Es más o menos habitual encontrar en el cine pequeñas piezas de orfebrería que sorprenden por su honestidad, por su desprejuicio y su arrojo a la hora de enfrentar determinadas casuísticas. No en vano es la cualidad de «autor» o «independiente» de estos filmes la que les permite gozar de una libertad creativa impensable en una superproducción que se debe enfrentar a centenares, millares incluso de ojos acusadores, todos con mando en plaza, capaces de ir domando al león hasta convertirlo en un lindo gatito. Afortunadamente, Suzanne Lindon, la jovencísima directora detrás de Spring Blossom (Seize printemps) (2020) —20 años en el momento del rodaje—, que además de sentarse en la silla principal también da forma al guion, no parece estar interesada lo más mínimo en pasar por lugares comunes —aunque eso es algo realmente inevitable hoy en día— y demuestra unas habilidades muy estimulantes. Sus ideas, además de resultar muy inspiradas y hasta cierto punto bastante controvertidas en la superficie, adquieren valor precisamente por su punto de vista: al estar narrando una historia de descubrimiento en primera persona, algo que sentimos como íntimo y autobiográfico, podemos pasar por alto la tendencia natural a arquear la ceja que, de otro modo, sentiríamos hacia el propio núcleo del relato, que no es otro que, dicho pronto, un romance —atípico, pero romance— entre un hombre adulto y una adolescente.
El carisma que desprende Lindon ayuda a entrar en su propuesta. A pesar de relatar una historia medianamente burguesa en la que no parece haber conflicto real más allá de los propios sentimientos en efervescencia juvenil de la protagonista —con la que, convenientemente, comparte nombre—, no resulta complejo empatizar o establecer un ancla de tipo emocional con ella desde una mirada adulta: a pesar de lo adolescente o cándido que sea el concepto del amor idealizado, o inaccesible por determinadas barreras, Spring Blossom se las arregla para que ese infantilismo tan honesto de la Suzanne personaje remueva algo dentro, algo que no conecta con lo prohibido o lo turbio, sino con lo primaveral del propio título o lo diurno. Así, mientras Raphaël —el objeto amoroso de la joven— se sitúa como un treintañero infeliz cansado de una vida de repetición, una aburrida de quinceañeros fiesteros y triviales Suzanne encuentra en ese hombre una representación idealizada de sus ensoñaciones. Pero como decíamos, nada resultaría más fácil que convertir esta relación platónica —porque al final es lo que es, un amor romántico puramente emocional— en algo nabokoviano, que manchara con el obvio juicio que como audiencia emitimos, casi sin pensarlo, hacia un hombre adulto que flirtea con una chiquilla, una realidad fílmica que depende completamente del punto de vista de su autora. De este modo, la relación que se establece, en un plano teórico, entre Raphäel y Suzanne es equitativa en todos los sentidos, y esquiva con habilidad todos los flecos éticos posibles: no hay carga sexual explícita ni latente, ni tampoco intenciones oscuras, solo una exploración mutua inocente y solitaria, sin violencias ni denuncias.
Insufla una frescura muy de agradecer, no tanto por lo narrativo sino por lo que vive en su interior, que hace de ella un placer cinematográfico de los que no se olvidan fácilmente.
Con sus momentos cómicos, sus ensoñaciones de gran simbolismo —las coreografías, esos elementos tan arriesgados que Lindon introduce en la película, que debemos interpretar desde la licencia estilística, a modo de explicación metafórica del punto en el que está la relación entre su personaje y Raphäel sin mediar ni una sola palabra— o sus fragmentos metaficcionales —muy inspirada la conversación con el decorador teatral que casi teoriza sobre el significado de la propia Spring Blossom como conjunto—, el filme encuentra en esa sencillez desnuda pero de profundidad casi improbable un conjunto de capas literarias con las que sabe conquistar hasta al cinéfilo más pintado. Aunque se puede quedar corta y un poco fuera de sus zapatos por su brevedad —apenas 70 minutos de duración—, insufla una frescura muy de agradecer, no tanto por lo narrativo sino por lo que vive en su interior, que hace de ella un placer cinematográfico de los que no se olvidan fácilmente.