Philip Seymour Hoffman
El caballero de la triste figura
El desaparecido actor tiene una serie de papeles, por muchos considerados menores, que tal vez pudieron dar un sentido existencial a su vida, precozmente acabada casi en mitad del estrellato.
Pienso en don Alonso Quijano cuando recuerdo que hoy este inconmensurable actor hubiera cumplido ya cincuenta y tres años de edad, que se vieron truncados el 2 de febrero de 2014 en su Nueva York natal, cuando una sobredosis de heroína acabó con su vida. La droga, ese vehículo de trabajo para que tantos rindan más y mejor, y que a largo plazo no causa más que tragedias de este tipo. Y no es porque el caballero de la triste figura muriera de idealismo (lo que en muchos lectores es motivo o causa de que don Alonso sea un hazmerreír aún hoy), sino porque su autor o encarnadura vital, también tuvo una vida trágica que por entonces estuvo conducida por la guerra, la cárcel o la tan común y también mortal enfermedad por aquel entonces de la tuberculosis.
Digo también lo de Alonso Quijano, porque sobre todo en sus últimas películas Seymour Hoffman pareció entrenarse como actor respetabilísimo de Hollywood, en papeles en que interpreta a seres patéticos, pequeños y trágicos hasta decir basta, papeles que quedan en la retina para siempre, tal vez a su pesar, de tal forma que cuando decidió dirigir una adaptación de la obra estrenada en el Off-Broadway años antes, Una cita para el verano (Philip Seymour Hoffman, 2010), y respecto a su estreno en España, con un recorrido brutal que probablemente empezó con la oscarizada Truman Capote (Bennett Miller, 2005) o Antes que el diablo sepa que has muerto (Sidney Lumet, 2007), enorme y temperamental último film del gran Sidney Lumet, ya había pasado casi un año desde su deceso, a pesar de que en su Estados Unidos natal llevaba estrenada desde 2010, con un exitoso periplo en el Festival de Sundance, que la vio por primera vez aparecer en sus pantallas.
En sus últimas películas Philip Seymour Hoffman pareció entrenarse como actor respetabilísimo de Hollywood, en papeles en que interpretaba a seres patéticos, pequeños y trágicos hasta decir basta, papeles que quedan en la retina para siempre.
Luego está el tema de los rodajes realizados en películas que se estrenarían más tarde, como es el caso de la saga de Los juegos del hambre: Sinsajo. Partes 1 y 2 (Francis Lawrence, 2014 y 2015), que junto con Misión imposible 3 (J.J. Abrams, 2006) recrean a personajes más encasillados en el mainstream más maniqueo y típico de Hollywood que, sin dejar de ser grandes producciones, no dan, pensamos, debida altura tanto de su procedencia teatral, como de su calidad actoral cinematográfica. Resulta triste y a la vez alentador por otros motivos —los mismos que se llevaron a otra tierra al magnífico James Gandolfini, protagonista de la serie de televisión Los Soprano (David Chase, 1999)— que este tipo de actores, tan de raza, desaparezcan de la noche a la mañana. En concreto, el caso que nos ocupa empezó a coquetear con las drogas allá por principios de los 90, mientras se preparaba académicamente en la compañía teatral Bullstoi Ensemble junto a Steven Schub y Bennett Miller (para quién trabajaría en Truman Capote) en diferentes y hoy algo más olvidadas obras.
Debutó en series de televisión, en concreto un capítulos de One Life to Live y Ley y orden (The Violence of Summer) y como secundario en el cine en Esencia de mujer (Martin Brest, 1992) junto a Al Pacino, aquel remake de la italiana Perfume de mujer (Dino Risi, 1974) protagonizada por Vittorio Gassman, así como en tres o cuatro películas pequeñas más, siendo su debut con un casi protagónico en 1993, con ¡Qué no hacer con un millón de dólares! (Ramón Menéndez). Desde que debutó parecía estar limpio o desintoxicado y así estuvo algo más de veinte años. De alguna forma se fue haciendo un nombre en aquel cine americano independiente que tanto le gustaba a Harvey Weinstein. Directores como Todd Solondz —en una Happiness (1998) tremenda—, los hermanos Coen —en El gran Lebowski (1998)— o Anthony Minghella —en la highsmithiana El talento de Mr. Ripley (1999)— se mostraban orgullosos de tenerlo tras su claqueta en papeles más o menos apetecibles para cualquier actor que se preciase. A estas alturas le llegaron Con amor, Liza (Todd Louiso, 2002) un filme que, a pesar de su oscuridad, le dio un protagonista en una película con posibles tintes autobiográficos, contada de una manera pródiga y sencilla; o el blockbuster La guerra de Charlie Wilson (Mike Nichols, 2007) con Tom Hanks en el elenco, donde interpretaba a un ex agente de la CIA, y cuyo premio Óscar le fue arrebatado por el Anton Chigurh (Javier Bardem) de No es país para viejos (Hermanos Coen, 2007).
Siendo más estrictos con su carrera en cuanto a premios y nominaciones, si Seymour Hoffman logró algún verdadero aplauso que aunó a taquilla y críticos, ese filme fue Truman Capote, que narra la vida del potente escritor homosexual norteamericano y la crisis nerviosa que le sobrevino tras la escritura de la escalofriante A sangre fría. El filme y sobre todo el personaje se entienden sobre todo desde esa frase que Capote robó a Santa Teresa de Jesús en Plegarias atendidas y es que «que una cosa sea verdad no significa que sea convincente, ni en la vida ni en el arte».
Sin ni mucho menos menospreciar su trabajo en el orgánico drama La familia Savages (Tamara Jenkins, 2007) u otras películas, La duda (John Patrick Shanley, 2008), para la que también fue nominado —llevándose la estatuilla Heath Ledger por El caballero oscuro (Christopher Nolan, 2008)— donde interpretaba junto a Meryl Streep al sacerdote homosexual (y polémico no solo por ello) Brendan Flynn, es interpretativamente una joya del séptimo arte que abrió nuevos debates internos hasta en la curia de Ratzinger.
También respetando el propio gusto personal —no entendimos el éxito de The Master (2012) a pesar de que Paul Thomas Anderson también le dirigió y esta vez sí eficazmente en Magnolia (1999)—, hablar de esa última joya de Lumet, menos aclamada: Antes de que el diablo sepa que has muerto la escogemos entre las tres favoritas por ser una de las más dramáticas y donde desarrolla ese concepto tan shakespeariano de la culpa (la de los hermanos Hanson) que le vuelve a remitir a sus orígenes teatrales, con obras como la futura y ya mentada Una cita para el verano, donde a través de una crítica al maltrato laboral de los conductores de funerarias, nos presentaba a unos seres marginales y ambivalentes que recuerdan irresolublemente al imaginario final de los días vitales del Seymour Hoffman hombre. Por último, decir que para muchos Philip Seymour Hoffman será recordado por la última película estrenada antes del telediario que anunciaba su muerte, esto es, El último concierto (Yaron Zilberman, 2012), donde interpretaba al violinista de un afamado cuarteto ya por entonces en decadencia, y donde sobresalía también la aparición en los créditos del genial actor Christopher Walken.