Hacer cine no es fácil. Hay que tener algo que decir. Las herramientas narrativas para decirlo. El estilo, la fuerza, la mirada. Pero sobre todas las cosas, hay que tener la sensibilidad, el compromiso con una idea, la honestidad, la audacia. Hay que tener convicción, la capacidad de subvertir para construir, la entereza que hace falta para que el juego del cine no resulte aplastante y lo convierta todo en una farsa muy bien presentada. La habilidad, cada día más complicada de encontrar, de decir la verdad. Y Sean Baker la tiene. No soy capaz de mencionar a ningún otro cineasta en activo con un talento tan extremo para rebuscar en las profundidades de sus personajes y volverlos tan humanos que llega a asustar mirar a la pantalla. Con Anora (2024) consigue ofrecer una obra tan madura, trágica, triste, divertida, inteligente y profunda que voy a necesitar ir punto por punto para ser capaz de arañar un poco en la superficie. De lo que es, de lo que busca, de lo que representa y de lo que logra.
Madura
Sean Baker es un artista multidisciplinar y profundamente comprometido con su obra. Anora la ha escrito y dirigido él, la ha montado, la ha producido e incluso se encargó del casting. Es un filme de autor bajo todas las definiciones en las que puede ser considerado de autor. Y cuando digo esto, lo que quiero expresar es que bajo la apariencia dramática, cómica o cualquier otro adjetivo que tenga en consideración únicamente la superficie de Anora vive un cine profundamente adulto, serio y comprometido que se vale de la voz de Baker para trascender. Para convertirse en algo más con cada escena e ir creando una sinfonía que conecta con lo de delante y lo de atrás como solo lo puede hacer el gran cine. Lo primero, demos unas pinceladas argumentales: Anora (Ani) es una joven escort que trabaja en un club en el que conoce al hijo de un magnate ruso al que le sale dinero por cada poro. De ahí nacerá una relación desigual en la que, como iremos viendo, surgirán todo tipo de comentarios sobre la clase y la desigualdad en las expectativas. En lo que significa vivir para uno y lo que significa para el otro, en cómo se relacionan sin que exista jamás una simetría social ni individual.
El primer comentario que cabe es que todos los protagonistas de Anora pertenecen a una clase que viaja entre lo medio-bajo y lo bajo. En cualquier caso, a un estrato social supeditado a la burguesía. Y Baker, como de costumbre en su cine, los dignifica, los convierte en personajes principales de su función y no en unos simples acompañantes. Los dota de profundidad y madurez, de intenciones, de contradicciones y agendas propias. Cuando habitualmente nos encontramos con seres tokenizados1 aquí hay nombres propios, seres dolientes que tienen un contexto, una familia, unas motivaciones y una vida. Adultos que tratan de sobrevivir en un mundo hostil aplastados por un sistema que los insensibiliza y los abandona. Ani, la primera.
¿Y dónde está la belleza infinita de esta representación tan pulcra y real? En que ella no es un ser inmaculado, no busca la empatía de baratillo ni convencer al espectador de sus virtudes personales mediante trucos de comparación sucios. Ani es ambigua, es difícil de calibrar, pronuncia frases hirientes, su sentido del humor es políticamente incorrecto. Y pese a todo, es tan real, tan una de las nuestras, que participar de su drama y su vida es una obligación intelectual y emocional. Baker ha ido perfeccionando cada vez más su enfoque adulto y comprometido, complejo y serio, su evitación absoluta de la condescendencia habitual con la que directores burgueses miran hacia sus personajes de la calle —esa que siempre busca virtudes improbables en los personajes para que sean «fáciles» de interpretar—. Y esa madurez hace que Anora no sea solo una película tremendamente aguda, sino importante. Muy importante.
Trágica
Y este punto lo coloco antes que el de «divertida» con toda la intención. Porque Anora, pese a todo su envoltorio, pese a la precisión con la que logra extraer una buena cantidad de risas de situaciones abiertamente patéticas —hay todo un segmento en el segundo acto que puede hacerte reír hasta las lágrimas mientras un nudo enorme se te atraviesa en la garganta— o la habilidad con la que construye una narración casi ligera, es una tragedia. Una tragedia pura y dura. Baker estudia a sus personajes sin interferir, y provoca que surja la trágica realidad que persiste detrás de sus vidas, la que no logran domar por más que se esfuercen. Es casi un canto, una búsqueda poética hasta el dolor físico que nunca suelta la mano de Ani ni de todos los pobres desgraciados que tratan de sobrevivir en este mundo de mierda.
Y es una tragedia, además, que está narrada como lo está la vida misma: sin aspavientos ni trucos de perro viejo, filtrada poco a poco sin pretender epatar al respetable ni convertir cada sencillo acto en un momento de redención incuestionable. Porque la vida es así: un camino largo en el que a veces se ríe y a veces se llora, a veces se estalla de rabia y a veces provoca la peor parálisis. La vida no se detiene en planos bonitos para que la podamos comprender en el vacío, sino que fluye a nuestra costa sin ofrecer un significado claro a cada evento que nos ocurre y cada entorno que nos rodea. Y, a grandes rasgos, eso hace Sean Baker aquí, y eso lleva haciendo desde hace bastantes películas. Podemos pensar en esa sinceridad con la que mira a la infancia y al extrarradio de The Florida Project (2017), o en el realismo social de Tangerine (2015). La mirada profundamente social y desprovista de toda floritura vacía de Baker sabe hablar de la tragedia de existir a pie de calle sin amaneramientos ni clases de historia. Solo con la verdad de los que luchan por encontrar una salida por delante, sin intelectualizar a sus personajes ni convertirlos en símbolos fáciles. Solo tragedia. La más insoportable y lastimosa tragedia.
Triste
Escribo esta sección mirando una captura de la Anora de Mikey Madison. Porque es la única manera de tratar de descifrarla. Y sí, ya he dado unas pinceladas acerca de ella, pero ahora es cuando voy a abordar la enormidad de su trabajo, la fuerza de su criatura. La profunda tristeza que es capaz de revelar sin apenas darse importancia. Porque una actriz es esto. La que vive, la que explora, la que «es». ¿Qué no es un actor? No es todos aquellos que se ponen por delante del papel esperando la palmada en la espalda y algún premio hueco. No es todas las que pretenden trascender desde sus propios zapatos. Porque la verdad más profunda que surge del visionado de Anora es que Mikey Madison no es Mikey Madison, sino Ani. Tan humilde y con tanto talento que se aparta para dejar entrar a la exquisita criatura que ofrece en pantalla.
Porque su rostro parece esculpido para transmitir, para el drama y la verdad más inalcanzable para el común de los mortales. Cuando sonríe, sonríe con tanta autenticidad que casi hay que cerrar los ojos para no deslumbrarse. Cuando llora, el mundo parece venirse abajo. Cuando, simplemente, mira, de sus ojos parecen salir rayos X que interpelan a los que estamos al otro lado sin apenas esfuerzo. Y solo así se puede hablar de tristeza, de la tristeza de estar y luchar contra todo y todos —a patadas, a mordiscos, a arañazos—. Sin frases grandilocuentes ni juegos de espejos con los que provocar la empatía como lo haría un elefante en una cacharrería.
Anora es una película triste porque sabemos que Ani existe. Sabemos que está ahí fuera intentando levantar la cabeza y mostrar la dignidad que cada maldito usurero, cada maldito explotador, cada maldito ser violento y cada maldito burgués insensible le trata de arrebatar. Que el mundo le quiere robar. La vida vista desde abajo.
Pongamos como ejemplo la escena de apertura del filme. En ella se nos presenta a Ani sin medias tintas: en su trabajo, realizando bailes eróticos, caminando, saltando como un duende de un lugar a otro mientras la cámara la atestigua sin intervenir ni hacerse notar. Apenas le vemos el rostro con claridad, solo su cuerpo y su silueta fundidos en la oscuridad del local, en el que las luces de colores hipnotizan más que iluminan. Pero parece que siempre sonríe. Hasta que llega a un momento en el que, en medio de uno de esos bailes, la lente se queda delante de ella largo y tendido por primera vez. Se detiene en su rostro. Ella sonríe, efectivamente. Con esta consecución de escenas y esta llegada a su cara habremos comprendido una cosa: Ani es fuerte, Ani está viva, Ani sobrevive con todo lo que tiene. Y si eso no es triste, que Ani sonría pese a todo y todos, no sé qué lo es.
Divertida
Pero si hay algo por lo que destaca es por lo divertida que, pese a todo, acaba resultando. Ya sea porque ofrece la mirada combativa, el reverso indie y socialmente relevante sobre el lamentable y misógino mito de Pretty Woman —ya sabe el lector, ese de un rico hombre de negocios que se compra una puta para redimirla y redimirse él también y ser todos muy felices sin alterar ni cuestionar el statu quo— desde una óptica de clase, o porque sabe exactamente cómo provocar la carcajada y que esta sirva para reforzar sus tesis sin alterarlas. Anora, ante todo, tiene alma. No está manufacturada, no blanquea el capital con falacias. Lo que hace lo hace de una manera tan orgánica que choca con todo el cine que ha tratado de llevar a Cenicienta a las calles con sus moralinas y sus alegatos neopuritanos.
Un cine tan hermoso y tan noble que abrazarlo, sentirlo, reírlo y llorarlo es una tarea personal de las que se quedan para siempre en el pecho.
Y lo más importante: su comedia, y tiene mucha, tiene un sentido narrativo. Posee una intención dentro de su esqueleto que no resulta para nada obvia pero que provoca que esas carcajadas resuenen en otra frecuencia. Vamos con un ejemplo (y lo que resta de este párrafo incluirá spoilers menores, puede el lector saltar al siguiente si no ha visto la película): en esa escena central en la que los personajes de Yuriy Borisov y Vache Tovmasyan tratan de retener a Ani en la mansión del hijo del magnate ruso Baker ofrece comedia pura. Casi una escenificación de un absurdo cómico propio de los hermanos Marx. Hay golpes, diálogos mordaces, un juego de cámara demencial. Lo tiene todo para hacer de ella la experiencia más graciosa y desquiciada del filme. El espectador se ríe pero también se cuestiona. No está seguro de si reírse de eso está todo lo bien que puede parecer. Pero Baker es firme y no afloja: sigue y sigue y el espectador sigue y sigue riendo. Pero avanza la película, y poco a poco Baker filtra que Igor, el personaje de Borisov, es buen chaval, no un matón. Pero Ani no destensa la cuerda, sino que sigue mordaz, irónica, atacando, haciéndole ver que la agredió, que la atacó. Y ahí, al espectador, se le empieza a congelar la risa en la boca. Una risa que jamás podríamos evitar y que la propia vida también nos provoca. Una risa inevitable. Y es que Anora da con la verdad de un modo tan agudo y afilado que resulta difícil de creer.
Porque además, la atravesada diversión que provoca Anora, con sus diálogos rápidos y ocurrentes, con sus personajes al borde de un ataque de nervios infinito, tiene mucho detrás: la ejemplificación de que quizá la risa para uno es la tragedia para otro. La representación final de que mientras uno está viviendo el otro solo se está divirtiendo.
Inteligente
Y, por supuesto, uno de los puntos que mejor define su propuesta es su formidable inteligencia. Aquí, y como siempre que hablo de la obra de Baker, me gusta sacar su reivindicación constante de los que viven en los márgenes y en el lugar más exterior del sistema. Los olvidados, en definitiva. Cómo consigue introducir dentro de filmes de apariencia casi ligera una carga social de incalculable valor. Cómo dignifica (vuelvo a este término) a las personas, por más que el hijo de algún ricachón solo quiera jugar un rato con ellas.
Ya teníamos en la recámara el fascinante trabajo que hizo con Starlet (2012), una película inmensa en la que habla de una trabajadora de la industria del porno y cómo no es tan diferente a cualquier otra persona; o en Red Rocket (2021), cuando explora a uno de sus muchos perdedores y les da una lucha y un trasfondo psicológico excepcional. En Anora, claro, no iba a ser de otro modo. Filma un sexo sin florituras, expresivo. Se mueve a través de un erotismo casi documental en el que destaca, de nuevo, la corporalidad y la capacidad para exteriorizar de Mikey Madison. Se coloca, con esa capacidad tan suya para convertir lo superficial en actos de gran trascendencia, siempre en el punto exacto en el que confluye lo cómico con lo trágico sin que ninguno canibalice al otro pero dejando que se filtre una profundidad conceptual indescriptible.
Así, quizá destaca por encima en cuanto al uso de las herramientas cinematográficas, este manejo extraordinario del tono. Consigue crear todo un estado de ánimo difícil de definir, uno que intercala lo hilarante con lo triste y provoca una conexión con Ani y la tropa de perdedores que lleva a su alrededor excepcional. Sean Baker no es ningún neófito en el control de la forma fílmica, y en Anora lo demuestra una y otra vez: al diseño de sonido le sucede un montaje brillante, que encadena cada parte creando un estado de ánimo absorbente. Es capaz de introducir unas elipsis enormes y luego detenerse durante veinte minutos en escenas en las que podría no estar ocurriendo nada más que dos personajes hablando sin —aparentemente— mucho que decirse. Y, sin embargo, haber logrado que cada una de esas elipsis y esas largas escenas casi vacías de forma se complementen componiendo esa gran explosión armónica en la que nada sobra y nada falta.
No prescinde tampoco de sus travellings contextuales, de los primeros planos que cualquier otro cineasta habría resuelto con planos medios ni de sus planos generales que el común de los mortales habría llevado al primer plano. Y todo ello para que la atención, el foco, esté en el punto exacto. Para que podamos mirar como mira Ani: de abajo hacia arriba, como seres presentes y no como entes deshumanizados que solo consumen y consumen de manera irreflexiva.
Profunda
Pero al final, y como suele ocurrir con el gran cine, lo que queda cuando se vuelven a encender las luces y se agota el hechizo momentáneo que nos provoca la sala oscura es la profundidad. La densidad de su poso, la que nos permite volver a pensar una y otra vez en la obra y encontrar nuevas esquinas que reinterpretar, nuevas notas que sugieren ideas. Quizá solo a posteriori seremos conscientes de lo que podría significar que suene All the Things She Said de t.A.T.u. justo cuando lo hace —o como cuando hacía lo propio con la Bye Bye Bye de NSYNC en Red Rocket, qué gran lector de la cultura popular es Baker—. O cómo podríamos pensarla sin caer en ningún tipo de reduccionismo. Ni en la trampa de no ser conscientes de lo que representa que una película tan sensible, honesta, poética, bella a todos los niveles a los que un filme puede ser bello, comprometida y reflexiva aparezca en un panorama cinematográfico como el actual, en el que sigue habiendo gran cine pero el modelo parece haber virado hacia lugares más oscuros para el arte.
Anora es profunda porque Ani es profunda. Porque todos lo son. Porque no ofrece soluciones fáciles ni da con fórmulas magistrales para sentirnos bien y seguir con nuestras vidas como si nada hubiera pasado. Porque detrás de ese final que tanto ha dividido pero que es absolutamente impecable, inteligente y profundo solo hay una provocación, un grito que dice «ahora, atreveos a juzgarla».
Es un cine tan hermoso y tan noble que abrazarlo, sentirlo, reírlo y llorarlo es una tarea personal de las que se quedan para siempre en el pecho. No sé qué vida tendrá Ani después de todo y de todos, pero sí sé que ahora vive aquí, aquí dentro, con nosotros.
- El tokenismo responde a esa práctica que consiste en introducir personajes que representan a un colectivo sin que tengan en realidad ningún tipo de rasgo individual que les separe de todos los demás del grupo.[↩]