En pantalla varias actuaciones de estudiantes, todas ellas con ese aire naíf inconfundible que acompaña a la adolescencia. Se suceden sin llamar demasiado la atención hasta que, firme y decidida, desafiante y visceral, la cámara se detiene sobre una joven, con su guitarra y su maquillaje, que canta mal pero bien, que grita dolorida la letra de una canción lacerante mientras un envalentonado por el tumulto del público joven le grita, inconfundible, un sonoro «puta». La chica se detiene, sopesando la situación y tragándose lo que parecen toneladas de dolor, bilis y rabia, y tras unos segundos de calma atronadora, recupera su cántico asalvajado y penoso sin perder ni un ápice de furia. Al final, la joven calla, la gente aplaude, y nada parece haber cambiado.
Nunca, casi nunca, a veces, siempre (Eliza Hittman, 2020) agarra al espectador con cada fotograma, y a través de una suerte de viaje tanto exterior como interior, le lleva de la mano por el calvario de Autumn —así se llama la protagonista interpretada por Sidney Flanigan, en una elección de nombre alegórica de por sí misma— y su fiel acompañante Skylar —en este caso, Talia Ryder, también debutante, compone un personaje tanto o más complejo, de los que no se olvidan—, que tras descubrir la primera que está embarazada tomará la dura decisión de abortar, enfrentándose a partir de ese momento a todo un mundo de impedimentos —físicos y mentales— con tal de alcanzar su objetivo.
Parece claro que la consecución de su fin no va a resultar sencilla. Por el camino, la directora va dejando un sinfín de momentos transformadores, capaces de modificar toda una línea de pensamiento a través de una escena sin diálogos. Autumn es un personaje cerrado y hermético en lo verbal, pero tan expresivo en lo corporal que su sola presencia en pantalla hace que uno se plantee hasta su propio nombre. Nunca, casi nunca, a veces, siempre es un muestrario de la compleja situación que vive el aborto —en este caso, en Estados Unidos, aunque extrapolable a cualquier lugar— y la indefensión que se puede llegar a sentir al no encontrar más que trabas ante la necesidad de interrumpir su embarazo. Lo verdaderamente importante de la propuesta de Eliza Hittman es que conmueve con intensidad adoptando un punto de vista tremendamente realista, y es capaz de mostrar el terrible dolor de la protagonista casi sin querer. Además, en un ejercicio de narración muy inteligente, coloca a su público en la situación de apenas manejar datos sobre la casuística que expone más allá de lo obvio: no da información abundante sobre las circunstancias sobre las que se da ese embarazo, no explica la vida de Autumn y Skylar, tan solo se limita a seguirlas y a verlas compartir comida y carga. Del mismo modo, ejemplifica la que quizá sea la representación más elevada de la sororidad, al convertir al personaje de Talia Ryder en un ente que no juzga y da apoyo incondicional, independientemente del mundo que permanece impasible ante ellas, y que lo da todo sin cuestionar nada —aún se me ponen los pelos de punta al recordar cómo Autumn le coge la mano a Skylar en determinada escena—.
Por el camino, la directora va dejando un sinfín de momentos transformadores, capaces de modificar toda una línea de pensamiento a través de una escena sin diálogos.
La película se muestra crítica, asimismo, con ese inventario de emociones y exigencias sociales que a veces pasan desapercibidas ante lo más evidente. Autumn, como el otoño que sigue al verano, está condicionada salvajemente por un entorno hostil pasivo-agresivo, que parece culparla mismo por existir. Emprende su viaje en soledad interior y acompañada de su igual por una necesidad asignada desde fuera, que le impone una separación emocional al someter sus actos al juicio velado constante. Así, su decisión de no hablar con su madre sobre su compleja situación no es realmente una decisión, sino un imperativo. Ante la certeza del desarraigo y la censura moral automática, se expone a los peligros del mundo adentrándose en un sistema que no está pensado para ser transparente, ni mucho menos fácil de acometer.
Pocas escenas del cine reciente, además, habrán tenido la fuerza —dentro de la simpleza— y la emoción —dentro de la complejidad— que demuestra la cineasta en ese momento del nunca, casi nunca, a veces, siempre. A través de lo sencillo, lo directo, y en tan solo unos minutos, nos demuestra porque la película es trascendente y catártica, y da la vuelta a todo en un único acto de relevancia: en ese momento íntimo y de extrema vulnerabilidad, el espectador está en la tesitura perfecta de conectar con Autumn a un nivel muy profundo, y por lo tanto, con la película en sí misma, que a partir de ese momento —si no lo era ya— se siente dolorosamente veraz y demasiado certera como para no retorcer el estómago de cualquiera.
El viaje desde su Pensilvania natal hasta la enorme y desconocida Nueva York, que es hacia donde se aventuran las dos jóvenes con tan solo un poco de dinero en la cartera y mucha incerteza, está narrado con sencillez y calma —de la que precede a la tormenta—, y con unas maneras extremadamente cinematográficas, esto es, haciendo un uso muy clásico del relato en su vertiente más plástica: pocos diálogos y muchas imágenes penetrantes como clavos. En su periplo, Autumn y Skylar irán enfrentando los problemas según van viniendo, y se encontrarán con obstáculos y oportunidades —no particularmente apetecibles— que tendrán que explorar bajo la atenta mirada de una cineasta que es capaz de evocar desde lo mínimo hasta lo explosivo desde la sencillez y la fragilidad, conformando un acierto absoluto en su exploración de la mente y las infinitas controversias e implicaciones que subyacen de su tema central. No sabemos ellas, pero nosotros, como impasibles y dolientes espectadores, no hemos perdido ni un ápice de furia. Al final, la joven calla, la gente aplaude, y todo parece haber cambiado.