Hay pocos miedos que hayan atravesado tanto la cultura popular norteamericana del siglo XX como la degeneración y la disolución moral de la juventud. Era el mismo pánico el que estaba detrás de la ansiedad en torno a la delincuencia juvenil en los años cincuenta, principal razón detrás de Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955), o la oleada de jóvenes que escaparon en sus casas detrás del sueño hippie en el Haight-Ashbury durante los años sesenta, un sueño que acabó en pesadilla con los asesinatos de la Familia Manson en 1969, gran parte de cuyos miembros apenas sobrepasaban la veintena. En los años ochenta tocó la histeria del heavy metal, el satanismo y las chupas de cuero, y de nuevo la patriarcal mentalidad protestante de los EE. UU. se sacudió escandalizada, quizás por última vez. Es este miedo atemporal el que Joel Schumacher capturó y satirizó a la perfección en una película, Jóvenes ocultos, que a la vez se atrevió a ir mucho más allá de ser una mera parodia de la constante demonización de los jóvenes.
Jóvenes ocultos se centra en la pequeña familia Emerson, compuesta por Lucy (Dianne Wiest) y sus dos hijos: Sam (Corey Haim) y Michael (Jason Patric), quienes se mudan a la casa del padre de ella en la localidad californiana de Santa Clara, idílico pueblo costero a la vez que «capital mundial del crimen», donde culturistas y turistas se pasean comiendo helado al sol junto a paredes repletas de denuncias de desaparición y avistamientos de OVNIS. Sin demasiada mediación, Michael quedará prendado de Star (Jami Gertz) y subsecuentemente se acercará al grupo de pendencieros zarrapastrosos que frecuenta, los «Chicos Perdidos» (título original de la película y referencia a los niños perdidos de Nunca Jamás), liderados por el terrorífico David (Kiefer Sutherland). Pero los Chicos Perdidos resultarán ser la mala compañía definitiva para Michael, pues no son más que un cónclave secreto de vampiros que pretenden convertirle en uno de ellos.
Las asociaciones entre el género de vampiros y la drogadicción, el sexo y el vandalismo juvenil son tan evidentes que no merecen una explicación extensa, pero estaríamos equivocados si no valorásemos cómo la película se hace uso de ellas y las pone a funcionar en su beneficio. Al fin y al cabo, siendo el vampiro el personaje de terror más comúnmente relacionado con la sexualidad, no es de extrañar que su asociación con la juventud, momento de exploración y explosión sexual, quede coagulado en una imagen tan icónica como son los Chicos Perdidos y en el increíble Kiefer Sutherland, en una interpretación emblemática que supera con creces todo lo demás que ocurre en la película. Como cabría esperar, es la banda de vampiros gamberros, vestidos como moteros greñudos de Transilvania, la que se lleva el pato al agua, por lo que es especialmente decepcionante la insuficiente atención, especialmente en el caso de Sutherland, que la propia película les presta.
Jóvenes ocultos no es la mera iteración de un estilo ni el simple homenaje a una época, sino mucho menos y mucho más: una sólida película de terror que nos garantizará más de un susto, unos cuantos momentos de sonrojo, y una buena retahíla de carcajadas.
El mayor defecto de Jóvenes ocultos no es, por tanto, una trama que no tiene ni pies ni cabeza, ni tampoco el injustificado e insípido romance entre Michael y Star, sino lo poco interesantes e insustanciales que resultan su trío de protagonistas. Son en los personajes secundarios de la película donde encontramos las grandes interpretaciones, las frases épicas y los momentos emblemáticos, no sólo en los icónicos Chicos Perdidos y en Sutherland, sino también en el abuelo de los hermanos (Barnard Hughes), y sobretodo en la desternillante aparición de Corey Feldman como uno de los hermanos Frog, los protagonistas en la sombra de la película.
Pero este error en su foco de atención, que se arrastra por algunas escenas intermedias donde asistimos a los tediosos problemas y tribulaciones de Michael y de su familia, no impide que Joel Schumacher nos provea de una serie de imágenes icónicas y momentos de terror que redimirán finalmente la película. No solo el excelente diseño de vestuario y de los escenarios, sino un polivalente uso de los efectos especiales, la fotografía y la banda sonora, elevan poco a poco Jóvenes ocultos hasta un colofón final en forma de trepidante y sangrienta batalla en la casa del abuelo que merecerá haber superado la desganada trama secundaria de Lucy o la ignominiosa escena de «sexo» entre Michael y Star. Las dos líneas finales de la película, de mano de Corey Feldman y Barnard Hughes, se asegurarán de despedirnos con una sonrisa.
En un momento crucial de Jóvenes ocultos, Michael y Star hablan sobre el peligro de ser hijos de ex-hippies que ponen horrendos nombres místicos a sus hijos, en un momento de autoconciencia generacional que es imposible pasar por alto. La ironía se encuentra en que Jóvenes ocultos se encuentra inevitablemente imbuida de un aura de nostalgia por su estética (extremadamente) ochentera, una nostalgia por una época que personalmente no viví y que por tanto no me es en principio posible experimentar, pero que a mi generación se le ha transmitido gracias a que los cineastas y artistas que nos educaron habían crecido principalmente en los años ochenta. A día de hoy (escribiendo esto apenas unas horas después del fallecimiento de Joel Schumacher), es fácil caer en una recuperación melancólica y acrítica de Jóvenes ocultos que minimice sus errores y magnifique sus virtudes por razones equivocadas. Y aunque las camisas con hombreras, el neón, la música electrónica y las greñas componen no poco del encanto de la película, es importante defender que Jóvenes ocultos no es la mera iteración de un estilo ni el simple homenaje a una época, sino mucho menos y mucho más: una sólida película de terror que nos garantizará más de un susto, unos cuantos momentos de sonrojo, y una buena retahíla de carcajadas.