El minari es una hierba comestible que crece en cualquier lugar donde el agua abunde, típica de los países orientales. No necesita cuidados para prosperar allá donde sea que se ha establecido, y mientras otras plantas perecen y requieren una atención muy específica para que alcancen su cima, el minari se sabe en su lugar, sencillo y aromático, impertérrito ante la inacción de los que le rodean dando lo mejor de sí mismo y conquistando el terreno que le rodea, bebiendo el agua que tiene a su alcance sin pedir demasiado a cambio. El minari es un valor seguro, un milagro perenne de verdor y tranquilidad, de apariencia humilde y sincera que no exige complicados métodos de cultivo y accede a cualquier mesa con la cabeza bien alta, orgullosa de ser una planta modesta que lo mismo acompaña un plato de sopa que a un buen kimchi.
Lee Isaac Chung, el cineasta detrás de la obra que tratamos, ofrece en clave autobiográfica —él mismo proviene de familia de migrantes que abandonaron Corea del Sur en la década de los ochenta en busca de un futuro mejor en Estados Unidos— un filme de apariencia sencilla que sigue de cerca la historia de los Yi, un matrimonio con dos hijos —al que más adelante se unirá la abuela— que se establecen en Arkansas con la intención de levantar una granja de cultivo con un único objetivo en mente: alcanzar el Sueño Americano. Precisamente este hecho supondrá uno de los principales puntos de interés de Minari. Historia de mi familia al explorar esta búsqueda desde la perspectiva de no-americanos, con sus puntos de vista idealizados y sus terribles decepciones. Si bien este vértice sobre el que bascula el filme posee interesantes lecturas, se queda oculto a menudo bajo un enfoque individualizado del drama de personajes, transmitiendo que no era la intención de Lee Isaac Chung establecer un ensayo crítico sobre las complicaciones del hecho migrante en la América de los años ochenta, sino una representación más o menos íntima de las repercusiones nucleares de abandonar el propio hogar en busca de un futuro mejor. La honestidad del relato en cuanto a los conflictos familiares que se extraen de todo ello enlazan directamente con el título de la obra que, como decíamos, representa en el plano simbólico la decisión inquebrantable de crecer en lugares inhóspitos, aun con todo en contra.
Su magnífica sencillez poco dada al artificio narrativo la sitúan como una obra que ofrece una historia amarga de regusto dulce de las que saben buscarse un rincón.
Lo primero que salta a la vista es que, a pesar de estar contada desde la perspectiva de un cineasta de ascendencia surcoreana, su narración se percibe occidentalizada, quizá con un ojo puesto en una temporada de premios a la que, al final, ha accedido con nota. El uso simplificado de la banda sonora que, a pesar de poseer una belleza melódica reseñable, resalta con cadencias muy primarias los estados de ánimo que persigue el cineasta, lastra en cierta medida una conexión sincera y libre de manipulaciones con los personajes y sus mundos interiores. Sería inexacto considerar que no se hace un hueco con facilidad en el corazón de los espectadores, aunque su uso del melodrama y de las tragedias concatenadas puede dar una apariencia de desastre continuado que se aleje de un drama humano real y lleve al respetable a cuestionarse su validez emocional. No obstante, pasar por alto sus excesos no resulta tan complejo en tanto en cuanto las criaturas que la pueblan evocan una verdad paradigmática: desde Steven Yeun llevándose una merecida nominación a mejor actor protagonista, hasta una Youn Yuh-jung que brilla con luz propia y que levanta la función solo con su presencia —y que opta a la estatuilla en la categoría de mejor actriz de reparto— y que al final constituye el verdadero motor de la película
Minari. Historia de mi familia ofrece una mirada amable en sus formas a la presión del extranjero en busca de la prosperidad mientras recoge pequeñas circunstancias diarias en su cotidianidad que suman puntos a su acabado final por estar introducidas con buen gusto y un abandono frontal de lo intelectualizado en beneficio de lo sentimental: la enfermedad de corazón de David, el hijo pequeño de los Yi que nunca llegó a pisar tierra surcoreana y que vive en un estado de división interior constante —excelente el uso del lenguaje para manifestar sus dos realidades mediante la convivencia del inglés y el coreano en su estilo comunicativo—; la relación con la religión del personaje interpretado por Will Patton con maestría —como siempre—; las dudas lícitas ante lo desconocido del personaje de Han Ye-ri, la madre de familia, ante la convicción inflexible de su marido. Lee Isaac Chung mueve los hilos de su película estableciendo en segundo plano una conexión constante con esa planta que crece tranquila bajo la única exigencia de una buena cantidad de agua —en este punto, el uso del líquido elemento como fuente de pureza y vida y de la sequía como representación de la incertidumbre y la ansiedad alcanza un lugar primario dentro de la jerarquía emocional de su discurso—, y es en este punto donde verdaderamente trasciende todo lo que propone hasta establecerse como una preciosa fábula acerca de las viejas dicotomías de la familia contra el trabajo, o la razón contra el espíritu. Su negativa a entrar en diatribas ideológicas se puede considerar un acto de valentía al prescindir casi por completo de un discurso politizado, y su magnífica sencillez poco dada al artificio narrativo la sitúan como una obra que, lejos de atascarse en una universalidad impostada en beneficio de lo coyuntural, y a pesar de tener sus luces y sus sombras, ofrece una historia amarga de regusto dulce de las que saben buscarse un rincón.