El paisaje industrial de un Galveston que forma parte de la mirada, del fondo que se integra con la figura. Un grupo de perdedores, sin mucha salida más allá de la propia dignidad perdida, o la esperanza de un futuro en el que no haga falta tener que pedir perdón, o permiso. Una cámara, la de Sean Baker, que lo documenta como si fuera un ciclo infinito, que bien podría tratarse de una etapa pasada o futura, de una crónica de algo imperturbable al paso de los tiempos que, en un pueblo en el que las cosas se quedan paradas, en el que nada ocurre porque el anacronismo es el pan que hay que masticar, la vida tiene más de hábito que de aventura. Bien lo sabe Sean Baker, maestro de la circunstancia detenida, del realismo sucio y triste, en una película que estrecha la mano del espectador y le hace fantasear del mismo modo que casi podría soñar su pobre, atolondrado, descerebrado y narcisista protagonista. La inadaptación vista desde unos ojos taciturnos, que da vueltas sobre un concepto que explora su cine como ningún otro director puede presumir de saber hacerlo: Jane en Starlet (2012), Alexandra en Tangerine (2015), Halley en The Florida Project (2017) y, por supuesto, Mikey en Red Rocket. Aquí, un actor porno en horas bajas que vuelve a su pueblo natal donde todo el mundo le quiere mal, tendrá que luchar contra una vida de derrota y tratar de ponerle el color que los años no le han dado. Y Baker sostendrá la mirada, en ese entorno que con una sola mirada pone el contexto sobre el tablero de juego: el sentimiento de extrarradio, la necesidad de huida, los cables y las enormes chimeneas que describen un lugar detenido.
Traspasa las fronteras de lo común y se instala en un lugar en el que converge el sentimiento de pertenencia a la estructura que nos precede con un deseo de alcanzar el progreso hacia lo desconocido.
Hablemos de la cámara, de los giros, de cómo integra en la narración la forma y eleva la observación al punto en el que convergen lo distal y lo proximal. En Red Rocket la mirada tiembla, los ojos se detienen sobre los perdedores y sobre sus vidas llenas de vacío y de deseos incumplidos, de esperanzas rotas; es a través de un estilo desestructurado que rompe con el academicismo y se acerca a lo naturalista, a lo congénito de las propias acciones que nos rodean. Mientras con tan poco se construye todo un mundo interior y una mitología propia, también se crea, a su vez, una necesidad, la de interpretar la vida de los desharrapados y los infelices como un símbolo de fortuna, que conformándose con un cenicero de restaurante, ¿para qué querrían otro? La vida, al fin y al cabo, vista en Red Rocket como la última apuesta del ser humano por mantenerse erguido y la razón por la que merece la pena pensar en recobrar el sentido, la vemos desde los ojos de los que tienen la batería al cincuenta por cien o menos, pero hablan desde la lucidez triste y sonriente, o la amargura iracunda, pero siempre hablan y dicen algo. Strawberry —Suzanna Son, por favor, qué pareja tan atípica y llena de ternura forma junto a Simon Rex—, Lexi, Lonnie, Lil, June, la perfecta conjunción de multidimensionalidad en el desarrollo de motivación que lo mismo soportan la carga de un mundo interior propio y atrayente de por sí misma que aportan un contexto fascinante a la vida del pobre, pobre Mikey. Así, Sean Baker no solo documenta, sino que atestigua: la soledad que no se rinde ante nada, y la ambivalencia de un sueño o una necesidad —quién sabe— dependen de la intención, de la capacidad de enfrentarse al terror de una redención solitaria o un camino de mal acompañamiento. Red Rocket traspasa las fronteras de lo común y se instala en un lugar en el que converge el sentimiento de pertenencia a la estructura que nos precede con un deseo de alcanzar el progreso hacia lo desconocido. Aunque esté prohibido. Aunque esté mal. Aunque tengamos que imaginarlo.