Después de todo, el cine es un arte tan colectivo como individual: por un lado, porque depende de la conjunción de sensibilidades, de una suma de humores que se unen para crear algo que permanece; por el otro porque nace de lo más profundo de la propia identidad, de la convicción de salir y buscar algo más. Last Film Show (Pan Nalin, 2021) camina de la mano con el nostálgico, el que se puede identificar con un modo de entender el cine que va más allá de la abstracción: la narración como modo de vida, como óptica a través de la que observar el mundo. Sí, la obra es otro «homenaje al cine» de los que últimamente tenemos bastantes entre manos, y mientras escribo estas líneas, amén de la omnipresente Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988), me viene a la mente constantemente la Un segundo (2020) de Zhang Yimou —cineasta que, por cierto, Nalin cita entre sus «homenajeados» al final de Last Film Show entre otros tantos nombres como Stanley Kubrick, Quentin Tarantino o Jane Campion—, tanto por temática como por ejecución: el acercamiento al cine y el arte de contar historias desde la candidez, desde la pureza fundacional del que se define por y para él, que encuentra en la sucesión de fotogramas no esas veinticuatro mentiras por segundo que decía Haneke, sino una vía para encontrar la luz —bonita, aunque naíf, metáfora saca Pan Nalin en este aspecto de la unión entre la luz y el cine— en los lugares más oscuros.
Una película bella y atemporal, luminosa por concepción pero limitada por su propio volumen.
Last Film Show cuenta la historia de Samay, un niño de nueve años que descubre que su pasión es el cine y que quiere dedicar cada segundo de su vida al arte de la narración, aunque las circunstancias de su vida no se lo van a poner fácil. Decía el propio Nalin en rueda de prensa que la película está basada en su propia infancia, donde creció al oeste de la India y donde no vio su primer filme hasta los nueve años: es fácil sentir la obra como algo personal, íntimo, que habla directamente al espectador con voz casi infantil, la de Samay, removiendo el interior de una pasión y sentando las bases de una génesis. Por otro parte, a pesar de sus muchas interioridades y capas refractarias —de la luz—, Last Film Show tiene algo insatisfactorio, algo que no acaba de sedimentar y que tiene que ver con cierto sentido de la repetición, con cierta actitud fílmica que lleva a la narración a permanecer modificando pequeños elementos de estilo demasiado tiempo de su metraje, introduciendo potentes ideas estéticas pero dejando a la deriva el crecimiento vital de los personajes y abandonándolo a apenas un par de momentos de catarsis en los que, efectivamente, la función avanza. La redención familiar, el sistema social de castas, el papel del género en la estructura doméstica, el cambio de lo viejo por lo nuevo y el trauma que conlleva, son solo algunos de los grandes temas por los que Last Film Show pasa por encima sin llegar nunca a introducirse a fondo, quedándose en la «carta de amor» al cine, que lo es, pero no lo suficientemente transformadora como para mantenerse erguida sin ese «algo más» que le podría haber aportado más profundidad en su contexto y sus arcos narrativos tangenciales. Pan Nalin, que viene de la interesante 7 diosas (2015), entrega una película bella y atemporal, luminosa por concepción pero limitada por su propio volumen. Aunque quedarse con Samay para siempre va a resultar muy fácil. Eso lo tiene ganado.