Desenterrando el cine de zombis
Los orígenes del género Z

Echamos un vistazo a la evolución del subgénero de zombis, desde la «El doctor Frankenstein» de James Whale hasta la fundacional «La noche de los muertos vivientes» de George A. Romero.

Londres, enero de 1803. El científico italiano Giovanni Aldini procede a revivir el cadáver del criminal George Foster. Aldini llevaba así hasta sus últimas consecuencias el legado de su tío, Luigi Galvini, quien había postulado la naturaleza fundamentalmente eléctrica de la vida y, por tanto, había especulado sobre la posibilidad de resucitar un cadáver mediante simples descargas. El galvanismo no fue más que otra teoría surgida a la luz del creciente materialismo y la recobrada ambición de la ciencia durante la Ilustración, y que había llegado a considerar la posibilidad de que, si el cuerpo humano no era más que una máquina, su reactivación después de la muerte era un mero problema técnico. En este contexto puede entenderse la aparición de Frankenstein de Mary Shelley (1818), como la dramatización en la ficción del éxito donde Aldini había fracasado. Al final, George Foster no había sido reanimado, y el galvanismo cayó en desgracia como otras tantas teorías del momento. Frankenstein es en ocasiones considerada como la primera novela de ciencia ficción de todos los tiempos, y también es posible atribuirle ser la primera historia de zombies, aunque esto no sería enteramente cierto. Primero, porque las especulaciones en torno a la resurrección de los muertos son tan antiguas como la misma humanidad, y segundo, porque el término «zombi», en un sentido estricto, no entraría en la imaginación popular hasta mucho tiempo después. Hoy en día es ampliamente considerada La noche de los muertos vivientes (George A. Romero, 1968), como la película que instauró casi por sí sola el género contemporáneo de zombies, y al verla es bastante evidente el por qué. Sin embargo, un largo camino condujo al muerto viviente hasta el clásico de Romero, donde muchos de los elementos que él recombinaría con tanta maestría fueron añadiéndose de manera progresiva y desigual. Lo que sigue es la historia de esa evolución.

Bela Lugosi con su zombi en La legión de los hombres sin alma.

Pero antes es preciso recordar que, como muchos otros relatos fundamentales de la cultura occidental, Frankenstein no habría pasado al imaginario de las masas de todo el mundo de no ser por la adaptación de James Whale de 1931, que no sólo nos proporcionó la imagen icónica, hoy en día indisociable, de Boris Karloff como el monstruo de Frankenstein, sino que también introdujo en la corriente de la cultura popular sus considerables avances en relación a otras fantasías en torno a la resurrección de los muertos. El cuento de Frankenstein es un relato de la hybris del científico que se arroga el poder que ancestralmente se tenía limitado a los dioses, la creación de la vida (al fin y al cabo el título completo de la novela es Frankenstein o el moderno Prometeo), y que evidentemente conduce a sombrías consecuencias, como niñas ahogadas y masas proto-fascistas armadas con antorchas y rastrillos. Aún nos encontramos lejos de los relatos contemporáneos de zombis, pero algunos de sus primeros elementos ya estaban en juego: los peligros de las transgresiones en la investigación científica y el carácter en última instancia inconsciente y animal del cadáver resucitado, con poco o ningún rastro de humanidad e individualidad.

Pero el origen del cine de zombis, al menos en su sentido clásico, suele atribuirse a La legión de los hombres sin alma (Victor Halperin, 1932), publicada un año después. La película es el primer ejemplo donde la figura del muerto viviente es relacionada con el término «zombi», que refiere en la tradición vudú a un cadáver que es devuelto a la vida por un brujo para servir como su esclavo, aunque como es el caso de la mayoría de las religiones sincréticas y heterodoxas como son las prácticas rituales afro-caribeñas, la realidad última de esta tradición o mito está ampliamente discutido. En todo caso, como en La legión de los hombres sin alma se nos muestra, la figura del zombi venía a encapsular a la perfección tanto la sombría razón de ser de las poblaciones africanas en América (esto es, el tráfico de esclavos), como las ansiedades y temores que recorrían salvajemente los años 30 en torno al alzamiento de las masas extranjeras en forma de oleadas de inmigración o revoluciones anticolonialistas. El propio Bela Lugosi, que interpreta aquí a nuestro terrible brujo vudú, encarnaría estas mismas ansiedades en la historia de otro muerto viviente clásico, Drácula (Tod Browning, 1931).

El elemento común de estas primeras películas es que los muertos vivientes están comúnmente supeditados a los mandos de un controlador sobrenatural; son por lo general una pieza más de una trama global que involucra fundamentalmente asuntos y problemas humanos.

Aunque la instauración poco después del Código Hays obligó a mitigar los elementos más escabrosos y sombríos del género, estos primeros pasos marcaron el camino del cine de zombies durante los años 30 y 40. El elemento común de estas primeras películas es que los muertos vivientes están comúnmente supeditados a los mandos de un controlador sobrenatural, y ya sea su razón de ser la transgresión científica o el descubrimiento de un poder arcano, los zombis son por lo general una pieza más de una trama general que involucra fundamentalmente asuntos y problemas humanos. Es así el caso de Los muertos andan (Michael Curtiz, 1936), una especie de soft-remake de Frankenstein con el propio Boris Karloff, donde la resurrección de un reo injustamente ejecutado se enmarca en una trama sobre conspiraciones jurídicas y corrupción política. O también en La rebelión de los zombies (Victor Halperin, 1936), película que recupera la asociación de zombis a masas extranjeras, esta vez en la jungla de Camboya, y donde un explorador pondrá bajo su mando todo un ejército de esclavos mentales tan sólo como gesto barato en un melodramático triángulo amoroso. En La rebelión de los zombies los zombis ni siquiera son muertos vivientes, sino sencillamente individuos cuya voluntad es supeditada de forma ciega y sobrenatural al control de un amo particular.

Estos temas se recombinarían en los años siguientes con mayor o menor éxito pero sin ninguna evolución reseñable, como en los ejemplos de Yo anduve con un zombie (Jacques Tourneur, 1943) o Voodoo Man (William Beadunie, 1944). Pero los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial verían el género de zombis transformado de dos formas fundamentales. En primer lugar, el ascenso de la popularidad de las películas de ovnis, encabezados por Ultimátum a la Tierra (Robert Wise, 1952) y La Tierra contra los platillos voladores (Fred F. Sears, 1956), acabaría por realizar su incursión casi inevitable en el género de los muertos vivientes. Es el caso de Invasores invisibles (Edward L. Cahn, 1959) y la infame Plan 9 del espacio exterior (Ed Wood, 1959), que cuenta con el dudoso privilegio de ser considerada por muchos como la peor película de todos los tiempos. En ambos ejemplos, aunque los muertos vivientes siguen siendo controlados por una voluntad superior (en ambos casos, la de los extraterrestres), se tratan de asociaciones tempranas del género apocalíptico, donde está en juego el destino de la Tierra en su totalidad, con la figura del zombi. Las inquietudes en torno al fin del mundo y el poder de la energía atómica, que la Segunda Guerra Mundial y la incipiente Guerra Fría habían infundido en la industria cultural hollywoodense, empiezan a formar sus primeras tentativas de la idea de un Apocalipsis zombie.

El último hombre en la Tierra se convirtió en uno de los precedentes más importantes del género.

En segundo lugar, aunque en plena relación con las ansiedades en torno al fin del mundo, el elemento que quizás determinó con mayor fuerza el destino del cine de zombis no fue una película, sino una novela, y no trataba tanto de zombis, como de vampiros. Es el caso de Soy leyenda (Richard Matheson, 1954), donde el mundo es asolado por una plaga que convierte a los humanos en seres pálidos sedientos de sangre, al modo del vampiro clásico. La novela no solo es un relato formidable de la vida después del fin del mundo, sino que reorienta algunos de los elementos antes comentados del género de muertos vivientes hacia una nueva propuesta inesperada. Soy leyenda no es sólo un retrato de una individualidad paranoica ante el ascenso de la masa descontrolada, sino que además demuestra lo que esta idea del individuo paranoico encubre: la incomprensión y la ignorancia frente a los diferentes y los marginados, contenido fundamental del estereotipo del zombiEl subtexto ya no es la inmigración y el colonialismo, sino la Guerra Fría y el movimiento por los derechos civiles. No es de extrañar, pero sí es algo decepcionante, que gran parte de este contenido social fuera omitido en la primera adaptación de la novela, El último hombre sobre la Tierra (Sidney Salkow y Ubaldo Ragona, 1964). Pero la película, protagonizada por Vincent Price, sentaría un precedente fundamental en el género. En ella están presentes ya casi todos sus elementos: el individuo desesperado pero resolutivo, el hogar como la fortaleza post-apocalíptica, la forma de masa inconsciente de no-muertos bajo el influjo de un patógeno invisible y ajeno a la voluntad y agencia humana y la destrucción de la familia tradicional como evento paralelo y casi de la misma envergadura que el fin del mundo. Lo único que faltaban eran los zombis.

Era solo cuestión de tiempo que George A. Romero, quien se había declarado admirador de la novela de Richard Matheson, tomara estas piezas y los reprodujera en su versión final y completa, La noche de los muertos vivientes (1968), donde el género ya ha sido enteramente destilado en la película que no solo es su caso fundacional, sino su mejor ejemplo. En el film de Romero los muertos regresan a la vida en forma de una masa inconsciente y abrumadora de devoradores de carne, movidos nada más que por un débil pero persistente impulso animal. Los zombis como una masa descontrolada que provoca el colapso de la civilización, así como los supervivientes como un grupo reducido de desconocidos que tienen que habérselas mediante su ingenio y voluntad de sobrevivir, son algunas de las invenciones de la película que hoy en día son tropos fundamentales del género. También inauguró Romero la tradición de que a los zombis solo se les puede neutralizar disparándoles en la cabeza, o los nuevos conflictos personales que surgen entre la voluntad interesada del individuo y la necesidad colectiva de supervivencia del grupo. El comentario social reaparece, esta vez en la forma de un protagonista afroamericano que, en los momentos finales de la película, es abatido porque es confundido por un muerto viviente. El término «zombi» no aparece en toda la película, pero cabría decir que ya no hacía falta. El género vería su popularidad en aumento durante los años setenta y ochenta gracias a la secuela de George A. Romero, Zombi (1978), o La niebla (John Carpenter, 1980), así como una curiosa vida paralela en Japón, un fuerte descenso de su popularidad durante los años noventa y un regreso (o resurrección) triunfal a la cultura mainstream en los 2000, principalmente por parte de 28 días después (Danny Boyle, 2002) y Resident Evil (Paul W. S. Anderson, 2002). Pero esa es ya otra historia.

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