Denis Côté es un cineasta singular, casi siempre experimental y perpetuamente instalado en los márgenes, donde parece sentirse cómodo enunciando sus premisas desde la lejanía y jugueteando con artefactos fílmicos que reniegan de la narración canónica o todos esos hechos que se dan por sentados en el acto cinematográfico. En el caso de Hygiène sociale (2021), una obra concebida en plena pandemia —aunque escrita con anterioridad—, el canadiense se mete de lleno en una pieza completamente performativa, dada al histrión y el drama teatral, de diálogos recitados a viva voz y actores más visualizables encima de unas tablas que delante de una cámara, todo sea dicho, «confinada» siempre a quedarse a una distancia prudencial. La película sienta un código que será necesario leer con cierta fluidez para poder acceder a su núcleo, que es el de unos personajes que permanecen estáticos en medio de un bosque, un lugar ajeno y descontextualizado. Allí, el protagonista —curiosidad: interpretado por Maxim Gaudette, poco prodigado intérprete que pudimos ver en esa obra sobresaliente de Denis Villeneuve llamada Incendies de 2010, años antes de que el director se embarcara en sus enormes proyectos de muchos ceros—, un artista-filósofo-ladrón, mantendrá conversaciones con varias mujeres acerca de su vida, obra y milagros, todas siempre desde un punto de vista irreconocible y fuera de ambiente. Y aquí comenzaríamos a poder establecer la crítica más primaria a la propuesta de Denis Côté: lo que vive detrás del intercambio del hedonista vividor que asume el rol principal y todas las mujeres que lo circunvalan se siente un discurso muy anquilosado, estridente, dicotomizador y hasta cierto punto vago, casi perteneciente a un cine anterior en el que los hombres y las mujeres se representaban desde los extremos y la falta de amplitud, y deja una ilusión muy marcada de estropicio de género, que da la sensación de querer comentar en profundidad sobre un tema denso que le queda grande bajo unas maneras muy interesantes —uno piensa en Dogville (Lars von Trier, 2003), por ejemplo, y en su movimiento fuera de una escenografía coherente— pero que tienden a enmascarar que describe un universo de disyuntivas en un filme que, jugando a permanecer en la línea que separa la parodia de la comedia, no es particularmente sutil en su alegato ni lo suficientemente ácida en su enunciado como para que se pueda ver desde la inversión satírica con verdadera satisfacción y no, como de hecho ocurre, con la ceja siempre amenazando con arquearse.
Descentralizada y teórica, más que elaborar fantasea sin llegar nunca a dar con la ejecución más higiénica, a pesar de la distancia, de lo social y de todo lo demás.
A pesar de sus intenciones sonoras, en las que el cineasta introduce audios disonantes con lo visto para enriquecer con contradicciones el metraje —recurso que, por otro lado, ya había dispuesto en Wilcox (2019)— o su estilo narrativo compuesto de varios planos de cámara estática en los que los actores, a una distancia social importante —en relación a su título y a la ínclita separación interpersonal que impuso la COVID—, cantan sus líneas de diálogo con exageración, no podemos hablar de una obra verdaderamente transgresora: Denis Côté traspasa la frontera de la forma con habilidad, y demuestra un talento amplio y reconocible para presentar escenarios fílmicos de gran valor intrínseco, pero la poca definición de su fondo y la escasez simbólica más allá de lo presente —la moral del ladrón, el vacío del hedonista, el hombres y mujeres y viceversa— inducen a una indeterminación estilística vestida de falsa trascendencia. Así, las cinco mujeres que rodean al donjuán que está en el centro del relato y cuyo discurso y malestar intelectual y emocional vertebran la obra representan, cada una a su manera, un soliloquio de la razón diferente con el propósito de fijar ciertos conceptos bajo el paraguas narrativo de la película, aunque su potestad quede relegada a la interpretación que cada cual quiera o necesite hacer de su exposición —destaco el cuento del desempleado que pierde unas tijeras detrás de una estufa, probablemente de lo mejor de la obra en lo referente a sus metáforas y diálogos—. Una película como Hygiène sociale pareciera necesitar una militancia superior, más incisiva y con un punto de mira más centrado: la predisposición a la hipérbole que demuestra no solo no beneficia al conjunto, sino que incita al espectador a cuestionar la mirada de Côté y hasta qué punto lo suyo es una comedia dramática o un drama cómico. Una película descentralizada y teórica, que más que elaborar fantasea sin llegar nunca a dar con la ejecución más higiénica, a pesar de la distancia, de lo social y de todo lo demás.