Revista Cintilatio
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Infierno bajo el agua (2019) | Crítica

Serie B con alma
Infierno bajo el agua, de Alexandre Aja
Una película de acción memorable de inspiración serie B que ofrece entretenimiento de calidad. Alexandre Aja compone, con la ayuda de Kaya Scodelario, una obra muy potente que nos recuerda que el cine de dispersión también puede ser inolvidable.
Por David G. Miño x | 28 febrero, 2020 | Tiempo de lectura: 7 minutos

A lo largo de los años, hemos recibido decenas de películas de esas en las que los protagonistas, normalmente entregados a la suerte más funesta que pueda existir, se enfrentan a la naturaleza en forma de dinosaurios, gorilas, tiburones, orcas, e incluso pájaros. De entrada, no es un género que pueda invitar a la reflexión o a elevar el intelecto, pero también hay que decir que del género no depende prácticamente nada; es decir, las virtudes cinematográficas de una obra jamás van a subordinadas a la convención narrativa y estilística a la que se acoja. Tenemos cintas de acción de relevante carga filosófica —sin ir más lejos, Matrix (Lilly Wachowski y Lana Wachowski, 1999)—, y dramas de apariencia trascendental pero con escaso recorrido. Infierno bajo el agua (Alexandre Aja, 2019) viene con la complicada etiqueta bajo el brazo —por las expectativas que implica, nada más— de estar entre las favoritas del año de Quentin Tarantino. Es por todos conocido el gusto del director de Tennessee por las películas de serie B —e incluso Z—, y que guarda un rincón en su corazón para esos filmes de terror con monstruo, esos formatos setenteros que con apenas un puñado de dólares se las apañaban para crear una historia que, si bien no se las podía considerar el paradigma de lo verosímil, aportaban ese divertimento inocuo y efímero que muchas veces le exigimos al séptimo arte.

A los protagonistas les acompaña durante gran parte del metraje una perrita llamada Sugar que roba la función.

El director, Alexandre Aja —conocido por notables películas de género como Alta Tensión (2003) o Las colinas tienen ojos (2006)— entrega la que, para el que esto escribe, es su cinta más redonda, resumiendo en sus escasos ochenta y siete minutos todo un espectáculo oscuro y peligroso. Puro disfrute de acción que devuelve la fe en un tipo de cine olvidado hoy en día, ese que ofrece unas cartas al espectador y le propone una partida ágil, divertida y que no insulte su inteligencia con ínfulas de grandeza, y en el caso que nos ocupa, más fértil en contenido de lo que puede parecer en un primer momento. De hecho, consigue mezclar —y salir indemne— el cine de catástrofes y el de terror con monstruo, algo que como el propio Sam Raimi —que aquí produce— dijo, «no sé cómo no se lo ocurrió a alguien antes».

Nos encontramos en Florida —esas palmeras, esos temporales, esos caimanes—, en medio de un huracán de categoría 5 con nombre propio. Nuestra protagonista, nadadora profesional —como curiosidad, está en el equipo Gators, casi «alligator», voz inglesa para caimán—con ciertos problemas familiares, se encuentra en la tesitura de tener que ir a buscar a su padre, que no responde a las llamadas de teléfono ni a los mensajes en un momento en el que toda la zona está siendo evacuada y los coches empiezan a necesitar ancla y timón. Ella, intrépida y atlética, se echa a la carretera para cerciorarse de que su progenitor no está en peligro y satisfacer las demandas de su conciencia, de por sí misma bastante lastimada. Lo que no se imagina, es que una vez llegue a la casa en la que está su padre, el enemigo no van a ser solo las inclemencias meteorológicas, sino que se va a encontrar con un nutrido grupo de caimanes que harán todo lo posible por complicar una situación de por sí misma poco halagüeña.

Guiño a Tiburón (Steven Spielberg, 1975) durante la película.

El guion es la pieza del puzle que resulta más fácil de atacar, puesto que coloca al espectador en la posición de tener que creerse determinadas cosas que, salvo alineación de astros, sería muy poco probable que se dieran. Pero esto es serie B —con un presupuesto de 13 millones de dólares, que si lo comparamos, por ejemplo, con los 200 millones de dólares que costó la última entrega de Fast & Furious, se puede poner realmente en valor—, y tenemos que entrenar más que nunca el concepto de la suspensión de la incredulidad —eso que en cine nos insta a creer lo que nos plantean por inverosímil que parezca o sea—. Si el espectador es capaz de entrar en el juego que propone Aja y los guionistas Michael y Shawn Rasmussen, obtendrá una historia a la vieja usanza de las que perduran en el recuerdo e invitan al revisionado en esos momentos de solaz.

El grueso del filme transcurre en la casa, en la que padre e hija se enfrentarán al clima y a los peligrosos reptiles. El director hace en esta cinta todo un ejercicio de planificación, ya que a pesar de que los animales son digitales, el resto de localizaciones y el agua en la que luchan no lo son. Construyeron dentro de unas enormes naves de Serbia la casa y el barrio en que transcurre la acción, y utilizaron enormes cañones de agua y viento para simular cómo el temporal incide sobre los intérpretes. Esta circunstancia es, en términos de producción, un quebradero de cabeza de magníficas proporciones, ya que tanto los actores como el equipo de cámara tuvieron que pasar largas jornadas bajo el agua y sufriendo todo tipo de simulaciones atmosféricas de lo más desagradable.

«Con Infierno bajo el agua quería estar con los personajes y mostrar el miedo de lo que se les aproxima. Incluso la cámara trata de comportarse como lo harían los caimanes, balanceándose, teniendo este tipo de ambivalencia dentro del agua». Alexandre Aja

Pero si algo va a marcar la diferencia entre esta y otras cintas del estilo van a ser las interpretaciones y el posicionamiento estilístico del director de lado de los personajes en lugar de las criaturas. Kaya Scodelario, actriz que conocimos de adolescente en la reivindicable serie británica Skins (Jamie Brittain y Bryan Elsley, 2007), propone una interpretación física y emocional. Representando un personaje arquetípico, por lo general poco agradecido sobre el papel, nos hace pasar por todas las etapas que atraviesa Haley Keller —su nombre en la ficción—. Decidida, fuerte, emocional, carismática. Pone de manifiesto todo lo bello que existe en la feminidad potente, y es ella la que nos guía a través de esa trama de acción en la que todo lo que puede salir mal, parece salir peor.

Por otro lado está Barry Pepper, actor de increíble carácter escénico que construye un personaje que, como él mismo dijo, ha basado en parte en sus propias vivencias personales, utilizando anclas reales para atarse a su personalidad y sus motivaciones —las botas que lleva son suyas, etcétera—. La relación entre su personaje y el interpretado por Scodelario es uno de los puntos fuertes de la cinta, ofreciendo una perspectiva significativamente alejada de lo que cabría esperar. De este modo, el filme basa su idiosincrasia en la fuerza unificadora y redentora que emana de las experiencias potencialmente mortales —aunque esto no sea nada nuevo, siempre es agradable ver cómo ocurre en un contexto presumiblemente carente de todo desarrollo emocional—. No quiere decir que asistamos a una obra que pretenda entrar en la trascendencia, sino que aporta una visión menos estigmatizada por los estereotipos que otros filmes de su mismo segmento.

Protagonista casi absoluta de la cinta, Kaya Scodelario ofrece una interpretación temperamental y memorable.

La película transcurre prácticamente en tiempo real —nunca dejamos de seguir a la protagonista en su hercúleo periplo— haciendo que la narración implique más al espectador: se tiene en todo momento la sensación de no estar pasando nada por alto. Desde el propio título, es cristalina —curiosamente, en España optaron por traducir el título como Infierno bajo el agua, muy alejado del original Crawl, que significa por un lado «arrastrarse» o «gatear», y por otro, un estilo de natación. Hemos perdido una connotación clave a la vez que ganamos un título irrelevante, del que es imposible extraer nada más que lo obvio—, proponiendo exactamente lo que acaba entregando. No se me ocurren muchas películas actuales capaces de funcionar tan bien a tantos niveles como la que nos ocupa, ya que aunque parece que todo es una absoluta locura, acabas percatándote de que estás atado a la pantalla desde el mismo arranque a base de grandes imágenes y una excelente progresión narrativa. Alexandre Aja, con la indispensable ayuda de Kaya Scodelario y Barry Pepper, ha conseguido crear una obra atemporal dentro de la acción moderna, que no esconde sus referencias, y se acaba erigiendo como la cinta de género más apasionante de la temporada. Puede que Quentin Tarantino tuviera razón.