La identidad, la piedra angular del ser humano como ente sensible, tiene tanto de romántica como de erótica. Al final, la suma de todas las partes de las que se compone una persona configura, en cierta manera, el modo en que se relaciona con el mundo y cómo la ven desde fuera; la percepción que de esa imagen tenemos como individuos define, por otro lado, la forma en que dejamos entrar a los demás en nuestro espacio cerrado, y la realidad que aceptamos como intrínseca a nosotros mismos. Lo cierto es que en el cine, la identidad y la exploración de variantes no hegemónicas —es decir, todo lo que no es blanco, cisgénero y heteronormativo— suele estar rodeado de un aura que convierte al resto de realidades en un carro de estereotipos reduccionistas que se alejan tanto del hecho subyacente que acaba, a menudo, en la parodia. Tangerine (Sean Baker, 2015) no viene disfrazada de obra mesiánica, ni trae aires de superioridad moral. Al contrario, se aleja de todos los lugares comunes con decisión, y rehuye todo lo que tiene que ver con la estigmatización, el recelo y el sensacionalismo para ofrecer una historia sencilla —al menos en la superficie— que entra directa al corazón, y luego al cerebro.
Pareciera que, en lo puramente argumental, el filme no contara nada que no hayamos visto ya antes: Sin-Dee, una prostituta transgénero, sale de la cárcel y se encuentra con su amiga Alexandra, y descubre que su novio, Chester, le fue infiel mientras ella estaba entre rejas. A partir de ahí, Sin-Dee emprenderá una búsqueda por las calles de Hollywood, por un Santa Monica Boulevard retratado con precisión documental —la tienda de dónuts, la lavandería, todos son emplazamientos reales— que será un personaje más dentro de su viaje. Pero nada más lejos de la realidad, ya que a pesar de lo simple de su punto de partida, y del mismo modo que ocurriría dos años después con esa obra excepcional que es The Florida Project (Sean Baker, 2017), el cineasta utiliza los lugares, las personas, sus circunstancias, sus pequeños fragmentos de realidad, para componer un todo que se alimenta de la vida misma, hasta edificar un monumento a la veracidad, a la sensibilidad.
Uno de sus grandes temas, por descontado, es el tratamiento de la identidad de sus protagonistas; la imagen que como audiencia está generada sobre el colectivo trans y que aquí encuentra, por fin, un camino para brillar por encima de todos los prejuicios y las soluciones narrativas infantiles. Las actrices protagonistas, Kitana Kiki Rodriguez y Mya Taylor, participaron activamente en el proceso creativo, tanto es así que gracias a sus contribuciones se matizaron y rehicieron diálogos enteros del guion de Sean Baker y Chris Bergoch para darles ese aire final de honestidad que se palpa en cada línea. El descubrimiento real de Tangerine pasa por convertir un acto de cotidianidad en las vidas de Sin-Dee y Alexandra en algo absolutamente excepcional, hipnotizante, que persiste mucho más allá de su contenido metraje. El respeto con que está tratado cada uno de los puntos que toca va más lejos de lo palpable, ya que al colocar la cámara en el punto exacto en que confluye la ficción con la realidad confunde el engaño cinematográfico —todo eso de que el cine son veinticuatro mentiras por segundo— con la representación pura de la verdad.
Sean Baker consigue diluir en una masa informe los prejuicios y los tabúes de la sociedad para mostrar que, las personas, al final del día, se pueden sobreponer a cualquier cosa siempre que haya alguien a su lado con quien compartir un dónut.
Contribuye además a su temperamento veraz y documental el hecho de que está grabada íntegramente con un iPhone 5s, algo que por otro lado casa directamente con su concepción neorrealista, cargada de austeridad técnica y absoluto dominio de la forma cinematográfica más allá de los caros trucos de producción. Pero la realidad es que sus particularidades procedimentales quedan en el terreno de la anécdota cuando, después de conocer a estas dos mujeres racializadas que luchan por sobrevivir en un mundo hostil que no les deja mucho espacio para soñar —esa escena en el pub con Alexandra cantando a corazón encogido— uno se descubre a sí mismo olvidando por completo que está ante una película, y no delante de una ventana. Los colores hipersaturados y los tiros de cámara temblorosos forman parte de un sistema fílmico que va mucho más lejos de lo ficcional: al convertir la pantalla en una representación visualmente excesiva de lo mundano, eleva el mensaje subyacente por encima de lo terrenal de un modo en que el contenido y el continente se separan en lo formal para alcanzar una disonancia cinematográfica tan elevada como delicada.
En su subtrama, menos desarrollada pero no por ello tangencial, entra en el estándar del hombre de familia reprimido que busca satisfacer su —de nuevo— verdadera identidad lejos de los barrotes de una sociedad cerrada y conservadora. Así conocemos a Razmik, el taxista armenio que prefiere escapar de su cena de Nochebuena en familia para reunirse con Alexandra, impaciente por quitarse los grilletes que le mantienen atado a su vida perfecta como trabajador de clase media completamente imbuido del sueño americano. La búsqueda como elemento transformador —al final, en Tangerine todos buscan algo— que trasciende los actos cotidianos, el camino de piedras que cada personaje sigue en un rastreo constante de un pedazo de felicidad y libertad se contrapone frontalmente con una suerte de impasibilidad social, de inacción generalizada: esta sensación queda reflejada a lo largo de las idas y las venidas de Sin-Dee, de Alexandra, de Razmik, hasta el punto de que el espectador entra de lleno y sin esfuerzo en esa percepción de gueto que se propaga desde dentro hacia afuera, desde el interior de unos personajes atrapados a la luz del día hasta el exterior de un mundo que, aferrado a sus privilegios, esquiva todo tipo de responsabilidad individual.
Decíamos que la identidad, al final, es tanto un acto de fe dentro de la ética de los personajes de Tangerine —entendida como una huida que acepta la realidad tal y como viene dada—, como un alegato estético que encuentra en la sexualidad y la propia sensibilidad plástica una fuga de las convenciones heteronormativas —la relación que mantienen con su propio cuerpo y el manejo de la erótica inherente a la pulsión de desear—. Sean Baker consigue diluir en una masa informe los prejuicios y los tabúes de la sociedad para mostrar que, las personas, al final del día, se pueden sobreponer a cualquier cosa siempre que haya alguien a su lado con quien compartir un dónut. Que le vaya a ver cantar en un antro cualquiera. Que le pueda ceder su peluca cuando todo ha ido mal.