Paul Thomas Anderson
Alguien muy maduro para su edad

Repasamos la carrera cinematográfica del autor californiano Paul Thomas Anderson, un cineasta virtuoso que refleja un buen gusto y un estilo propio inalcanzables con cada nuevo filme.

«Con suerte, algo habremos aprendido». Un consuelo tonto pero usual en todo cumpleañero. A medida que se suman dígitos a la edad se espera a cambio una resta en términos de belleza, resistencia, fuerza o salud. Pero no experiencia. Y desde luego, no sabiduría. Claro, esto no es una ciencia exacta y bien puede estar abierta —de hecho, lo está— a fenómenos inusuales donde las cuentas descuadran tanto a pagar como afortunadamente, a devolver. Desafiando la lógica de la naturaleza y a antiguas leyes no escritas que afirmaban que el Diablo sabe más por viejo que por Diablo.

Un joven de veintiséis años llamado Paul escribe la historia de Sydney, uno de esos viejos diablos de los que han tenido tiempo para reflexionar, para replantear su existencia llegada una edad en lo que poco satisface más que prestar una pequeña ayuda a aquellos pobres desgraciados que vagan sin rumbo. Ofreciéndoles guía y utensilios que, siéndoles útiles en su travesía, a la vez están construyendo y dando forma al camino hacia la redención del propio Sydney, el protagonista de la posteriormente retitulada como Hard Eight (Paul Thomas Anderson, 1996). Un sendero escabroso en el que lidiar con un pasado que, si bien le ha causado dolor y secretos inconfesables, también le ha dejado algún que otro as bajo la manga. Oculto y siempre a disposición de aquellos que, aunque no sean de su misma sangre, comparten su cariño, aprecio y, en definitiva, su vida.

Porque el joven Paul sabe de vínculos. Y sabe que estos responden a algo mas que un fluido recorriendo unas venas. Si no, que se lo digan a Dirk Diggler, la estrella del cine porno interpretada por Mark Walhberg en Boogie Nights (1997), que aún moviéndose literalmente entre fluidos conoce la verdadera esencia de una familia: un rol, un orden y una meta dentro de un mundo vil que demanda experiencia a todos por igual. Ya sea a la hora de lanzarte a una piscina con estilo, de crear tu propia empresa de estéreos Hi-Fi vestido de cowboy o incluso de intentar colarle droga adulterada a un Alfred Molina pasado de tuercas y de petardos. Todo constituye esa jungla de aires scorsesianos llena de neones, celuloide y el ritmo desenfrenado de la música disco, donde la unión de personas malheridas por medio de una excéntrica e incestuosa familia se ve como único refugio seguro.

Realmente a Paul nunca le han dejado de interesar esa clase de personajes. Rotos. Con una serie de taras, cuentas pendientes y huecos difíciles de cubrir. De silueta y esencia únicas, como las piezas de un puzle excepcional que solo encajan cuando el momento es el preciso. Momentos como el de Phillip Seymour Hoffman y Julianne Moore y William H. Macy y Philip Baker Hall y Tom Cruise y John C. Reilly y Melora Walters y Neil Flynn y Jason Robards entonando Wise Up. Independientes en teoría, pero conectados trascendentalmente. Distantes pero juntos. Tan coordinados y armónicos en espíritu como los elementos que conforman Magnolia (1999). Una obra inusual, puramente cinematográfica, diseñada como un ejercicio improbable, casi tanto como el perdón, imposible para algunos. Pero cuyo resultado hace tornar la casualidad en destino. Como cuando Adam Sandler, muy salido del tiesto, encuentra la horma de su zapato en Embriagado de amor (2002). Una sintonía que no termina de cuadrar hasta que alguien se digna a escucharla en solitario, alejándola de ese ambiente persecutorio, cámara en mano y jadeante, hasta arriba de deudas, hermanas y natillas de chocolate. Sí, para Paul todo el mundo tiene o al menos necesita un lugar, como el azul necesita del naranja; y entiende que estas historias de fenómenos extraños y complejas coincidencias deben colorearse con más de un color, aparte del rosa.

Cerca de diez años después del despertar de sus inquietudes, al joven Paul empieza a carcomerle ese insecto llamado ambición. Algo propio del que ya lleva un tiempo en el ruedo. Quiere encontrarse a sí mismo, definirse, marcar un estilo propio sin olvidar los tributos que le colocaron en su posición. Y no encontró mejor manera de hacerlo que construyendo una obra clásica en apariencia, con un comienzo casi propio del cine mudo y unos personajes arquetípicos del wéstern, para después llevárselo a su terreno desvelando lentamente sus oscuras y retorcidas intenciones. Reflejo de esa obsesión por el éxito y el poder en la que tan fácil es perderse. Pozos de Ambición (2007) narra la transformación más oscura de un hombre cegado por el oro, de la mano de un Daniel Day-Lewis sudoroso, sucio y no menos magistral que tira hacia lo más profundo de un abismo negro y espeso. Una de esas raras historias donde alzarse es sinónimo de hundirse.

Eso ya supuso un perverso acercamiento a la esencia animal de todo ser humano que, poco después, se vio desatado cuando Joaquin Phoenix cayó en los planes de Paul. The Master (2012) es una película en la que cuesta parpadear. Es como acudir a un rodeo. Ver trucos y habilidades que merman la paciencia con tal de someter fuerzas que tal vez no deberían ser doblegadas. Es doloroso. Y tremendamente curioso. Hecho notar por la retorcida y fragmentada banda sonora de Johnny Greenwood que ayuda a trabajar, una vez más, con personajes tan singulares debido a sus carencias, desamparados y ávidos de consuelo. Maestro y aprendiz, regurgitados por todos. Phoenix y Seymour Hoffman, con permiso de Amy Addams. Dos lobos solitarios desesperados por comprenderse a sí mismos a través del otro. «Di tu nombre. Di tu nombre. Di tu nombre». Y fracasando. Porque los espíritus no entienden de disecciones, ni de reglas.

Se ve que al bueno de Phoenix le gustó el rollito que se traía Paul. Y si para su siguiente película tenía que interpretar a un detective porreta en la California de los sesenta en una adaptación de una obra de alguien sin rostro como Thomas Pynchon… pues chachi, ¿cómo no? No es que a Paul se le de precisamente bien construir comedia en el sentido estricto de la palabra, pero sabe manejar los hechos para que resulten hilarantes. Haciendo de lo lunático algo usual, en un ambiente donde nadie sabe dónde dejó la cabeza. Ciertamente Puro Vicio (2014) aprovecha y goza la época convulsa en la que se sitúa su historia para narrar con crudeza y muchísima ironía lo desvirtuado y lo libre que nos podemos llegar a sentir cuando nos rodean las palmeras, la brutalidad policial, los neones, las sectas y la marihuana. Cuando todo importa a ratos. Así, Paul ya crecidito ve necesario alejarse de esas historias donde el poder es compartido entre padres curtidos e hijos inexpertos, para pasar a un nuevo paradigma donde la lucha cobra una determinada horizontalidad. Un tira y afloja constante que se libra bajo el amparo y protocolo del subtexto, como a Hitchcock le agradaba. Donde uno da y el otro recibe, bienes y males, por turnos. Un fenómeno explicado no como algo conciso y meditado sino como una fuerza irracional, impulsiva, pero a la vez natural entre los seres humanos. Como la mejor orquestada de las simbiosis. En la que a veces hay que matar un poco para después querer más. El amor como nexo invisible y perverso, que hila las costuras de las almas, y deshilacha la de los fantasmas del pasado. Desafiante en un mundo de reglas, costumbres y hábitos pulcros como el de Reynolds Woodcock, pero terriblemente necesario para mantener una casa viva y su apetito saciado.

El hilo invisible (2018) es la más reciente puntada de Paul, que no la última. Pues con cincuenta años hoy recién cumplidos, este hombre, un Paul Thomas Anderson que lleva siendo adulto desde antes de lo permitido, ha demostrado conocer la vida en sus ámbitos más sensibles, tétricos y ante todo, humanos; y ha sido capaz de reflejarla con una sabiduría, un buen gusto y un estilo propios de quien le ha robado los ojos a un anciano. Una madurez virtuosa, inalcanzable para muchos, que seguirá dando ejemplos y lecciones, inquietud y destino mediante.

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