Majid Majidi es un viejo conocido, un director habilidoso que maneja a la perfección el equilibrio entre el drama, la denuncia y los destellos de comedia, entre la luz y la oscuridad. Ya en 1997 y con la siempre reivindicable Niños del paraíso, con la que optó al Óscar a mejor película de habla no inglesa —en aquel entonces la denominación aún no era «extranjera»— y sucumbiendo el premio ante la apisonadora de laureles de Roberto Benigni La vida es bella, demostraba sus inquietudes más arraigadas, las de poner la mirada sobre la infancia en su Irán natal. Protagonizada esta Hijos del Sol (Sun Children) (2020) por un Roohollah Zamani, en el papel de Ali, que alarga la sombra de excelencia de esos niños actores que salen de la nada tan solo para ofrecer el cielo interpretativo —pienso en Bhavin Rabari, de Last Film Show (Pan Nalin, 2021), o en Joséphine Sanz y Gabrielle Sanz, de Petite maman (Céline Sciamma, 2021)—, la pieza del iraní tiene su punto dickensiano, pero también cierto espacio para la salida del sol, como sugiere su título: más allá de su pesimismo trágico, o si preferimos, de la agonizante mirada que arroja sobre el tratamiento del trabajo infantil, o del racismo y clasismo perpetrado sobre los refugiados afganos que buscan asilo como consecuencia de todos los terrores que vive su país desde hace cuarenta años, Hijos del Sol (Sun Children) es un drama social con la apariencia de cine de aventuras, en el que uno casi se podría imaginar leyendo la prosa de, por ejemplo, una Enid Blyton con su Los Cinco, solo que en medio de un paraje desolado marcado por el conflicto, la violencia y la supervivencia en lugar de por las tramas de buen rollo diurnas y bienintencionadas.
Una pieza híbrida, delineada sobre la inconcreción, tan descriptiva sobre el dolor de una infancia abandonada como mesurada en el concepto del cine expansivo.
Pero la verdad es que Hijos del Sol (Sun Children), pese a todo, se puede quedar un poco incompleta. A pesar de tratar el tema con excelente gusto, e incluso introducir los valores de la educación en su cóctel militante, algo siempre de agradecer, en lo cinematográfico no arriesga y produce una sensación desangelada, convencional, demasiado aposentada en su punto de partida: si bien el protagonista debe sobrevivir en un mundo cruel y atemorizante que jamás debería ser percibido así desde unos ojos tan jóvenes —desde ningunos ojos, en realidad—, y la sucesión fílmica propicia que el espectador se sienta parte de los terrores de esa soledad, es a través de la reiteración de la premisa, o de su indefinición sobre un papel verdaderamente activo en lo referente a su activismo —a pesar de su rótulo de inicio, que dedica la obra a los ciento cincuenta millones de niños que se ven obligados a trabajar para seguir adelante— que se queda fuera de la verdadera importancia. Resulta frustrante, además, observar cómo desde la pretensión de obtener relevancia, o quizá sobrepasar el concepto de la metáfora más elemental, deja fuera de su arco argumental principal tramas que podrían haber elevado, de haber sido cerradas con más concreción, el resultado final de Hijos del Sol (Sun Children), a saber: las fuerzas del orden/el estado como mantenedores del patetismo, la adicción y la drogodependencia, la enfermedad mental asociada a las insostenibles cargas sociales, el papel de la mujer en el estado iraní. Todas grandes fuentes de entidad sobrepasadas por la ligereza en el metraje —que no en el mensaje— y abandonadas a finales desequilibrados atrancados en alcanzar la belleza de un lugar vacío o corrupto —cinematográficamente hablando, a pesar de no resultar demasiado inspiradora, se delimita hacia sus compases finales con cierta poesía visual— pero no desde lo orgánico, sino desde la pretensión de tener bajo el ala al público de Asghar Farhadi y al de Chris Columbus, a la vez. Hijos del Sol (Sun Children) se mira sin sentir la presión del cine que duele, al menos durante gran parte de su metraje, y eso resquebraja los cimientos del arte social sobre el que se apoya; pero por otro lado, es posible acceder a sus imágenes y su inocencia, a su candidez y su mirada fabulada, como de cuento con moraleja, desprendiéndose uno de las necesidades de relevancia y pensándola como un relato narrado y ejecutado con oficio en el que un niño lo intentará todo para mejorar lo que tiene, que no es mucho. Es una pieza híbrida, delineada sobre la inconcreción, tan descriptiva sobre el dolor de una infancia abandonada como mesurada en el concepto del cine expansivo. Lo que está claro es que Ali se quedará con nosotros, y que el nivel de conmoción que provoque dependerá, exclusivamente, de la libertad con la que le permitamos ser algo más.