Revista Cintilatio
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Wilcox (2019) | Crítica

Dentro de lo infinito
Wilcox, de Denis Côté
Denis Côté ofrece una película de corte experimental y alegórico, que aunque requiera de gran implicación por parte del espectador para entrar en su juego, crece en el recuerdo y propone intensas reflexiones sobre el hombre aislado y la naturaleza.
Por David G. Miño x | 13 marzo, 2021 | Tiempo de lectura: 4 minutos

El ser humano atraído por la naturaleza es un tema recurrente en el séptimo arte. Lo que no lo es tanto es el modo en que la última película del canadiense Denis Côté enfrenta el acto de la contemplación, y mediante el cual coloca a un hombre en un viaje transversal —interior y exterior— por los profundos bosques de Quebec. En su primera toma de contacto, ya llama la atención por la extrañeza que transmite: su diseño sonoro está fuera de todo lo convencional, ya que prescinde del audio en directo para sumergir al espectador en sonidos repetitivos y monocordes, que embotan y traen a la mente una sensación parecida a estar bajo el agua. Solo en algunos casos se permite reproducir la escena auditiva real que corresponde con las acciones del protagonista, y buscan más un abandono del estrés interior momentáneo al que somete el filme que a un afán documentalista repentino.

La «no narración» de Wilcox persigue a un hombre que camina a través de lo salvaje y se va encontrando con una serie de pintorescos personajes con los que interactúa brevemente antes de seguir su camino. Estas pequeñas píldoras de socialización entre inadaptados y solitarios vienen a comentar sobre la desconexión de unas personas que solo encuentran algo de paz cuando se ven reflejados en un igual, y traslada esa carga a la pantalla al mantener en todo momento un estilo fílmico voyerista: fuera de toda estilización cinematográfica —ni etalonaje obvio, ni trucos de cámara, ni montaje— la cámara sigue a su protagonista como si lo observara agazapado entre los arbustos, dejando ver de modo constante un primer plano desenfocado o algún elemento que de a entender que lo estamos mirando sin que él lo sepa.

Wilcox crece en la memoria de un espectador predispuesto, pero para ello hay que haberle abierto la puerta para que pueda plantar su tienda de campaña.

Denis Côté coloca durante todo el metraje elementos en primer plano para dar la sensación de observador escondido.

Mientras tanto, y en medio de estos pasajes en los que tan solo vemos su paso por lugares de extraño parecido entre sí, Côté intercala imágenes de pesadilla para dar forma a los sueños de Wilcox, en arrebatos estilísticos de corte surrealista y que pretenden ilustrar un interior fragmentado en clave lynchiana —con humanos con terribles deformidades y gusanos—. Así, cambia el registro drásticamente, y adopta un punto de vista alegórico que necesita de una interpretación que le de cierto sentido, aunque a menudo se pierde en una confusión demasiado difusa que convierte la propuesta en un laberinto del que es muy difícil salir satisfecho. Su principal problema, como obra de ficción, es que su premisa se agota en los primeros veinte minutos, y a partir de ahí se siente con monotonía, como si todo lo que tuviera que decir estuviera supeditado a la repetición y a sembrar el hastío que, entendemos, siente el protagonista, en los asistentes al filme. Ofrece, por otro lado, un post-visionado paradójicamente mucho más rico, ya que permite reposar lo visto y enlazarlo con películas como Hacia rutas salvajes (Into the Wild) (Sean Penn, 2007) —cuyo protagonista, Christopher McCandless, es citado directamente en los textos que aporta Wilcox en su inicio y su cierre sobre personas que se perdieron en la naturaleza— o autores como Henry David Thoreau y su Walden (1854), ensayo sin el cual probablemente nada de esto existiría.

Todo lo que pretende comentar, la comunión con lo más primario, la conexión íntima de un ser humano con otro en ausencia de lo superficial, si bien es fascinante desde un punto de vista filosófico y merecedor de gran atención, viene a presentar unas carencias narrativas graves que la alejan de ser un producto de mucho mayor calado: no podemos olvidar que se trata de una película —con sus posibilidades y sus cortapisas— que tiene un contexto limitado, ya que prescinde por completo de cualquier telón de fondo que nos haga empatizar en mayor o menor medida con el protagonista y que guíe mínimamente la historia hacia un lugar concreto o abstracto, pero un lugar al fin y al cabo. Wilcox, como decíamos, crece en la memoria de un espectador predispuesto, pero para ello hay que haberle abierto la puerta para que pueda plantar su tienda de campaña.