En el año 2017 saltaba a la palestra un movimiento que, de una vez por todas, sacó de su posición al magnate de Hollywood Harvey Weinsten, un depredador sexual que utilizaba su poder y su posición para abusar y violar. El #MeToo removió de arriba a abajo una industria que necesitaba un buen revulsivo, y empezaron a sonar decenas de casos de hombres poderosos que ahora caían como moscas y se veían, por fin, obligados a responder de sus actos. Infinidad de documentales, artículos, ríos de tinta de todos los colores, y disertaciones después, llega Kitty Green con The Assistant, y no podría haberlo hecho con un discurso más vigente y bien narrado.
La película, concisa en su orientación pero reposada en su exposición, sigue de cerca a Jane —interpretada con grandeza por Julia Garner, sobre cuyos hombros reposa el noventa por ciento del filme—, una joven asistenta de producción que comienza su andadura profesional en un mundo hostil. Si bien su trabajo ya es de por sí poco agradecido, la gota que colma el vaso viene cuando su jefe, un poderoso ejecutivo al que no le ponemos cara ni tampoco nombre —pero que nos hacemos una leve idea de qué quiere representar— ejecuta una serie de maniobras que Jane no está dispuesta a pasar por alto. O al menos eso intenta. The Assistant puede echar para atrás a los espectadores más necesitados de acción y movimiento, ya que fluye con parsimonia edificando con cuidado a su protagonista y el entorno calmado pero selvático que la rodea, pero no deja sin recompensa a todos aquellos que quieran asomarse a las cloacas más malolientes de un sistema podrido.
Su principal virtud, entre muchas, radica precisamente en esta capacidad de buscar por la parte de atrás, de remover con afán documental el almacén de la tienda de los horrores: elegante y sobria, la cinta de Kitty Green juega con el silencio y la quietud, hasta el punto de incomodar con intensidad. Coloca la cámara ocultando al depredador de la selva, consiguiendo una empatía total con la protagonista de la función, que ha de enfrentarse completamente sola a un sistema de creencias y estereotipos que no dan ni un paso atrás. Si bien puede pecar de resultar algo simplista en alguna de sus exposiciones —algo, por otro lado, entendible dado el formato—, y de no matizar con demasiado rigor al grueso de los personajes salvo a Jane, esto podría resultar un daño colateral que es fácil asumir para favorecer la articulación de su tesis. Los dos compañeros más cercanos del personaje de Julia Garner en particular y los empleados de la empresa en general son todos tan grises, paternalistas, condescendientes y, en definitiva, idiotas, que presentan un escenario en el que ponerse de parte de Jane y sentir un profundo desprecio por todo su entorno es inevitable. A pesar de que esto puede resultar contraproducente para una película tan expositiva, no perjudica en absoluto su verdadera esencia, ya que convierte en puro lo que de haber sido demasiado enrevesado habría terminado encallando —algo parecido a lo que le ocurrió a El escándalo (Jay Roach, 2019), que de tanto intentar trascender y documentar se tuvo que contentar con ser un filme de magníficas intenciones pero fallida en cómputo global—.
The Assistant hace del minimalismo su verdadera carta ganadora, ya que consigue con muy pocos recursos erigirse como una de las obras más fidedignas y certeras sobre el movimiento del #MeToo.
The Assistant hace del minimalismo su verdadera carta ganadora, ya que consigue con muy pocos recursos erigirse como una de las obras más fidedignas y certeras sobre el movimiento del #MeToo, aunque no lo evoque explícitamente y sea más un ensayo sobre la chispa que la constatación del ardiente incendio. Su impresionante diseño de sonido —ese zumbido que suena en el interior del despacho del jefe— y sus magníficos detalles, plagados de miradas reprobatorias, amenazas veladas y obligaciones no laborales que se dan por sentadas dan contexto al mundo interior de Jane —mención especial, aparte del cameo que se permite Patrick Wilson, a esa escena que comparte con Matthew Macfadyen, que trae a la mente la sobresaliente Nunca, casi nunca, a veces, siempre (Eliza Hittman, 2020) en cuanto a su intensidad interpretativa y la sensación de hastío e ira que deja en el respetable—, y contribuyen a que la mirada del espectador no esté simplemente condicionada por el punto de vista de Kitty Green, sino genuinamente atrapada en las profundidades de un sistema de jerarquías laborales extremadamente tóxicas. Además de tratar con profundo respeto y elegancia el tema que aborda, algo muy de agradecer teniendo en cuenta lo delicado de todo lo que la rodea, consigue salir indemne de su guerra narrativa —esto es, su entidad como obra individual—, hasta el punto de que su visionado resulta de imperativa necesidad en este mundo tan desequilibrado.