Rocky: transformando la película deportiva
Retales de Filadelfia y coreografías deportivas
Llevamos cuarenta años con la influencia de un guion de Stallone pasándonos por delante de las narices. ¿En qué lo podemos notar?
Estamos en 1977. Esta noche se emite la 49ª gala de los Óscar. Nos apiñamos frente al televisor. Los contendientes son fuertes. Robert DeNiro y su hoy mítica Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976) están entre los favoritos. Todos los hombres del presidente (Alan J. Pakula, 1976) llega con ocho nominaciones. La fuga de Logan (Michael Anderson, 1976) nos ha dejado pensativos y tal vez riéndonos un poco entre dientes. Network, un mundo implacable (Sidney Lumet, 1976) cuenta con un enorme apoyo de la crítica. El refrito número dos de Ha nacido una estrella (Frank Pierson, 1976) también pasa por ahí. Entre estos y otros grandes llega una humilde película de autor escrita y protagonizada por un desconocido Sylvester Stallone. Acumula nada menos que diez nominaciones. De estas se lleva tres, pero… ¡qué tres! Mejor película, mejor dirección y mejor montaje. Esta última es más significativa de lo que el público de la época podía imaginar, ya que las imágenes del boxeador atravesando Filadelfia y las de su histórico combate contra el campeón de los pesos pesados causarían la transformación de la película deportiva y de las secuencias de entrenamiento en general.
Que Filadelfia sea el escenario del ascenso del «semental italiano» no es una coincidencia. Rocky (John G. Avildsen, 1976) se rodó en el segundo centenario de la Declaración de Independencia de los EE. UU., y la ciudad del amor fraternal es uno de los mayores símbolos de la nación americana y de la victoria contra un enemigo superior. Esta narrativa de la primera capital estadounidense es paralela a la trama de Rocky, donde el protagonista hace uso de sacrificio, ingenio y tenacidad para llegar a donde nunca soñó.
La famosa culminación de la secuencia de entrenamiento, sobre las escaleras del Museo de Arte de Filadelfia, representa la idea principal que Stallone plasma en la película: que un «Don Nadie» puede llegar a ser un campeón con autodeterminación y sacrificio.
El propio Apollo Creed nota la importancia de ir al encuentro de su rival en Filadelfia cuando amenaza con la metáfora de alargar la grieta de la Campana de la Libertad. Este icono de la ciudad funcionó durante décadas y es hoy una atracción turística, además de uno de los más reverenciados símbolos de la independencia de los EE. UU. Pero Rocky no depende de imágenes tan obvias para complementar su historia, sino que apoya su narrativa en la personalidad visual de la Filadelfia del ciudadano de a pie. Al contrario que en otras películas de la época, donde el individuo es la lente a través de la que miramos a una época o un lugar, en Rocky el lugar, el tiempo y la gente son el portal que cruzamos para llegar a entender quién es nuestro protagonista. El recadero boxeador es engrandecido por estos elementos. Con diligencia, entrena donde y como puede. Lo veremos lanzando puñetazos contra la carne de un matadero, muscularse en el cochambroso gimnasio local, correr como un loco a través del mercado italiano o a orillas de los ríos Delaware y Schuylkill.
La famosa culminación de la secuencia de entrenamiento, sobre las escaleras del Museo de Arte de Filadelfia, representa la idea principal que Stallone plasma en la película: que un «Don Nadie» puede llegar a ser un campeón con autodeterminación y sacrificio. Nuestro humilde protagonista redefine la película deportiva con su papel de héroe-víctima melodramático. El conflicto está menos en la dimensión física y más en la emocional. La motivación del boxeador para llegar hasta el final con el combate surge de su necesidad de superar los conflictos emocionales que le afligen. Al final, la trama pone en su centro a una figura hipermasculina bombardeada por conflictos psicológicos en los que toda reacción es grandiosa o exagerada, elevando la tensión hacia el enfrentamiento final: la liberación de las emociones convertida en un espectáculo de violencia al que asistimos muy de cerca.
Ahí mismo, en ese espejo sobado, se encuentra tu peor enemigo, Balboa.
Un paso necesario en nuestro camino hacia el sangriento clímax es la preparación del héroe. ¿Qué mejor manera de convencernos de que Rocky está listo para su gran momento que mostrándonos en unos breves minutos lo que para él son días e incluso semanas de entrenamiento? Nace el «training montage», que no solo se convirtió en un pilar de la saga, sino que fue adoptado por numerosas otras películas y series, dentro y fuera de su género. Hoy en día lo esperamos como algo natural. Al fin y al cabo, forma parte de la lógica de la película. Vemos a nuestro protagonista en su situación habitual; cae en un problema del que no sabe cómo salir; ve cómo sus seres queridos sufren por su culpa; junto a su mentor encuentra que la solución está en su interior y… ¡BAM! Pistoletazo para el montaje del que saldrá mejor preparado todavía. Asistimos al «apaleamiento» de su cuerpo, al sacrificio, al dolor autoinfligido. Una autodestrucción que le permite reconstruirse a sí mismo: mejor, más fuerte, más veloz. Ahora puede enfrentarse al campeón. No nos lo creeríamos ni por un segundo sin el rápido montaje.
Pero la destreza con la que se editan estos momentos comprimidos en el tiempo no es su única característica reconocible. ¿Acaso habríamos disfrutado tanto de este formato sin la música? Debemos admitir que parte del atractivo, la diversión y el «gancho» (no, no tengo una libreta de chistes fáciles sobre el boxeo aquí a mi lado) del montaje de entrenamiento están en sus similitudes con el número musical. Rocky le debe mucho a este género, tomando prestada la forma de los musicales no integrados para sus famosos montajes. Se trata de escenas donde apenas hay narrativa, y la música acompaña a una danza, o en este caso a una coreografía de brutales ejercicios de fitness que tiene más valor como entretenimiento que como avance de la trama, si bien es imprescindible que aporte coherencia de cara al clímax. La ciudad de Filadelfia se ha convertido en un elemento con personalidad propia durante estas escenas en la filmografía Rocky. La antigua capital envuelve a público y boxeador por igual, y el Gonna Fly Now de Bill Conti parece no poder existir fuera de sus calles (salvo la incursión en California en la tercera entrega). Sus característicos ladrillos rojos, sus pequeños comercios, sus cartelitos desgastados y la arboleda de la Avenida Benjamin Franklin infunden al héroe la mitología y los retales de historia de la Revolución Americana. Incluso continúa en los spin-off Creed (Ryan Coogler, 2015; y Steven Caple, Jr, 2018), pero el ejemplo más logrado tiene lugar en un escenario completamente diferente.
La puesta en escena y el uso del color nos guían a través del conflicto interno del luchador.
En Rocky IV (Sylvester Stallone, 1985) el campeón renuncia a su título para luchar por venganza contra su nuevo némesis: el gigantesco boxeador soviético Iván Drago. Balboa debe desplazarse a Rusia, donde pasa varias semanas entrenando en una cabaña hecha polvo en un páramo nevado. El montaje de entrenamiento que presenciamos es la culminación de todos los anteriores. Los cortes se suceden más deprisa, la duración es más larga y lo que define a ambos luchadores queda plasmado en una serie de imágenes con un acentuado contraste. Drago entrena en un entorno controlado y totalmente equipado con tecnología punta para el desarrollo de las capacidades físicas. Rocky lo hace en plena naturaleza con objetos improvisados. A Drago se le inyectan anabolizantes. Rocky lleva su cuerpo al límite usando su propio peso. Drago puede levantar pesas que provocarían una mueca en medallistas de halterofilia. Rocky levanta troncos, rocas, yugos, carros de caballos. Drago tumba a otros luchadores. Rocky tumba árboles. Drago vence a la cinta de correr a máxima velocidad e inclinación. Rocky vence a una montaña. Las imágenes de Drago están tintadas por luces rojas y reflejos pálidos en medio de las negras sombras de un lugar artificial, sus grises acentuados por lucecitas de LEDs en los instrumentos. Parece más el mantenimiento de una máquina que el de un atleta. Rocky destaca sobre el blanco de la nieve y la oscura madera polvorienta de la cabaña alumbrada por la calidez del fuego del hogar junto a sus amigos. La secuencia culmina en un dorado atardecer.
En Iván Drago vemos al hombre venciendo a la máquina. En Rocky Balboa, vemos al hombre venciendo a lo salvaje. Todos estos iconos —la maquinaria, la jeringuilla, los troncos, las rocas, etc.— transfieren sus características a sus respectivos luchadores en una forma de totemismo. ¿Cómo va a ganar el soviético, si Rocky lleva la montaña consigo? Hemos asistido a un espectáculo visual que nos hace identificar a cada contendiente con los objetos que han sido capaces de dominar. En nuestra lógica (y quizá también en nuestra memoria colectiva), no gana el humano mejorado artificialmente, sino el que ha conquistado a la potencia definitiva: la naturaleza.
Tan efectivo ha resultado el montaje de entrenamiento, que cuarenta y cuatro años después de Rocky (treinta y cinco desde su cuarta entrega), podemos ver su influencia en películas y series de épocas y géneros diferentes. Incluso el característico estilo de los combates finales es reconocible, si bien ha quedado más confinado en el género deportivo. Por recordar algunos ejemplos, podemos echar un vistazo a Kickboxer (Mark DiSalle, David Worth, 1989), Elegidos para el triunfo (Jon Turteltaub, 1993), La teniente O’Neil (Ridley Scott, 1997), Mulan (Tony Bancroft, Barry Cook, 1998), Snatch: Cerdos y diamantes (Guy Ritchie, 2000), Kill Bill vol. 2 (Quentin Tarantino, 2004), Batman Begins (Christopher Nolan, 2005), The Fighter (David O. Russell, 2010), X-Men: Primera generación (Matthew Vaughn, 2011), Batman v Superman: El amanecer de la justicia (Zack Snyder, 2016). Inevitablemente, este tipo de montaje se ha llevado a la parodia en incontables ocasiones, y podemos ver divertidos ejemplos en Los Increíbles (Brad Bird, 2004), Team America: La policía del mundo (Trey Parker, 2004) y Flipado sobre ruedas (Akiva Schaffer, 2007).
Evidentemente, no es que estas películas se lo deban todo a Rocky. El cine, como cualquier forma de arte, bebe de numerosas fuentes. Y muchos autores buscan definir su propio estilo o referenciar trabajos de orígenes muy distintos a los del clásico de Stallone, que también recibe influencias del pasado. Pero si nos ha calado tan hondo, quizá sea porque los elementos que hemos comentado a lo largo de este artículo nos resultan entretenidos, accesibles y cómodos. Tal vez por los mismos rasgos el boxeador nos resulta tan familiar como un colega del barrio. ¿Quién sabe? Puede que nos identifiquemos con él por la lección que aprendimos en las escenas durante los créditos de Rocky Balboa (Sylvester Stallone, 2006): en cada uno de nosotros hay un poco de Rocky.