Revista Cintilatio
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La hija eterna (2022) | Crítica

La pesadilla del duelo
La hija eterna, de Joanna Hogg
Joana Hogg abre la puerta a sus fantasmas para narrar una historia gótica en apariencia y personal en su trasfondo sobre la memoria, los espacios y la negación, todo ello a través de un estilo sutil y una relación maternofilial reveladora.
Por Diego Simón Rogado x | 7 noviembre, 2023 | Tiempo de lectura: 4 minutos

Afrontar la muerte, aceptar su naturaleza y convivir con ella es un proceso que, según dicen, resulta más sencillo si ya te has enfrentado antes a él. Es una incógnita cuánto de verdad esconde esta proclama, pero sí pone en relieve la importancia de anteponerse a los hechos para hacerles frente. Y esto no es algo que solo otorgue la propia experiencia: el cine y su capacidad de inducir a la empatía del espectador también pueden ayudar en este camino. Un camino que aparece explícito en el último largometraje de Joanna Hogg, La hija eterna (2022), donde la actriz Tilda Swinton da vida tanto al personaje protagonista como a su madre; y no por capricho de la directora, sino por una decisión formal justificada, original y relevante para el desarrollo narrativo. De esta forma, la historia confecciona una dualidad que, más allá de la entrañable relación maternofilial, pone en cuestión los límites entre el recuerdo y la realidad; entre el deseo y el dolor de lo tangible… Entre el mundo de los vivos y el de los muertos.

Un filme que invita al espectador a recodar sin dejarse llevar por los fantasmas; a salir a la luz, dar el primer paso y despertar de la pesadilla.

El cumpleaños se entiende como la celebración de la vida, pero Hogg lo presenta como un vehículo contra el olvido.

La cinta se hace cargo de estas contradicciones a través del espacio, que desarrolla con maestría un papel activo de inicio a fin como otro miembro del reparto —algo ya visto en Rebeca (Alfred Hitchcock, 1940), donde los fantasmas del pasado repercuten en el presente a través de las estancias de la mansión—. En este caso, madre e hija se enfrentan a los recuerdos de su antigua casa familiar, ahora reconfigurada como un hotel. La cineasta británica y su equipo dan vida a esta mansión construyendo una atmósfera gótica y lúgubre, en la que las gárgolas, la niebla y las sombras se dan cita por la noche. Mientras, la protagonista recorre la vivienda bajo el escrutinio de las puertas y los espejos, como si cruzara portales a un mundo paralelo. Hay dos elementos más que inciden en la creación de este misterio: uno es el sonido, tanto por lo tétrico de la música como por los gruñidos del viento, que evidencian la antigüedad del hogar. El otro es el fuera de campo, que dirige la mirada hacia el peligro del entorno distrayendo al espectador del verdadero conflicto: los fantasmas personales. La puesta en escena y la edición también refuerzan el intercambio de roles entre los personajes, pues la madre está representada desde el punto de vista de la hija. Aun así, durante todo el filme, solo un plano capta al mismo tiempo a las dos mujeres como un símbolo del peculiar lazo que une su actual relación, algo que se intuye y que Hogg confirma en el tercer acto a modo de resolución, y no de sorpresa.

En este sentido, La hija eterna crea un complejo entramado argumental y estético para hablar sobre cómo los lugares permiten reconstruir relatos, aunque no respondan del todo a la verdad. La película sirve como un diálogo con la memoria que guardan los espacios: «Eso es lo que hacen las habitaciones, contener historias», dice la madre. «Casi lo había olvidado», pero esas cuatro paredes retienen un pasado que no desaparece a pesar del paso del tiempo. «Los recuerdos siguen vivos», y a veces también funcionan como recordatorios visuales de lo que se intenta esconder para evitar hacerse cargo de ellos. Un recuerdo, como la imagen de una silueta familiar opaca o de dos manos afrontando la crudeza de la vida. Por tanto, el filme aborda la negación como supervivencia, aunque solo sea durante un tiempo. Esta idea cobra fuerza teniendo en cuenta que Hogg tuvo que afrontar la muerte de su madre durante el proceso de montaje de la película. Y todavía resulta más personal por el hecho de que Julia, la protagonista, sea una reencarnación de la propia directora, ya que la trama presenta el proceso de escritura de un guion cinematográfico sobre la relación con su madre —lo cual demuestra, una vez más, el interés de la autora por la autoficción, un sello recurrente en su filmografía—. Así, desde la sinceridad y el respeto, La hija eterna invita al espectador a recodar sin dejarse llevar por los fantasmas; a salir a la luz, dar el primer paso y despertar de la pesadilla.