La cumbre de la contemplación, el éxtasis visual convertido en poesía fílmica. La realización críptica y desprovista de artificio, un monumento a la espera y la recompensa. Tsai Ming-liang, un cineasta que poco a poco ha ido depurando su estilo desde aquella maravillosa Rebeldes del dios Neón (1992) hasta alcanzar una cima indescriptible, no sabemos si de la narración o todo lo contrario, hace resonar con cada largo plano de esta Rizi (Days) los ecos de toda una vida, convierte los silencios en gritos ahogados y las pausas interminables que observan a través de una vida que solo existe en los momentos en que nadie mira en puro fuego. Como obra de ficción sujeta a las pautas de lo tangible, quizá sea su filme más libre en forma y atrayente en discurso, si bien su radicalidad la convierte en una película que no disfrutarán todos los paladares por igual: sin diálogos, con apenas cincuenta cortes en algo más de dos horas de metraje y llena de una extraña belleza urbana lenta y dolorida. Pero si la falta de acción o una historia realmente definida no intimida al espectador, lo más probable es que la experiencia que propone el cineasta malayo sepa conectar con las entrañas sin apenas demostrar esfuerzo, como si fuera fácil provocar el mundo entero sin faltar a la poesía total.
Como es de esperar, uno de los dos protagonistas de la obra es Lee Kang-sheng, un actor que ha aparecido en todas las películas de ficción de Tsai Ming-liang convirtiéndose en marca de la casa, en un elemento más del paisaje. Aquejado de un extraño dolor que le consume los días, mirará por la ventana buscando algo en la lluvia que cae, siempre tratando de encontrar una salida a un dolor que no será solo físico, en ningún momento. Por otro lado, un joven, con su vida solitaria y dada al trabajo, que prepara cocina tradicional para ganarse el jornal. Del encuentro de estos dos hombres, y del que surgirá una escena de belleza infinita llevada a fuego lento hasta convertirla en una cima del amor solitario —esa caja de música que, en un guiño maravilloso, entona el Terry’s Theme de Candilejas (Charles Chaplin, 1952) como recordando al maestro del cine mudo— saldremos con el alma un poco más encogida por la desnudez que representa, la vulnerabilidad abandonada de dos hombres que protagonizan un encuentro en el que las palabras son superfluas, y que depende del fuego y de la emoción, nunca de lo trivial del sonido que se puede convertir en mentira con solo un giro. Absolutamente inasible por su sinceridad, Rizi (Days) no está compuesta para narrar algo, sino para simbolizar una unión invisible que despierta una calma literaria, una paz soñadora que no es concreta en su exposición y está definida para evocar lo que no se puede decir con palabras.
La convergencia en la obra de Tsai Ming-liang de lo indescriptible con lo recóndito bien vale disfrutar de su silencio para aprender a escuchar el ruido que deja tras de sí.
Así, en medio de los extensos planos en los que no pasa nada, porque no hay nada que tenga que pasar, el cineasta nos lleva hasta el punto en el que confluye lo que viene de atrás con lo que sucederá después, y coloca sus (nuestros) ojos en los silencios que nadie estaría dispuesto a recoger y convertir en cine. Como si las historias que todos conocemos estuvieran contadas desde el lado del que espera y no del que actúa, como si lo que no se dice tuviera más importancia que lo que llena páginas y más páginas de guion: las palabras. Al final, como decíamos, Tsai Ming-liang, que parece estar cada vez más cerca de su propia maestría, filma la nada para convertirla en el todo, y reduce a imágenes lo que nunca podría haber sido considerado una sensación transmisible de no ser por películas como esta. El tiempo que pasamos en nuestro día a día escuchando el sonido de los coches, los alaridos urbanos de la jungla de asfalto en que vivimos la mayoría, se suceden en Rizi (Days) como un recordatorio constante de que la realidad va por dentro, como la mirada fija y despierta bajo las sábanas, como la lluvia que se desliza por un ventanal ante una vida estática, como el amor pagado pero sincero que emana de una unión pasajera que no necesita verbos para alcanzar la pureza. La convergencia en la obra de Tsai Ming-liang de lo indescriptible con lo recóndito bien vale disfrutar de su silencio para aprender a escuchar el ruido que deja tras de sí, aunque no sea sobre el amor inmortal de dos amantes negados, ni necesite de la tragedia para vivir para siempre.