Revista Cintilatio
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Swallow (2019) | Crítica

Las flores marchitas
Swallow, de Carlo Mirabella-Davis
De fuertes implicaciones sociales y personales, la controvertida «Swallow» descompone en sus partes más primarias las consecuencias del trauma como concepto freudiano y las conecta con el presente de una mujer atrapada en un mundo represor y cruel.
Por David G. Miño x | 30 agosto, 2020 | Tiempo de lectura: 6 minutos

No siempre, enfrente de una pantalla, uno se siente cómodo. De hecho, las experiencias tormentosas en lo narrativo suelen resultar en un revulsivo que enfrenta la propia concepción de un hecho y lo hace evolucionar —si se es de ese tipo de persona— hacia un lugar menos prejuzgado y más integrado en el esquema básico de la personalidad. Por supuesto, y como se puede extraer, Swallow (Carlo Mirabella-Davis, 2019), presentada en España en la 52ª edición del Festival de Sitges, pertenece a ese selecto grupo de filmes que incomodan tanto y tan fuerte que casi obligan a apartar la vista de la pantalla, no por su violencia explícita, sino por su desquiciante atmósfera y sensación de bomba contenida. Dentro de sus simetrías y sus colores vivos, esconde una bestia enjaulada, un tormentoso viaje que, por lo penoso, describe con tanta firmeza la odisea de una mujer anulada y sometida a la voluntad de aquellos que creen que su vida les pertence, ya sea por matrimonio, familia, clase o profesión.

Seguimos de cerca a Hunter, una mujer recién casada con el hijo de un empresario de éxito. Bastarán los dos primeros planos para saber que ella está atrapada en el rol de la mujer culpable y despojada de su identidad individual, obligada a ser lo que se espera de ella, y tan preocupada de la felicidad de su flamante —y miserable— esposo que desconoce lo que es sentirse bien consigo misma —desconoce incluso que esa posibilidad existe—. Con el paso del tiempo, desarrollará un trastorno psicológico caracterizado por la ingesta compulsiva de objetos no alimenticios llamado «pica», algo que no hará más que agravar su problemática situación familiar hasta convertirla en el centro de todos los juicios de valor —la culpabilización de la víctima elevada a su enésima potencia—. Pocas veces podremos asistir a una función tan deplorable y de tanta bajeza moral como cuando Mirabella-Davis mantiene la cámara en esas cenas, esas fiestas y esas consultas a la psicóloga —que incurre en la latrogenia más flagrante e ignora por completo todo atisbo de profesionalidad— mientras, como espectadores, solo podemos lamentar que lo que está ficcionalizado y dramatizado tras la pantalla es, en realidad, una representación de los males de la humanidad. El uso del color y las formas consigue involucrar al espectador tanto en lo lingüístico como en lo visual, hasta el punto de que ese virtuosismo, lejos de resultar cargante, se revela como una de las piezas clave de la película. El cineasta, pese a caer en determinados momentos en la repetición, mantiene un nivel de sugestión muy alto durante todo el metraje, y no le tiembla el pulso y rehuye el buenismo al introducir en su disertación temas de alta controversia como el aborto o la violación, que filtra en el discurso de Swallow con total transparencia.

De un modo parecido a como hacía la más que estimable Noche de bodas (Tyler GillettMatt Bettinelli-Olpin, 2019), que criticaba en clave de humor y terror los excesos de los ricos en una suerte de fábula sociopolítica, contraponiéndolos con la sencillez del elemento externo, en Swallow el centro está localizado en los abusos de poder —que emanan del vigor económico y la masculinidad más tóxica— y en cómo, en lugar de promover una llamada a las armas y liarse a tiros con todo el personal al estilo de Samara Weaving, motiva una reacción mucho menos visual pero más cruda. Repleta de pequeños actos de violencia psicológica doméstica, anulantes hasta lo grotesco, teoriza sobre las consecuencias del trauma y en cómo repercute directamente en la persona. De este modo, Hunter —que en un cruel juego de palabras, significa «cazadora», algo que el director usará tanto metafórica como explícitamente en más de una ocasión— se nos describe como una mujer atada a un sentimiento de culpa muy fuerte relacionado con un acto sobre el que ella no tuvo el control —el fustigamiento por lo incontrolado— que, de un modo instintivo y del mismo modo que ocurre con infinidad de mujeres maltratadas, perpetúan de un modo inconsciente la espiral de dolor y sufrimiento al sentir, en la profundidad de su subconsciente, que es lo máximo a lo que pueden aspirar mediante la consecución última de la indefensión aprendida de Seligman —a grandes rasgos y sin entrar en tecnicismos, una condición psicológica que se da en aquellas personas a las que les han arrebatado el control sobre sus mecanismos de defensa mediante la humillación y la vejación continuada, hasta el punto de que acaban renunciando a la lucha, como un animal maltratado—.

Como si de un estudio de personaje se tratara, Haley Bennett da vida a Hunter de un modo doloroso y descarnado, inspirando un respeto instantáneo por la película y su controvertida temática.

Haley Bennett destaca por encima de todo el reparto en una interpretación descomunal, descarnada, que introduce un amplio abanico de pequeños gestos y movimientos, de inflexiones de voz y estilo comunicativo que componen un personaje complejo del que quieres saber más y más a cada minuto que pasa. Su representación del trastorno de alimentación que padece, así como de las respuestas físicas que se extraen de él rozan lo documental: la imperceptible sonrisa de satisfacción y alivio al ingerir un objeto nuevo, los movimientos de sus manos al hablar con aquellos que la controlan, su dicción atropellada y estereotipada que bien podría haber culminado con una amplia retahíla de premios y nadie se habría extrañado. Como si de un estudio de personaje se tratara, da vida a Hunter de un modo doloroso y descarnado, inspirando un respeto instantáneo por la película y su controvertida temática. Su pasado, que será a su vez el principal punto de ancla con su presente desarraigado y deshumanizador, ofrece una conexión directa con el momento de su concepción y su trastorno de la alimentación, como tantas veces ocurre en la vida real, al ser ella fruto de un acto de estomagante violencia —narrado con una elegancia y un recurso estilístico que motiva ante todo sentirse parte del relato— que, inconscientemente, ha creado un enlace no deseado entre ella y el origen: al ir a buscar la redención al lugar menos indicado, cansada ya de tragar —el título, el trastorno, el concepto, todo entrelazado—, entendemos por fin que la culpa venía de atrás y se retroalimentaba. Una vez alcanzado el final del viaje, y en un largo plano de simple belleza, podremos sentir que pese a la huida, nada como la sencillez de aquello que a veces damos por sentado.