincular dos líneas temporales y hacer que uno llegue a dudar de cuál es más vigente, si el ahora que es futuro y pasado, o el pasado que es promesa de futuro y a su vez presente, la película adquiere dimensiones desconocidas.
Una obra que coloca con gusto, con atrevimiento y con elegancia una nota de sustantividad en un mundo estereotipado.
Pero esta también es, con permiso de la gran Olivia Colman, la película de Jessie Buckley y Dakota Johnson, a cada cual más delicada y sensible que la anterior en su gestualidad y entregadas al universo de sus personajes. La cineasta consigue hacer converger en una tríada femenina maravillosa todo un cosmos de dudas, de preguntas abiertas y de respuestas a medias, en el que no importa el origen de los ruegos, sino el camino que siguen por su inexactitud semántica: no importa en absoluto el atributo moral que se pueda extraer de Leda, o de Nina —el personaje de Dakota Johnson—, en tanto en cuanto que la verdadera relevancia surge de las interacciones entre ellas y consigo mismas, de la lucha por alcanzar la plenitud individual más allá de los prejuicios sociales, del estigma de la «mala madre» y todo lo que orbita alrededor de ese concepto de que la feminidad lleva de serie el desarrollo de una maternidad adaptada a lo socialmente aceptado, o esperado. Maggie Gyllenhaal, sobre el soberbio texto de Elena Ferrante, se mueve como pez en el agua demostrando infinita sutileza, dobles sentidos —lo de reanimar la muñeca «ahogada», lo de no abandonar la posición en la tumbona— y un gusto por la estética muy distinguido, en el que elabora el mundo interior lleno de demonios y dudas de sus personajes a base de excelencia narrativa, de un tremendo uso de la cámara y la composición. La directora, que no podemos olvidar que debuta aquí en el largometraje detrás de las cámaras —lo que da una muestra de su inmenso talento visual y narrativo— ha conseguido con La hija oscura poner una nota de sustantividad en un mundo estereotipado y absurdo, reclamado por políticas de género dicotomizadoras que separan el mundo en los que deben ir a la A y los que deben ir a la B, sin que haya una C ni se la espere —por no hablar del resto de letras—, y lo hace con gusto, con atrevimiento, con elegancia, con clase y con infinita inteligencia. Aunque para ello tenga que clavar puñales y cavar fosas. Aunque la batalla sea de todo menos impersonal.