Céline Sciamma lo ha vuelto a hacer. Ya había pasado con esta Petite maman por la Berlinale, y ahora hace lo propio por la sección Perlak de San Sebastián. Su recordatorio constante de que su cine es un artefacto íntimo y transformador que recorre los lugares más insospechados con apenas dos escenarios y unos pocos intérpretes traspasa todo lo inteligible y convierte la sencillez en un símbolo, el sentido de la maravilla en un intangible y la verdad en un hecho que se separa por completo en contenido y continente —la relevancia, el significado con que enuncia la infancia, la vida interior y los miedos e inseguridades— cuando convierte en metáfora lo que, al natural, ya es de por sí mismo un mensaje que se atribuye por su propia diégesis a lo alegórico. Petite maman traspasa las fronteras de lo narrativo, y se convierte en un espejo de las inseguridades y los recelos que rodean el interregno que queda, yermo, entre el momento en que se crece, y se deja de crecer.
No solo es una aproximación fuera de la norma a la maternidad y a la comprensión de la infancia, sino a la propia esencia de ser persona, de ser hijo, de ser, en definitiva, alguien.
Nelly y Marion comparten unos días de sus vidas, dos niñas de ocho años que, en lo que dura apenas un parpadeo, crecerán juntas y se tendrán la una a la otra en los momentos más críticos de sus vidas. Sciamma, que radiografía los sentimientos y el alma humana como pocos cineastas son capaces de hacer hoy día —y para muestra, les remito a esa obra maestra que es Retrato de una mujer en llamas (2019)—, deconstruye la relación materna filial al colocarla en el mismo plano coyuntural, y de este modo establecer el mismo nivel de relevancia relacional: la belleza de Petite maman existe precisamente porque los miedos de la infancia y la maternidad, tan lejos unos de los otros aparentemente en forma, coexisten bajo ese cielo único que dibuja la francesa para la ocasión, y de esa conexión tan improbable nace la pureza más obvia: que a pesar de todo los monstruos interiores, esa pantera que late en el interior y perturba la propia necesidad de existir, no solo posibilita establecer un traspaso en vertical —de madre a hija y viceversa—, sino que permite percibir el temor y su progresión como un elemento endógeno —qué escena, permítanme mencionar, la de Nelly a los pies de la cama entendiendo por primera vez las sombras, como si el lenguaje fuera, de una vez por todas, universal—. Petite maman no solo es una aproximación fuera de la norma a la maternidad y a la comprensión de la infancia, sino a la propia esencia de ser persona, de ser hijo, de ser, en definitiva, alguien.