La mirada de Takeshi Kitano
Entre la poesía y la Yakuza
Desciframos el personal estilo de Takeshi Kitano, uno de los nombres más conocidos del cine japonés, que ha forjado con sus películas la mezcla perfecta entre el realismo más crudo y un lirismo profundamente refinado.
En cada nación existen unos pocos privilegiados que tienen el honor de ser el rostro del cine de su país a nivel internacional. Pasa con, por ejemplo, Federico Luppi o Ricardo Darín en el cine argentino, Antonio Banderas en el caso del español o Gérard Depardieu en el francés. Pero si nos vamos a oriente y examinamos quién podría ser ese rostro en el caso del cine nipón, uno de los primeros nombres que surge es el del imperecedero Takeshi Kitano.
El actor, nacido en Tokio en 1947, ha brillado en diversos géneros y formatos durante toda su carrera, desde el humor televisivo (siendo el creador y presentador del archiconocido concurso de televisión Humor Amarillo) hasta el cine de culto, habiéndose puesto a las órdenes de, entre otros directores, el inigualable Takashi Miike en la película Izo (Takashi Miike, 2004). Su éxito no se ha limitado a su propio país sino que en occidente también es su trabajo ampliamente conocido gracias a su participación en películas japonesas que han logrado romper la barrera de los subtítulos y triunfar en occidente como es el caso de la popular Battle Royale (Kinji Furakasu, 2000). Incluso ha hecho sus pinitos en producciones de Hollywood, como en la desafortunada Ghost in the Shell (Rupert Sanders, 2017) basada en el más que brillante anime homónimo. En otras palabras, nos encontramos ante un actor con una marcada polivalencia y que a través de sus interpretaciones, alejadas del histrionismo que en ocasiones define a algunos interpretes del cine del país del sol naciente, aporta a sus roles una sobriedad y un estoicismo que sin duda le han convertido en un referente como actor tanto dentro como fuera de las fronteras de Japón.
Para Kitano la poesía visual y el uso de metáforas son imprescindibles a la hora de idear sus películas.
Con todo, puede que la faceta más rica de Kitano sea la de director. Gracias a su obra se ha popularizado en Occidente el cine sobre la Yakuza, y el director japonés no ha escatimado a la hora de añadir escenas explícitas de violencia, si bien su estilo destaca por combinar estas con un profundo lirismo y una acentuada sensibilidad en películas en las que, a pesar de lo intenso de sus historias, suele reinar la quietud. Para entender esta dualidad puede recurrirse a una interesante metáfora sobre la misma Yakuza. A diferencia de lo que ocurre con otras organizaciones criminales como la Mafia o las Triadas, la Yakuza no es ilegal en Japón. Muy al contrario, este grupo opera con una relativa libertad y a plena luz del día. Si bien existen ciertas regulaciones que, al menos sobre el papel, limitan sus actividades (particularmente estrictas desde 2011), el estatus de legalidad de la Yakuza ha hecho que en toda la época posterior a la segunda guerra mundial, esta organización no fuera vista por la población japonesa únicamente como una estructura delictiva, sino también como un elemento más de la vida cotidiana. De esta forma, las actividades de extorsión, cobro de deudas, negocios nocturnos o especulación inmobiliaria que enriquecen a la Yakuza van de la mano con un relativamente importante rol social, ofreciendo un trabajo que en ocasiones favorecía el ascenso social a numerosos jóvenes de clase media y baja así como seguridad ciudadana en los barrios más deprimidos de Japón, por no hablar de su sorprendente labor asistencial y humanitaria, como en el caso del terremoto/tsunami de 2011, en el que diversos clanes de la Yakuza se volcaron para ayudar a las personas afectadas.
A diferencia de lo que puede ocurrir en otros lugares, donde la sociedad y la cultura han establecido una clara linea divisoria entre la vida normal y el mundo del crimen, en el caso de la sociedad japonesa esta línea fue durante muchos años totalmente difusa, llegándose a dar la paradoja de que los miembros de la Yakuza no solo no ocultaran su pertenencia a la misma sino que repartieran tarjetas de negocios como si se trataran de empleados de cualquier empresa normal y que ciudadanos respetuosos de la ley contrataran sus servicios en caso de necesidad de igual forma que contratarían los servicios de cualquier otro profesional. Esa particular dualidad es de alguna forma una perfecta metáfora del cine de Kitano, al menos en lo tocante a sus películas de la Yakuza.
Kitano se caracteriza por hacer un cine con tramas aparentemetne sencillas pero pobladas por personajes enormemente profundos y tridimensionales.
Así, el director japonés nos narra historias sobre el mundo del crimen organizado (frecuentemente siendo él mismo el actor protagonista) pero en lugar de centrarse en las actividades criminales propiamente dichas y explorarlas como un fenómeno trascendentalmente relevante, como podría ser el caso en el cine de gánsteres de Martin Scorsese, Kitano las aborda con una cotidianidad fascinante. Quizá el ejemplo más evidente de esto sea el que encontramos en su película Sonatine (Takeshi Kitano, 1993) en la cual se nos narra la historia de Murakawa (interpretado por el propio Kitano) un veterano miembro de la Yakuza que es enviado por los jefes de su clan a resolver una disputa con una banda rival a Okinawa. Después de que la situación se descontrole y muchos de sus hombres mueran, Murakawa y un reducido grupo de yakuzas a sus órdenes se refugian en una zona rural ubicada en una apartada playa, donde descubrirá que todo el plan era una trampa de su propio clan para eliminarle y en donde planificará una venganza. Quizá lo más llamativo de esta obra sea como la gran parte del metraje no está dedicado a las escenas de acción o de violencia, como sería esperable en una película sobre el mundo del hampa, sino que en su mayor parte observamos la vida cotidiana de Murakawa y sus amigos. Toda la película tiene lugar en una apartada y ruralizada zona costera en donde el tiempo parece haberse detenido y reina una total quietud. En este espacio, el personaje interpretado por Kitano caerá en el nihilismo absoluto mientras mata el tiempo bebiendo, practicando juegos diversos con sus compañeros de fechorías, enamorándose de una mujer local y reflexionando sobre su propia vida.
Kitano reinterpreta en clave minimalista las escenas de acción y las secuencias de tensión propias de la mayoría de películas del género, rodándolas con un absoluto naturalismo, con una cámara estática que parece querer mantener la distancia con respecto a la acción que está teniendo lugar (esta estética llega a su punto álgido en el tiroteo final, el cual solo vemos desde fuera del edificio en el que se produce a través de los fogonazos que se atisban a través de la ventana). El director reduce a la mínima expresión estas escenas de acción (si bien no escatima en ellas cuando son necesarias para la historia) porque su interés no está en apreciar a Murakawa haciendo cosas de gánster, sino que demuestra mucha mayor preocupación por entender quien es realmente Murakawa, por representar lo que hace en su tiempo libre, por entender cómo es su vida cotidiana y cómo se componen sus sentimientos. Kitano no observa la violencia y la acción inherente al cine de Yakuza como una excepcionalidad, sino que está más interesado en que dicha faceta forme parte de la naturalidad y cotidianidad del mundo en el que viven sus personajes, focalizando su atención como director no en las aventuras que estos puedan vivir sino en su propia realidad interna. Otro ejemplo incluso más apreciable de esto está en la cinta Hana-Bi. Flores de fuego (Takeshi Kitano, 1997) en la cual se narra la historia de Nishi, un policía retirado que recurre a la Yakuza para poder costear el tratamiento de su esposa, enferma terminal. Nuevamente nos encontramos ante una película que representa la cara B del arquetipo de protagonista del cine del género criminal, y que en lugar de centrarse en las escenas de acción lleva a cabo un profundo análisis del personaje, sus motivaciones, sus remordimientos y, en último término, su intento de viaje de redención. Es quizá esta preocupación por mostrar las facetas más ordinarias de personajes y situaciones extraordinarias la que más distingue al cine de Kitano.
Las películas de Kitano se preocupan menos de seguir una trama y más en explorar la psicología de sus personajes en sus momentos de intimidad.
La obsesión de este director por abordar la naturalidad del mundo que rodea sus historias excede incluso su cine de Yakuza y se hace patente también el sus excursiones en otros géneros, como el chambara o cine de samurais. De esta forma, en su película Zatoichi (Takeshi Kitano, 2003) en la que el propio Kitano interpreta al popular samurái ciego, nos encontramos una trama que se aleja nuevamente de los arquetipos del cine de espadachines clásico y que deconstruye los tópicos del género (la venganza, los delincuentes armados que martirizan a la población inocente, las geishas sensuales pero misteriosas, etc.) para traernos una historia en el que el interés pasa de una trama relativamente sencilla a todo el complejo mundo que se teje en torno a ella, con personajes profundos que nunca son lo que parecen y que permiten explorar aspectos habitualmente pasados por alto en este tipo de historias, como la infancia, la vida familiar o la sexualidad en el japón antiguo. Tras culminar el visionado del film, el espectador tiene la sensación de que la trama no es más que una excusa usada por Kitano para explorar todo un mundo de diversos personajes a los que siempre se dota de una absoluta humanidad.
Kitano no observa la violencia y la acción inherente al cine de Yakuza como una excepcionalidad, sino que está más interesado en que dicha faceta forme parte de la naturalidad y cotidianidad del mundo en el que viven sus personajes.
Pero junto con esta preocupación por parte de Kitano de interesarse por lo que sus personajes hacen cuando creen que nadie está mirando, la otra seña de identidad del veterano director japonés es la enorme carga poética de todo su cine. Incluso sus películas del género Yakuza rebosan de un enorme lirismo tanto en forma como en fondo. En el caso de Hana-Bi. Flores de fuego, vemos a un protagonista que, viviendo ya sus últimos años de vida, busca encontrar la redención a una vida de violencia y excesos que ahora parece volver para saldar cuentas con él. Nishi tratará de encontrar la redención regalándole material de pintura a su antiguo compañero, ahora discapacitado y con depresión, e intentando hacer feliz a su moribunda esposa en sus últimos días, pero eventualmente la brutalidad y oscuridad que trataba de dejar atrás volverá para darle caza. Esto es incluso más acusado en otras obras que parecen alejarse del género, como en el caso de su drama romántico Dolls (Takesi Kitano, 2002) en la cual sigue las aventuras de una pareja de enamorados, Matsumoto y Sawako. Después de que Matsumoto rompa con su enamorada Sawako para casarse en un matrimonio de conveniencia con la hija de su jefe a causa de las presiones de sus padres, ella pierde la cabeza y cae en la locura. Al enterarse de esto, Matsumoto, abandona la boda y lo deja todo para acompañar a Sawako, y al descubrir que ella es incapaz de volver en sí misma, él decide cuidarla durante el resto de su vida incluso si eso implica dejar de lado su trabajo y a su familia y pasar a vivir como un sin techo. Paralelamente, la película también cuenta la historia de Haruna, una popular cantante que tras un accidente queda desfigurada, perdiendo con ello toda su fama y su carrera, y a la que solo le queda el amor incondicional de un fan, Nukui, que llega incluso a provocarse la ceguera para que Haruna se sienta mejor sobre su rostro desfigurado, y de Hiro, un viejo Yakuza que se reencuentra con un amor de juventud al que abandonó años atrás poco antes de morir. En esta película, Kitano escapa de los códigos del cine romántico convencional para en su lugar presentar al amor como sacrificio, pérdida y dolor. Los actos de amor no se representan de forma gozosa o agradable, sino a través del sacrificio, el arrepentimiento y un constante sentimiento de nostalgia. Kitano nos muestra así el amor en su faceta más amarga, y lo hace a través de una visión profundamente poética, rica en metáforas visuales (Nukui causándose ceguera para mostrar como el verdadero amor es ciego, Matsumoto y Sawako caminando unidos por una cuerda roja que simboliza el hilo rojo del destino, una leyenda del folclore japonés que dice que las almas gemelas están unidas por un hilo rojo, etc.) y apostando por narrativas que precisamente al caer en el lado más amargo y doloroso del amor permiten ofrecer una visión dolorosa pero madura del mismo.
Como cualquier autor que se precie, Kitano ha logrado crear a lo largo de su dilatada carrera como cineasta un estilo narrativo propio en el que logra mezclar poesía y realidad, acción con sensibilidad, dando como resultado un cine que a través de historias aparentemente manidas y abundantes, se aleja de las convenciones para ofrecer unos estudios de personajes cargados de lirismo.