Abbas Kiarostami argumentaba que, como espectador, siempre iba a enfocarse en un cine que le aburriera antes que en uno que intentase conmoverle. Un espacio que, si bien parece funcional para las masas, para el director iraní suponía una ofensa propia: «Las mejores películas que he visto en una sala de cine son en las que me he dormido y, tras terminar, he pasado horas y horas pensando en ellas. Todo ese sueño que me dieron durante su visionado fue el que luego no tuve en las noches en vela pensando en lo que significaban». Este ha sido mi caso al encontrarme con Mimang, una película coreana estrenada en 2023 y dirigida por Kim Tae-yang.
La historia sigue los encuentros fortuitos de dos personajes en Seúl. Un chico y una chica, antiguos compañeros de escuela que, en plena entrada a la adultez, caminan por las calles para retomar el contacto, hablando de los monumentos y edificios, de colegas en común y pasiones entrelazadas. Tras ello, el chico se despide camino a recoger a su pareja. Este casual nexo del pasado de ambos no será el único, pues vuelven a coincidir nuevamente con el paso de los años. De esta manera, lo que parece una simple casualidad termina por convertirse en una pequeña sintonía de dos individuos que parecen atados por un hilo del destino. Un hilo rojo, como el que usa Alice Rohrwacher en La quimera (2023), el cual representa que dos personas que se aman siempre van a estar unidas por ese lazo que atraviesa incluso la muerte. En este caso, Kim Tae-yang habla de esas relaciones certeras y de calidad que muchas veces se dan, las imaginamos y nunca terminan en nada. Algo así como el que cree estar destinado a algo hasta que se da cuenta de que a lo único certeramente abocado es al vacío que da el morirse.
Con una sintonía más optimista, el director rebusca en el hábitat de las calles, desglosando la antropología y diseccionando las relaciones humanas de manera longitudinal. Un estudio claro de dos personas que parecen haber estado enamoradas en algún instante pasado y que, además de vivir la tediosa rutina, también tienen que afrontar la duda de la imposibilidad. Algo que ya investigaron otros como Víctor Erice en El Sur (1983) y que duele como una espada ardiendo en el costado.
Huye de esa comercialidad occidental tan marcada en nuestro cine para hacernos entender que el destino no nos trata en muchas ocasiones como nosotros esperamos.

En cuanto a la forma de hacerlo, la técnica tiene mucho que ver con la temática y la narración —hablamos de cine coreano, obviamente esto tenía que ocurrir—. El distanciamiento exacto que toma el director con la historia de sus personajes expone la cámara como un transeúnte más que espía la conexión de ambos desde la otra acera. Lejanía para una interacción próxima; delante de la pantalla podemos ver taxis pasar, personas caminar y, en definitiva, la vida de la calle surgiendo delante de la ficción. El día es luz natural y la noche se convierte en neón, como particularmente se muestra la capital coreana cuando cae el manto estrellado sobre ella —también hay mucho aquí del taiwanés Tsai Ming-liang y su Days (2020)—.
Recordando quizás a la película china Dwelling in the Fuchun Mountains (2019) de Gu Xiaogang, este largometraje demuestra una vez más que, pese a lo remoto del choque cultural, en lo que pasa de manera distante también se puede encontrar la magia, el calor y la empatía. Es el caso de este título que acerca, que trae al espectador al borde de la butaca para mirar mejor y que aburre, que aburre muchísimo.
Porque sí, Abbas Kiarostami posiblemente se hubiera dormido viendo Mimang. Y eso, a mi gusto, es una buena señal. Pues, al fin y al cabo, la cámara ve pasear a dos personas que hablan de cosas insustanciales de su vida y que en nada implican al espectador. Situaciones monótonas, repetitivas en su caso y como un ejercicio en bucle de tratar el mismo asunto, solo atravesadas por el tiempo. Porque sí, el factor más importante de la noción artística de esta película es ver transcurrir las horas en las manecillas del reloj y con ellas la evolución de los individuos con el «tic-tac». Cuatro años tardaron en rodarla y se nota que es un aspecto fundamental en ella.
Una esencia pausada y preciosista. Será amada por muchos y odiada por más. Entiendo Mimang como un largometraje no convencional, que en esencia podría tener toques de Vidas pasadas (Celine Song, 2023), pero que no se acerca a convencionalismos estadounidenses. Quizás huya de esa comercialidad occidental tan marcada en nuestro cine para hacernos entender que el destino, como bien sabía ya Wong Kar-wai en su Deseando amar (2000), no nos trata en muchas ocasiones como nosotros esperamos. El destino a veces es una pérdida que hay que saber afrontar.
