Revista Cintilatio
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El conde de Montecristo (2024) | Crítica

La mejor película de 2024
El conde de Montecristo, de Matthieu Delaporte, Alexandre de La Patellière
El cine francés nos regala una adaptación de la obra cumbre de Dumas que, por fin, cumple con las expectativas y hace justicia al libro.
Por Roberto H. Roquer | 15 enero, 2025 | Tiempo de lectura: 9 minutos

Mi relación con la obra de Dumas El conde de Montecristo es bastante especial y se remonta al verano de 2006. Terminado 3º de la E.S.O. y en la recta final de mis 14 años, dediqué aquel verano a tres cosas: ir con los amigos a nadar y jugar a fútbol a la playa (ventajas de vivir en ciudad de costa); pasarme el Devil May Cry 3 y leerme las 1200 páginas que componen el libro sobre las aventuras de Edmundo Dantés. Mi yo adolescente rápidamente captó que, aunque lo parecía, aquel no era un simple libro más sobre aventuras. Había algo más. No estaba seguro de qué era, pero sabía que ahí estaba. A medida que los años han pasado y he vuelto una y otra vez a ese libro, mi yo adulto ha comprendido que debajo de la superficie de esas páginas existe un tratado sobre la naturaleza del ser humano indispensable, y quizá por ello, siempre me he sentido enormemente frustrado por todas las adaptaciones cinematográficas que se han hecho de dicha obra, ya que ninguna ha llegado a entender verdaderamente la esencia del libro que estaba adaptando, llevándome a entender que era un libro inadaptable. Por otro lado ahora que dejamos atrás el 2024, es inevitable preguntarse a uno mismo cuál ha sido la mejor película del año. A decir verdad, el año que termina no ha sido particularmente prolijo en lo que respecta a buen cine, contándose alguna excepción como Dune: Parte Dos (Denis Villeneuve, 2024), Anora (Sean Baker, 2024), o Jurado Nº 2 (Clint Eastwood, 2024). Y seguramente en esta terna estaría mi elegida si no fuera por la enorme sorpresa que El conde de Montecristo (Matthieu Delaporte, Alexandre de La Patellière, 2024) me han dado al demostrarme que no solo era el libro de Dumas perfectamente adaptable, sino que bajo las páginas había potencial para una película excelente.

A estas alturas dudo que exista nadie que no esté, más o menos, familiarizado con la trama de El conde de Montecristo, pero por si fuera necesario refrescar la memoria, la película, fiel a la obra literaria, nos cuenta la historia de Edmundo Dantés, un joven marinero que está apunto de casarse con Mercedes, el gran amor de su vida. Sin embargo, el día de su boda es arrestado, acusado de un crimen que no ha cometido, fruto de una conspiración ideada por varios personajes que tienen cuentas pendientes con Dantés, particularmente su mejor amigo Fernando de Mondego, que le envidia por tener el amor de Mercedes. A consecuencia de esto, pasa años encerrado en prisión, lugar donde conoce al Abate Faria, un clérigo conocedor de la localización de un enorme tesoro perdido. Tras pasar más de una década encerrado, Dantés logra escapar y hacerse con el tesoro, lo cual le permite adoptar una nueva identidad, la de Conde de Montecristo, e iniciar un plan de venganza contra aquellos responsables de su desdicha.

A nivel cinematográfico, El conde de Montecristo nada tiene que envidiar a una superproducción estadounidense, y pone en pantalla unos valores de producción absolutamente excelentes, empezando por una fotografía que le da a la película todo el empaque y la espectacularidad que una obra de este calibre merece, y siguiendo por la que seguramente sea la mejor banda sonora del año. Pero si algo hay que destacar es el tono épico con el que los realizadores dotan a la película desde sus primeros compases, nunca renunciando a la espectacularidad, ya sea en sus contadas pero sensacionales escenas de acción o en la puesta en escena. Toda la película transmite una sensación de exceso controlado, de película que lleva la espectacularidad y el manierismo visual al límite pero nunca lo sobrepasa, de forma que lo superficial siempre resulta atractivo pero nunca distrae del fondo, como si ha ocurrido en otras superproducciones francesas recientes como en Los tres mosqueteros (Martin Bourboulon, 2023). La puesta en escena no renuncia a introducir elementos modernos (slow motion, CGI, etc.) pero sabe mantenerlos en un nivel lo suficientemente discretos como para que la dirección se sienta moderna y clásica a la vez, con la personalidad suficiente cuando es necesario pero sin pretender atraer la atención sobre sí misma en un equilibrio entre visión artística y dirección invisible que rara vez se ve en el cine actual.

La puesta en escena logra el equilibrio perfecto entre lo clásico y lo moderno.

Pero es imprescindible destacar también el trabajo de los actores, particularmente Pierre Niney, que si bien no encaja perfectamente con Edmundo Dantés en su aspecto físico, sí que clava su aspecto psicológico, mostrando con éxito tanto un Edmundo totalmente ingenuo y optimista en el tramo inicial de la película como un personaje mucho más oscuro, atormentado y complejo en el resto de la cinta. La soltura con la que este actor maneja la dualidad de su personaje y su evolución resulta cuando menos fascinante, dando en el clavo en cada una de las facetas de Dantés. Junto a él, Anamaria Vartolomei ofrece la otra gran actuación de la película, dando vida a una brillante Haydee que tiene en esta película mucho más peso que en el libro.

Una buena adaptación no consiste en plasmar en la pantalla la obra adaptada página por página. Eso podría ser incluso contraproducente habida cuenta de que la literatura y el cine son dos medios diferentes y, por lo tanto, lo que funciona en uno no necesariamente ha de funcionar en el otro. Una buena adaptación, en realidad, consiste en plasmar en el celuloide la esencia de una obra. La psicología de los personajes, los temas, las motivaciones, etc. Delaporte y La Patellière demuestran lo que otros directores antes que ellos no hicieron, que entienden que obra están adaptando, y se permiten introducir pequeños cambios a la trama porque en ningún momento cambian lo verdaderamente importante: el fondo.

Niney ofrece una interpretación absolutamente magistal.

Las historias de venganza son un tema bastante delicado. Generalmente existen dos formas de afrontarlas: por un lado, historias en las que el protagonista quiere vengarse por algún motivo y sus motivaciones nunca son puestas en duda; y por el otro, historias en las que la sed de venganza transforma al protagonista en aquello que ha jurado destruir y le lleva a la ruina ética. Recientemente, y a medida que la posmodernidad va extendiendo sus tentáculos por la industria audiovisual, no es extraño encontrarse un tercer tipo, el de historias de venganza en las que se nos muestras que ambas partes son iguales, que en una historia de venganza no hay ni buenos ni malos, solo diferentes puntos de vista, tesis ante la cual una persona con pensamiento crítico solo puede responder de una forma: y una mierda. La ética no es relativa, puede tener espacio para la subjetividad, pero determinados valores son universales e incondicionales. Decir que la venganza es inherentemente mala y nunca está justificada es no entender que el deseo de retribución es un componente de la naturaleza humana. La venganza no es ni buena ni mala, la venganza simplemente es. «Si te vengas de alguien que hace el mal, serás tan malo como él» suena sospechosamente como la típica cosa que diría alguien que hace el mal para que nadie se vengue de sus acciones.

La película entiende perfectamente la frontera en la que se mueve la obra que adapta. Edmundo Dantés siempre está al borde de caer en la oscuridad llevado por su sed de venganza, pero a la vez, nunca se nos hace dudar de su plena justificación moral para dicha venganza. Más bien, con lo que juega la película es con la lucha interna del personaje, sobre si su destino es el de ser fagocitado por su lado más oscuro, incluso si ello implica causar dolor a personas que no son responsables de su desdicha, o salvarse a sí mismo. Edmundo Dantés se enfrenta a dos males: por un lado, el mal de aquellos que destruyeron su vida; y por el otro, al mal que amenaza con adueñarse de su corazón. La cuestión es que vencer a uno implica en gran medida fracasar frente a otro. ¿Consumar la venganza y transformarse en una persona cruel o preservar su bondad pero dejar sin su castigo a los miserables que arruinaron una vida inocente? Ese es el verdadero dilema.

Los valores de producción son los propios de una obra épica.

La película brilla cuando capta este tema, que no es otra cosa que una investigación sobre la naturaleza humana. Querer vengarse es natural, no tiene nada de malo cuando se está plenamente justificado como en este caso. Pero por otro lado, cuando la venganza se adueña del individuo y le controla y no al revés es cuando puede tener lugar la perdición ética del agraviado. La película modula esto a la perfección, y mientras que en su primera mitad los enemigos de Dantés son aquellos que le arruinaron en el pasado, en su tramo final el guion muestra toda su madurez (y su comprensión del material original) para mostrarnos que el verdadero antagonista de Dantés no es Fernando, sino el propio Dantés. Con quien termina luchando es contra sí mismo.

Pero esa no es la única lección que nos cuenta la película. Uno de los grandes temas de la obra es la superación del pasado. Incluso cuando Dantés está fuera de la prisión, su mente y su alma siguen encarceladas porque no puede superar su pasado. Es así que su plan de venganza se termina convirtiendo en una nueva prisión, esta vez no física pero psicológica. Paradójicamente, es su necesidad de vengarse de las desdichas de su pasado lo que le retiene en el pasado. Es aquí donde viene la madre del cordero, el aspecto más inteligente de la película. En la mayor parte de adaptaciones cinematográficas no se entiende uno de los mensajes clave de la película: que la verdadera victoria de Dantés no es destruir a sus enemigos, mas superar el pasado e iniciar una nueva vida. Es por ello que, si bien la película cambia el final original del libro (en parte por una alternativa más cinematográfica y que queda mejor en pantalla) para darle un final un poco menos optimista que el de la obra original, este final funciona perfectamente porque se mantiene en línea con el espíritu de lo que Dumas escribió y mantiene toda la profundidad.

«Confiar y esperar» son las palabras con las que termina la novela. El lema de Edmundo Dantés, confiar en el destino, en que todas las desdichas pasarán algún día, y esperar, esperar a que el futuro provea. Los que amamos la obra de Dumas pasamos años confiando en que alguna película finalmente haría justicia a esta obra y sabría adaptarla como se merece, y esperamos a que, tarde o temprano, el cine nos diera esa gran película. Y en 2024 finalmente ha llegado.