Historia del cine de ciencia ficción (III)
Los años sesenta
Tras el apaciguamiento de la paranoia nuclear, la ciencia ficción audiovisual de los años sesenta vio florecer un heterogéneo escenario de diferentes tradiciones que ofreció un panorama rico y diverso y que desdibujó las fronteras previas del género.
Una historia desigual
Para muchos, la década de 1950 es considerada como la «era de oro» del cine de ciencia ficción. Esta atribución no solo pretende señalar la especial calidad de las películas de esa era, sino también, como hemos estado defendiendo en esta serie de artículos, su carácter seminal, originario. Pues más que un resurgimiento del género, que hasta entonces es difícil de definir, lo que la década de los cincuenta supuso fue la propia generación y el final establecimiento de ese género en las claves en las que hoy en día lo entendemos. Los años cincuenta son genuinamente el origen más evidente del cine de ciencia ficción actual. Si bien este juicio puede resultar excesivo, ya nos dedicamos a exponerlo y defenderlo en las dos anteriores entregas de esta serie, y sin embargo para entender de forma completa la importancia de esta «era de oro» no resulta menos efectivo echar un vistazo a lo que vino directamente después. Menos que viviendo bajo la sombra de sus predecesoras, las películas que siguieron expandiendo el género en los años sesenta hicieron uso de gran parte de los avances y de los temas que habían sido presentados hacía unos años. Sin embargo, pese a todas sus cualidades seminales, la ciencia ficción de los años cincuenta, por razones evidentes, aún estaba determinada en exceso por su propio contexto histórico y social, que en resumidas cuentas era el de los EE. UU. de las primeras etapas de la Guerra Fría.
Los años sesenta, por lo tanto, tuvieron que negociar un ensanchamiento del género y una actualización de sus premisas sin estirar demasiado sus tropos y clichés para romperlos y hacer el género irreconocible. A todo esto se suma una era de extraordinaria turbulencia social, tanto en los EE. UU. como en el resto del mundo, que hizo mutar las ansiedades y las esperanzas hacia claves que tenían pocos precedentes en la historia de la humanidad, e hizo de la década un punto de inflexión en la evolución general de los movimientos políticos y sociales de lo que quedaría de siglo. Con su mirada siempre atenta al filo de la actualidad, es normal que la historia de la ciencia ficción en esta década reflejara su complejidad, y lejos de presentar un género monolítico como había ocurrido en los años cincuenta, cuyas claves ya se estaban desgastando para finales de aquella era, los años sesenta nos presentan un panorama enormemente rico y diverso dentro de la ciencia ficción audiovisual. Bebiendo de sus referentes más inmediatos pero a su vez tratando de expandir el género más allá de lo establecido, en paralelo con los enormes avances que la ciencia ficción estaba presenciando en el mundo literario, los años sesenta representan un período increíblemente complejo, lleno de tensiones y contradicciones, movimientos opuestos en la narrativa y en el estilo y, en definitiva, toda la riqueza y la heterogeneidad de un período de transición, donde el viejo mundo de los platillos voladores no acababa de morir y el nuevo universo de la ciencia ficción cerebral y conceptual de los setenta no acababa de nacer.
Los remanentes de una era
Jane Fonda firmó una interpretación icónica como Barbarella.
Los años sesenta también consistieron, quizá, en el último momento en el que la diversidad nacional marcó el género, desplazando momentáneamente a los EE. UU. como la única industria que, si bien mantuvo un papel preponderante, tuvo que compartir escena con otras voces de procedencias diversas. Esta, como decimos, quizá fue la última vez en la que Hollywood no llevó la delantera absoluta en el ámbito de la ciencia ficción audiovisual, pero pese a todo es imposible no reconocer la clarísima influencia que el cine de ciencia ficción estadounidense de posguerra marcó en la década inmediatamente posterior. En la misma línea en la que concluimos el anterior artículo, aquí debemos empezar con las obras que siguieron directamente la tendencia hacia la parodia y la repetición, con presupuestos menguantes y calidad dudosa, que inundó los propios años sesenta de todo un delirio trash y pulp de la ciencia ficción más alocada y kitsch.
Algunos ejemplos interesantes de esta tendencia fueron The Creation of the Humanoids (Wesley Barry, 1962) y El cerebro que no quería morir (Joseph Green, 1962) y, añadiendo una curiosa clave de género, Invasion of the Star Creatures (Bruno VeSota, 1962) y Planeta sangriento (Queen of Blood) (Curtis Harrington, 1966). Estas películas continuaron con la tradición de tratar de explotar sus pequeños presupuestos con todas las extrañezas, aberraciones y momentos de genuino exploitation. Esta tendencia nos dejó algunas maravillas y joyas olvidadas, como es el caso de la fabulosa Terror en el espacio (Mario Bava, 1965). Si bien considerado hoy en día como un maestro precursor del cine de terror, la incursión de Mario Bava en la ciencia ficción nos obsequió con una película del todo extraña y atípica, que adolece de las mismas carencias en el valor de producción y en el guion que el resto de sus parientes del cine de serie B, pero que la hechizante fotografía de Bava, que representa un sugerente planeta con una extraordinaria paleta de colores, la convierten en un ejemplo a destacar entre sus contemporáneas. Por lo demás, esta vida continuada de la ciencia ficción en los espacios de la serie B y lo trash, si bien nunca se detuvo, se alargó en los años sesenta quizás más de lo que debería y no fue capaz de producir mucho más que imitaciones más o menos felices de obras por lo general superiores pertenecientes a la década anterior, si bien aquí el acento ya estaba muy lejos de la calidad y estaba claramente puesto en la diversión descerebrada de la autoconciencia y la ironía exagerada del camp.
Repleta de contradicciones y todo tipo de tendencias dispares, los años sesenta significaron para la ciencia ficción audiovisual un momento de exploración de sus propios límites y de experimentación con sus posibilidades.
La gran saturación de este cine de ciencia ficción «B» provocó que, al menos en los EE. UU. y al menos a principios de década, fueran muy pocos los intentos por favorecer una ciencia ficción más «seria». De estos casos quizá el más reconocido, si bien lejos de ser un clásico, sea el de Robinson Crusoe en Marte (Byron Haskin, 1964). Otra obra que merece toda nuestra atención es Barbarella (Roger Vadim, 1967) que, si bien reproduce gran parte del histrionismo kitsch de sus predecesoras, ofreció una icónico interpretación protagonista por parte de Jane Fonda que ha sobrepasado con creces el propio legado de la película. Lo más interesante de la película en sí, focalizado en el personaje de Fonda, es esa visión de la sexualidad femenina como una fuerza animal inagotable e invencible, devoradora y en última instancia casi asesina, que había sido representada de forma monstruosa en incontables historias de sociedades matriarcales en planetas lejanos y razas alienígenas de mujeres-bestia. Esta nueva visión de la feminidad extraterrestre resultó ser una respuesta interesante de la ciencia ficción del momento a una de las enormes fracturas sociales que se vivían en los años sesenta en los EE. UU. y en todo el mundo, entre ellas la brecha de género y la liberación sexual, y un incipiente feminismo de segunda ola que empezaba a poner en cuestión los roles de género y la constitución de la división sexual en nuestras sociedades. Con todo, estas visiones de la sexualidad monstruosa en la ciencia ficción ofrecieron tanto una vía de escape de la ansiedad por la descomposición del modelo de familia patriarcal tradicional como una liberación simbólica de espacios y posibilidades que representaban alternativas, aberrantes y utópicas, a los roles de género preestablecidos.
También es fundamental resaltar que, junto con el florecimiento de toda una era dorada de la televisión, la ciencia ficción vivió una extraordinariamente exitosa vida paralela en la pequeña pantalla. En un primer momento, el formato que gozó de mayor popularidad fue el de las series antológicas, que presentaban una historia original en cada episodio. Tal fue el caso de la legendaria La dimensión desconocida (1959-1964), la obra maestra de Rod Serling que ha sido objeto de infinidad de homenajes y hasta tres resurrecciones en eras posteriores, siendo considerada hoy en día como una de las series de televisión más importantes para la ciencia ficción y el terror audiovisual. Si bien encuadrada casi siempre en las claves de lo sobrenatural y lo desconocido, la serie tuvo sus no pocos viajes a los universos de la ciencia ficción que contaron a su vez con la ayuda reiterada de algunos de los escritores más reputados de la ciencia ficción literaria del momento, como es el caso de Richard Matheson o Robert A. Heinlein. Con un formato similar pero esta vez exclusivamente centrada en el género, Más allá del límite (1963-1964) desplegó en dos temporadas otra gran selección de capítulos originales e inventivos que ponían a disposición del gran público, en su mismo salón, un catálogo de ideas extrañas y giros conceptuales que simple y llanamente no contaba con precedentes.
Estas series episódicas bien pueden entenderse como una evolución natural del carácter iterativo y exagerado de la ciencia ficción más camp del momento a un formato donde esas ideas más locas pero también más repetitivas podían ser reunidas en un puñado de capítulos, pero es la calidad general de ambas series lo que explica su enorme impacto y su influencia en revisiones actuales del formato antológico en la ciencia ficción como son Black Mirror (Charlie Brooker, 2011) o Philip K. Dick’s Electric Dreams (2017). Pronto las series episódicas, al menos en la ciencia ficción, serían sustituidas por otras historias que se esforzarían por establecer un arco general y un mundo que era capaz de superar, por detalle y extensión, a sus homólogos de la gran pantalla. Si bien todavía herederas del carácter episódico antes mencionado, estableciendo cada capítulo como una historia más o menos autocontenida, estas series descubrieron el gigantesco potencial que existía en la relación entre la ciencia ficción y la pequeña pantalla, que si bien no podía hacer resaltar de la misma manera los efectos especiales espectaculares del cine, ofrecía una enorme oportunidad para explorar nuevos mundos con toda la extensión que se permitieran los escritores de estas series. Un fundamental pionero en este ámbito fue Perdidos en el espacio (1964-1968), que siguió durante tres temporadas las aventuras espaciales de la familia Robinson, y es imposible no recordar que, en el contexto británico, esta década vio nacer la serie más longeva de la historia del género, Doctor Who (1963-1989, 2005-…). Pero no cabe duda de que la ciencia ficción televisiva, y audiovisual en general, alcanzó todo un punto de inflexión en los años sesenta con la serie original de Star Trek (Gene Roddenberry), emitida entre 1964 y 1969.
Mucho puede decirse de los supuestos avances políticos y sociales representados por Star Trek. Multitud de comentaristas vieron en la diversa tripulación del Enterprise y la misión tolerante e inclusiva de la Federación Unida de Planetas, meramente impulsada por la exploración pero marcada por el respeto ante el diferente, la expresión de gran parte de los impulsos políticos de reconocimiento social y de experimentación política de los años sesenta, si bien muchos otros recalcan el carácter primariamente patriarcal de la tripulación, cuyos personajes femeninos aún son reducidos por lo general a estereotipos inofensivos, y su imperialismo ingenuo, que disfraza con buenas intenciones el mismo impulso cowboy de la eterna expansión ilimitada de los EE. UU. Pero más allá de su legado como comentario social y político, la influencia de Star Trek en la ciencia ficción tiene pocos ejemplos a la altura, habiéndose convertido con los años en una de las mayores franquicias del género, con hasta hoy trece películas y casi una decena de series que suman en torno a cuarenta temporadas. Si bien el origen del blockbuster puede ser atribuido a otras producciones posteriores, no cabe duda de que Star Trek fue una de las franquicias más importantes que establecieron el ecosistema de medios, merchandising, convenciones y todo tipo de productos que rodean hoy al fenómeno de las franquicias de masas. Sea cual fuera su importancia social o política, tampoco cabe duda de que la serie transportó su particular identidad sesentera a la infinidad de historias y producciones posteriores que expandieron su universo.
Las cosas se ponen serias
Los kaijūs más emblemáticos de todos los tiempos se enfrentarían por primera vez en King Kong contra Godzilla, de 1962.
Como ya hemos indicado, los años sesenta también se marcaron por una suavización momentáneo de los EE. UU. en su papel preponderante en la ciencia ficción audiovisual, que había puesto a Hollywood a la cabeza del cine de alienígenas y monstruos mutantes de los años 50 pero que, empantanado por lo general en el kitsch y la ironía, se encontraba un cierto punto muerto. Este apaciguamiento de la primacía norteamericana tiene varias explicaciones, pero habitualmente se entiende que, en la misma medida que las preocupaciones sociales y los problemas políticos mutaron en los EE. UU. de la Guerra Fría, una ciencia ficción que había nacido tan próxima a la amenaza atómica de los cincuenta perdió actualidad con rapidez. Si bien la crisis de los misiles de Cuba de 1962 supuso el punto álgido de la tensión nuclear entre los EE. UU. y la URSS, su final resolución envió el mensaje de que la destrucción mutua asegurada podía efectivamente evitarse con sensatez y negociación. Las consecuencias de esta suavización de las tensiones de la Guerra Fría se vieron reflejadas inmediatamente en el tratado de 1963 que prohibía las pruebas nucleares en la atmósfera, firmado por EE. UU. y la URSS, aplacando en parte el miedo a los efectos nocivos de la radiación que con tanta imaginación había inspirado incontables películas de ciencia ficción en los años previos.
La atención pública de los EE. UU. fue virando poco a poco de la amenaza nuclear y la supuesta inminencia de la guerra catastrófica contra la Unión Soviética hacia claves más internas, tanto en el auge del Movimiento por los Derechos Civiles como la revolución general de la contracultura y el movimiento hippie. La preocupación por una hipotética guerra con la URSS dio paso a la urgente consternación por el recrudecimiento de la intervención norteamericana en Vietnam desde su comienzo en 1965. De pronto, las claves históricas que habían dado a luz al género demostraron su propia historicidad al volverse rápidamente caducas y un género aún en su infancia sufrió por lo tanto el retraimiento y la heterogeneidad de la que hemos estado hablando. La bomba atómica ya era una cuestión de segundo plano, así como su continua iteración como motivo de ansiedad en la cultura y en el cine en el particular, que había degenerado inevitablemente en la ironía y el desparpajo, hasta el punto de que muchos comentaristas consideran la clásica sátira atómica de Stanley Kubrick ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (1964) como el síntoma del momentáneo apaciguamiento de la amenaza atómica en los EE. UU. y la decadencia paralela de la ciencia ficción como consecuencia.
Esta coyuntura facilitó la apertura del género a nuevos formatos y nuevas lenguas. Impulsados mayoritariamente por el renacimiento del género en el ámbito literario con los autores de la new wave a la cabeza, numerosos directores procedentes de contextos nacionales diferentes y, de forma mucho más significativa, pretensiones artísticas dispares a la de la industria hollywoodense, hicieron sus propias incursiones en la ciencia ficción. Un ejemplo especialmente interesante es La décima víctima (la víctima número diez) (Elio Petri, 1965), un fascinante precedente de las producciones sobre distopías futuras donde la violencia se sublima en forma de juegos mortales, en este caso en la forma de una cacería humana llena de espectáculo y peligros mortales. La película puede no pasar de una rareza curiosa, pero su particular mezcla entre una estética psicodélica desenfada y una arquitectura diáfana y posmodernista prefiguraría en gran medida la estética que inundaría la ciencia ficción de los años setenta.
También es imposible hablar de la ciencia ficción en los años sesenta sin hablar de Japón, nación que ya se había demostrado con sed de batallas espaciales e invasiones alienígenas que habían florecido en las producciones de Ishirō Honda a finales de los años cincuenta, pero que se desarrolló con el propio Honda a la cabeza en un género de kaijūs que arrasaba en popularidad. La saga de Godzilla y sus hermanos monstruosos continuó a todo gas en la década que vio aparecer a la epónima polilla gigante en Mothra (1961) y nos obsequió con clásicos del subgénero como King Kong contra Godzilla (1962) e Invasión extraterrestre (1968), las tres dirigidas por Honda.
Mientras tanto, en el ámbito de la nouvelle vague, varios de los grandes cineastas franceses de la era se atrevieran a probar suerte con la ciencia ficción. Tal es el caso de las sendas distopías de Jean-Luc Godard con Alphaville (Lemmy contra Alphaville) (1965) y de François Truffaut con Fahrenheit 451 (1966), esta última basada en la novela de Ray Bradbury del mismo nombre, así como Te quiero, te quiero (Alain Resnais, 1968). Un ejemplo de especial influencia procedente del ámbito francés fue el mediometraje experimental de Chris Marker El muelle (La Jetée) (1962), donde la voz de un narrador sobre una secuencia de imágenes en blanco y negro cuenta la historia de un viajero en el tiempo que, por perseguir a su amor, acaba encontrando su muerte en el pasado, la cual había presenciado él mismo de niño. Si la trama suena familiar, es porque fue adaptada por Terry Gilliam en su clásico de los años noventa 12 monos (1995). Cabe destacar que Fahrenheit 451 de Truffaut es también otro ejemplo más de una tendencia generalizada de la época, que consistió en buscar en el panorama literario, inmerso en la renovación que ya hemos comentado, nueva inspiración para adaptar a la gran pantalla.
Si bien no se trata de ninguna tendencia enteramente nueva, numerosos clásicos literarios del género fueron adaptados al cine durante los años sesenta, con reseñables resultados. En el contexto británico, por ejemplo, la excelente adaptación de La máquina del tiempo de H. G. Wells con El tiempo en sus manos (George Pal, 1960), así como la recreación de Los cuclillos de Midwich de John Wyndham en la forma de El pueblo de los malditos (Wolf Rilla, 1960), una escalofriante fábula apocalíptica sobre una invasión extraterrestre en forma de una nueva generación de niños que nacen con poderes aumentados y una inteligencia claramente alienígena. De todas estas adaptaciones cabe destacar la hoy en día tristemente olvidada El último hombre sobre la Tierra (Soy leyenda) (Ubaldo Ragona y Sidney Salkow, 1964), la cual, con un formidable Vincent Price a la cabeza, adaptó de forma exitosa la clásica novela de Richard Matheson Soy leyenda (1954). Si bien es necesario apuntar que la película reduce un tanto el mensaje más o menos explícito de la novela, que comentaba directamente sobre las tensiones raciales en los EE. UU. al representar a un «otro», una raza de vampiros que ha asolado la Tierra y tomado el control tras la desaparición de los humanos, como una civilización naciente injustamente demonizada por el protagonista, quien se percibe a sí mismo como el último humano en el planeta. Lo que es una lectura superficial en la novela en la peli se queda en mero matiz, pero esto ya es mucho decir en una industria, la cinematográfica, donde las tensiones raciales, en plena turbulencia en los años sesenta, no transpiraron de la misma forma que por ejemplo lo hicieron las transformaciones en los roles de género. No es casualidad sin embargo otro clásico inmortal de la ciencia ficción y del terror de la época, La noche de los muertos vivientes (George A. Romero, 1968), fuese de las pocas que contenía un mensaje social mucho más evidente en su conexión con las tensiones raciales del momento y que el género del que se la considera el primer ejemplo, el de los zombis, estuviera ante todo inspirado por la novela de Matheson y la película de Vincent Price, la cual puede ser considerada como la legítima primera película de zombis de no ser porque, en lugar de muertos vivientes, los «otros» a los que se enfrenta su protagonista presentan las características de los vampiros. La conexión del género Z con las cuestiones del racismo y el reconocimiento mutuo estaban ya presentes en su origen, que no por casualidad se produjo en una de las eras de mayor conquista de derechos civiles por parte de los afroamericanos en EE. UU.
La noche de los muertos vivientes de George A. Romero inauguró uno de los subgéneros más importantes en la ciencia ficción.
A pesar de contar con tan excelsos competidores, no cabe duda de que la adaptación literaria de esta era cuya influencia más se ha notado hasta nuestros días es El planeta de los simios (Franklin J. Schaffner, 1968), inspirada en la novela francesa de Pierre Boulle del mismo nombre. Esta legendaria superproducción, que contó con un emblemático Charlton Heston a la cabeza, fue la primera gran apuesta directa desde la industria norteamericana por una producción de mayor calibre y pretensiones, que limpió de un plumazo las estancadas derivaciones del camp y la ironía que habían exprimido la ciencia ficción audiovisual de la era. Inspirando cuatro secuelas casi inmediatas, El planeta de los simios, cuyo comentario político tampoco es demasiado sutil, no consistió solo en la demostración de que la ciencia ficción podía estar de nuevo a la altura de sus tiempos de una forma seria a la par que entretenida, sino que los estudios podían invertir enormes sumas de dinero con abundantes resultados si seguían la lógica de la franquicia y el blockbuster, al que aún le quedaban unos años para despertar en toda su gloria. Sin embargo, El planeta de los simios fue uno de los primeros ejemplos más exitosos de ese mundo que estaba por nacer. Pero el pistoletazo de salida lo dio otro clásico inmortal de la década, la que es quizás la película de ciencia ficción más conocida y admirada de todos los tiempos.
Un renacimiento cósmico
Otro proceso histórico que es indisociable de la evolución de la ciencia ficción, tanto en las páginas como en las pantallas, fue la carrera espacial. Desde el lanzamiento del Sputnik I en 1957 y el vuelo de Yuri Gagarin en 1961, la ansiedad de los EE. UU. sobre la primacía espacial soviética había llevado a Kennedy a asegurar que su nación pondría un hombre en la luna antes del final de la década. Si bien el alunizaje del Apolo 11 en julio de 1969 llegó justo a tiempo para no poder hacer sentir su influencia en la cultura de los años sesenta, la posibilidad cada vez más real del viaje espacial inspiró numerosas producciones que trataban de ofrecer una mirada más realista al viaje espacial que las clásicas películas de exploración espacial de la década anterior, ahora que la ciencia había puesto las primeras bases fehacientes de la posibilidad de la vida humana en el espacio. En este contexto un precedente importante es la película checa IKARIE XB 1 (Viaje al fin del universo) (Jindřich Polák, 1963), adaptación también de una novela del escritor polaco Stanisław Lem.
Pero la tarea de tratar no solo de hacer una película sobre el viaje espacial que resultase realista, sino que tratara de forma directa los colosales temas en torno al lugar del ser humano en el universo que esa posibilidad despertaba de formas novedosas, recayó sobre las espadas de Stanley Kubrick con su 2001: Una odisea del espacio (1968), cuya historia fue creada junto con el reputado novelista Arthur C. Clarke. La que es habitualmente considerada como una de las mejores películas de todos los tiempos, 2001: Una odisea del espacio fue también una extraordinaria producción de ciencia ficción, espectacular en lo visual, certera en su comentario social y profunda en sus diversas meditaciones filosóficas, que llegó al género en el momento adecuado, cuando su coherencia interna estaba punto de desmoronarse, para reactualizarlo y lanzar toda una era de ciencia ficción cerebral y fría, conceptual y experimental, que floreció en la década posterior. Si bien puede atribuirse a Kubrick la «muerte» de la ciencia ficción de los años cincuenta con su ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú de 1964, puede decirse también que infundió al género de una nueva vida en 1968, matando primero a ese mundo que no quería morir y haciendo nacer después al nuevo, al igual que el feto cósmico que flota frente a la Tierra en la última escena de su colosal película.
Repleta de contradicciones y todo tipo de tendencias dispares, los años sesenta significaron para la ciencia ficción audiovisual un momento de exploración de sus propios límites y de experimentación con sus posibilidades, de lo que pudo ser un género que murió en su contexto histórico particular (como en parte le pasó al noir) sino en uno de los más celebrados y prolíficos de todos los tiempos. En esta década un tanto extraña se dan encuentro los remanentes de la paranoia nuclear de la década anterior, el auge del cine de kaijūs en Japón, las incursiones de la nouvelle vague en el género distópico, y las superproducciones de final de década con El planeta de los simios y 2001: Una odisea del espacio capitaneando una nueva era para el género del que rápidamente se instauraron como clásicos inmortales. Lo que vendría después no fue una reducción de la experimentación sino su redoblamiento, en un cine de ciencia ficción que coincide en ser casi todo enormemente extraño y cerebral, surfeando la ola de la revolución general que se estaba dando en Hollywood desde el fin de los años sesenta, para desembocar en la explosión del blockbuster al final de los setenta, una historia que no habría sido posible sin los pioneros que atravesaron el extraño y espinoso universo de la década anterior.