La película que tratamos hoy es un remake de uno de los enormes clásicos del cine surcoreano, la inmensa La criada (Kim Ki-young, 1960), que recuperó Im Sang-soo en el año 2010 con intención de actualizar a los tiempos una pieza que, realmente, no había perdido ni un ápice de vigencia con el paso de los años, pero que aun así no se vio perjudicada ni agraviada por esta revisión. La realidad es que esta versión siglo XXI del filme del sesenta destaca por su adaptación, por su erotismo bien medido dentro del juego conceptual de la original, por el traspaso de las ansiedades que tan bien exponía aquella a nuestros días y que, en un agobiante acto de contemporaneidad, se sienten demasiado cercanas como para que podamos decir con la boca bien llena que el mundo ha cambiado. Después de esta introducción, y contrario a lo que pueda parecer, voy a tratar de descontextualizar la obra de Im Sang-soo de la de Kim Ki-young y no establecer lazos muy fuertes entre ellas con el fin de reconducir la mirada hacia el ajuste que propone esta nueva aproximación al relato de clases y privilegios que ya entablaba la original, y que Im renueva sin ánimo iconoclasta pero con un pulso social adaptado y de trasfondo ejemplar, único en su especie, y que sirve una fuente infinita de turbación. Aquí, la historia sigue a Eun-yi, una mujer que entra a trabajar en el servicio de una familia adinerada —integrada por Hoon, el marido, Hae-ra, la esposa, y Nami, la hija— que está en proceso de incrementar su descendencia con dos gemelos. El patriarca, un hombre acostumbrado a tomar todo lo que quiere sin que nadie le diga que no, se encaprichará de Eun-yi, y de ahí es de donde surgirá el conflicto que presenta La criada.
Si se agudiza el olfato, se puede ver sin demasiado apuro cierta similitud semántica con la archiconocida y multipremiada Parásitos (Bong Joon-ho, 2019), una obra que también exploraba el diálogo entre clases sociales tomando como punto de partida la interacción entre «los de arriba» y «los de abajo» contextualizados en un escenario más o menos definido y que usaba no poca geometría —líneas, marcos, columnas— para delimitarlos y separarlos —algo que también veremos aquí—. Del mismo modo, no se puede pasar por alto que mientras La criada discurre sobre un sentido de la tragedia casi shakespeariano que usa la sociología como punto de apoyo para estudiar el germen del privilegio y todo lo que separa a las «facciones» que representan por un lado la familia y por otro las criadas, la pieza de Bong Joon-ho se introduce, previa exposición de un estilo que se ampara en la comedia negra —algo que, en este punto, las separa en tono—, en una teoría de la lucha de clases muy marxista que se preocupa más, en su discurso, de separar los roles y darles significado dentro de su continente que de construir un corpus individual para cada uno de sus personajes (sin ser esto, me permitan añadir, en absoluto, un punto negativo). Y ahí, precisamente, es donde la película de Im Sang-soo se desmarca de todo y de todos, al interrelacionar de un modo consciente y abierto, quizá occidentalizando un poco su mirada y adaptándola al mercado internacional, las variables internas, los valores inherentes a cada individuo y recomponerlos alrededor de un baremo integrador, de un subtexto que se apoya menos en constructos y más en sensaciones: la identidad de Eun-yi, la de Hoon, la de Hae-ra, la de Nami e incluso la de Byeong-sik —enorme Youn Yuh-jung mucho antes de que occidente le pusiera rostro tras alzarse con el Óscar a mejor actriz de reparto por Minari. Historia de mi familia (Lee Isaac Chung, 2020)—, la criada en jefe que ya trabajaba para la poderosa familia, están delimitadas dentro de una burbuja de individualidad y nunca en base a arquetipos o esbozos vagos que respondan más fuerte a la idea de ser leídas desde la política o la sociología —que ojo, se puede hacer y eso defiendo— que desde las necesidades literarias o fílmicas.
De erótica perturbadora, individual y a su vez tremendamente social, impone una exploración muy acertada del estado del privilegio y sus efectos.
El estudio psicológico que podemos arrojar sobre los personajes es, de este modo, de lo más revelador: tal y como postularon Friedman y Rosenman en los años cincuenta, y del modo que recoge la psicología de la personalidad, los seres humanos se podrían categorizar en varios patrones de conducta, que nombraron con letras (A, B, C), siendo el tipo A el que podemos identificar como el agresivo, impaciente, competitivo y ambicioso que no acepta una negativa ante nada. Como podemos imaginar, Hoon, el padre de familia que se encapricha de Eun-yi es casi una representación literal de este patrón, que se define en base a varios símbolos de poder y uso del privilegio y que no duda en salvaguardar su integridad autoritaria a toda costa. Por su parte, la propia Eun-yi funciona como la horma del zapato de Hoon, que genera conflicto y no responde del modo esperado ante las demostraciones de conducta tipo A que exhibe este: como la más proverbial de las escenas de la película, podemos tomar esa en la que ella limpia la bañera descalza y sin medias, adoptando una connotación altamente sexualizada desde la mirada de Hoon, que observa desde el vano de la puerta blandiendo una sonrisa de suficiencia. Im Sang-soo coloca la cámara casi creando una pantalla partida, en la que a un lado está la esposa del señor del feudo, todo elegancia y sofisticación, y al otro la criada, puro erotismo y sensualidad involuntaria; la una rodeada de negrura, la otra de un cegador blanco nuclear; una la nota al margen, otra la prohibición. Y en medio, aquel al que nadie le dice que no, copa de vino en mano, sin sentir el más mínimo remordimiento por la absoluta falta de escrúpulos que, justo en ese momento, el espectador descubre que posee. La agresividad y la violencia estructural que Im Sang-soo es capaz de contener en tan solo una escena, aterrizada desde el estudio de personajes que ha ido componiendo poco a poco desde el mismo comienzo de la obra mediante un uso sobresaliente de la psicología, explota de repente y da sentido a esa indeterminación hasta ese momento solo sugerida.
Como adelantábamos, Im Sang-soo dirige La criada con una mirada muy geométrica, creando potentes conceptos e ideas visuales usando el entorno, componiendo la segmentación, ilustrando una imagen que es posible ver gracias a la estructura estética de la obra. La inclusión, por su parte, de gran cantidad de elementos que adquieren potencial semiótico completan el filme dándole significado más allá de lo leído en primera intención: los espejos, tantos que uno pierde la cuenta, partiendo cada carácter y a cada individuo en infinitas fracciones de sí mismo en representación de la fragmentación social que precede y procede al acto de la dominación; el vino como ingrediente esencial dentro del patrón de conducta de Hoon, ese que definíamos como tipo A, usado como una fusta líquida con la que persuadir y demostrar su expansividad y eliminar cualquier vestigio de horizontalidad en sus relaciones; las alturas de cámara y cómo Im Sang-soo encuadra la mirada de cada uno separando mediante un eje invisible sus universos tan solo desde la posición del observador. La criada, pese a disponer un final controvertido que debe ser leído dentro de un sistema interpretativo ajeno a sus premisas y tenido en cuenta como un colofón extradiegético, es una película densa, individual y a su vez tremendamente social, que impone una exploración muy acertada del estado del privilegio y sus efectos, de erótica perturbadora y propensa a sedimentar a un nivel subliminal. Y que salta de un silencio a otro, o de un fuego a otro, sin acallar nunca los demonios del ser humano.