El realizador canadiense que logró afincarse en Hollywood y empezar a trabajar en los estudios mediados los cuarenta del siglo pasado, Mark Robson, es alguien que ya anteriormente conocía bien el deporte del ring. Más acostumbrado que Wise a mostrar luces que sombras en el mismo —prueba de ello es el protagonista de El ídolo de barro, de 1949, un ganador en buena lid, que se enfrenta a otros problemas económicos derivados del estado de salud de su hermano— nos encontramos ante dos películas que parten de novelas para nada pequeñas, luego guionizadas, en una época en que el boxeo podía bien circunscribirse al cine de acción, o bien al de género negro, el cual en muchos casos no era más que una derivación imposible —en tanto en cuanto no aparecían— del policíaco. El hecho de que los clanes mafiosos pronto tomasen las ciudades estadounidenses hizo que los guionistas se fijasen más en gánsteres que en individuos ejemplares del bando contrario. También el blanco y negro con el que se filmaba en la época tenía que ver con esa gama de grises por el que de repente y sin previo aviso se eliminaban las por otro lado falsarias clasificaciones por edades y el maniqueísmo. Robson y Wise se conocían bien, no obstante, habiendo sido el primero asistente de montaje del segundo mientras aprendía el oficio, y antes de que rodara sus primeras películas en serie B, después de cuya experiencia entraría a trabajar en la RKO, debutando para estos estudios precisamente con la mentada película pugilística.
El material sobre el que está rodada Más dura será la caída es la novela encontrable en viejas ediciones en España del mismo nombre, de Budd Schulberg, un guionista, publicista y novelista hoy y aquí de renombre que tiene, aparte de sus memorias, tres grandes libros publicados por Acantilado: ¿Por qué corre Sammy?, El desencantado y La ley del silencio, esta última adaptada también esta vez por Elia Kazan. Budd pertenecía desde la cuna a una familia de magnates de Hollywood (B.P. Schulberg, jefe de la Paramount y Adele Jaffe, hermana y agente del actor y profesor Sam Jaffe) por la que empezaría en la labor de publicitar filmes como escritor fantasma en prensa, para después novelar sobre vidas que se iba encontrando por el camino. La principal proeza del guion cargado de planos medios y americanos con disquisiciones, llamadas y mucho miedo por el qué dirán o harán —sobre todo por el personaje del boxeador— está en la capacidad de Willis (un Humphrey Bogart más que solvente en su actuación a medias decadente y resignada, con unos gestos de probidad encomiables hacia el final) para marcar su propio terreno en el sentido de la defensa no solo de todo boxeador —él siempre se ha dedicado a escribir crónicas sobre este deporte— y que hace lo imposible por rescatarlo cuando ya no ha lugar más que al despropósito y el abuso. En este sentido, cuando Willis sabe que al campeón no lo logrará abatir, le cuenta la verdad que Toro jamás ha querido oír, una verdad que escuece.
La adaptación de esta historia viene firmada por Philip Yordan con los anteriores mimbres, y consigue hacernos pensar en un Bogart si se quiere aún más sentimental que Rick en Casablanca, en tanto en cuanto los ambientes sórdidos y la sensación nauseabunda, por un momento pudiera parecer que le dan ganas de llorar, a pesar de la dureza del mercenario. Desde él, también nos habla Schulberg, y eso hay pocas veces que ocurre con las adaptaciones literarias. Igualmente, Beth Williams (Jan Sterling), su esposa, sabe dónde está el lugar de su personaje, y en un momento dado, decide dejarlo solo, ya que muchas veces ser un buen hombre no consiste únicamente en tragar. Este argumento nos recuerda a la siguiente frase del ensayo ya mencionado otras veces de Joyce Carol Oates, y válido para definir la psicología de casi todos los personajes: «esto es sueño o pesadilla. Mis fuerzas no son del todo las mías, sino las debilidades de mi adversario; mi fracaso no es totalmente el mío, sino el triunfo de mi adversario», cita esta situada en Del boxeo. Fotografiada con sequedad, lo cual se percibe en el grano de la película, por Burnett Guffey, este trabajo estuvo a punto de llevarse el Óscar de 1956, y montada por Jerome Thoms de una manera más clásica, pero sin perder el gusto por el detalle en los combates (a Toro parece que se le sale la lengua de la boca, de los golpes que recibe…) es una película que juega desde sus ángulos y tiros de cámara con anchos espacios y perspectivas variopintas. Todo ello, junto con el atrezo en cada combate que no sabemos hasta qué punto es real o solo dramático, obra de William Flannery y la ambientación en el set de Spencer y Kiernan, conforman un casi inencontrable hallazgo fuera de las plataformas.