Nadie podrá negar que detrás de Tres mil años esperándote (George Miller, 2022) está el mismo cineasta que rompió el molde con la saga de Mad Max: el estilo visual recargado, con detalles que lo mismo hacen pensar en absoluta genialidad que en tremendísima horterada es una constante, y el tono fantástico semiconsciente de sí mismo que no repara en gastos a la hora de desarrollar cada una de sus muy locas premisas puede ser o bien plato de buen gusto o, si cae mal, culpable de una malísima digestión. En lo que a mí respecta, y a lo mejor es porque soy un novelero un poco hortera, George Miller me ha llevado al huerto y me ha convencido con cada una de sus escenas de esta fábula romántica que toma de aquí y de allí y que encuentra en Las mil y una noches su zona de confort: cuenta la historia de una solitaria doctora en literatura, interpretada por la gran Tilda Swinton —cómo le gustan a la británica las historias de amor inmortal de criaturas de la noche y páginas carcomidas—, que libera accidentalmente un genio (Idris Elba) que, como es de esperar, le ofrece tres deseos. La película, de este modo, irá conectando la historia de cómo el también llamado djinn acabó durante los tres mil años del título metido en su botella y cómo la extraña doctora se va enterrando poco a poco en las profundidades de su nuevo y orejudo amigo. Mientras que en el estilo artístico vemos a un Miller completamente libre al que nadie parece haber dicho que no ni siquiera en sus más desquiciados planteamientos, es en realidad en su modo de establecer una interacción entre la parte «realista» y la «no realista» donde puede convencer a su público o perderlo para siempre.
Un filme imaginativo, con un enorme sentido de la maravilla, y capaz de salvaguardar su identidad sin caer en la parodia.
Pese a todo, y aunque a veces Miller saque su parte más Babe, el cerdito en la ciudad (George Miller, 1998) en tanto en cuanto no llena su fábula romántica de nada que deba ser considerado de dos rombos, con Tres mil años esperándote la representación que hace del amor como concepto filosófico, e incluso psicológico, va a tener bastante de donde rascar: la felicidad del otro, la búsqueda de un ideal estético —entendiendo esto como la imagen que todos podemos tener del amor en su acepción más poética—, aquellos «océanos de tiempo» de Drácula por los que la realidad se vuelve un martirio. En cierta manera, también se podría decir que Tres mil años esperándote no existiría sin el referente de The Fall: El sueño de Alexandria (Tarsem Singh, 2006) —y esta a su vez tampoco sin Yo ho ho (Zako Heskija, 1981)—, tanto por lo escénico como por lo argumental: si en aquella la película forma parte de la historia que un personaje le cuenta a otro para superar una realidad adversa, aquí forma parte de una autoimposición que pueda convertir la vida en algo menos gris, o menos paralizante. Las interacciones entre los personajes de Swinton y Elba no deben ser tenidas en consideración ni con seriedad ni con demasiadas esperanzas metafísicas, sino con la moderación necesaria como para reírse cuando toca —y toca varias veces— y quedarse en silencio en sus momentos más introspectivos. Las fábulas dentro de la fábula —las historias que el genio le cuenta a la doctora— son asimismo pequeñas set pieces que no se quedan sueltas dentro de la narración global, sino que se van conectando poco a poco, trayendo ese retrato de amor romántico que ha mostrado su cara a lo largo de las eras sin cambiar en absoluto, por mucho que fuéramos de la magia a la tecnología, o de la naturaleza a la claustrofobia urbana. Que George Miller tiene una personalidad fortísima y un atractivo mundo propio es una realidad, pero verlo salir del desierto árido y distópico para enfrentarse a su propia Scheherezade en un filme imaginativo, con un enorme sentido de la maravilla, y capaz de salvaguardar su identidad sin caer en la parodia es algo para lo que no podíamos estar lo suficientemente preparados.