Toda película que se hace ha de responder necesariamente a una pregunta: ¿está su existencia justificada? En el caso de las secuelas, esta pregunta es doblemente importante, ya que además de justificar su propia existencia, la película ha de dar un motivo por el cual sea necesario continuar una historia que ya ha sido contada. ¿Se van a explorar temas nuevos? ¿Se va a evolucionar a los personajes en una nueva dirección? A todo esto ha de añadirse que nunca es fácil hacer una secuela de una película culturalmente icónica, y Gladiator (Ridley Scott, 2000) sin duda lo es. Si bien su guion no era nada del otro mundo y se ceñía a una historia de venganza bastante arquetípica (algunas de las críticas en su día la acusaban de ser un espectáculo vacío, pero afortunadamente a la historia suele importarle poco la opinión de la crítica) esa película resultó ser uno de esos casos en los que todos los planetas se alinean para dar la película perfecta. Máximo Décimo Meridio (nombre, por cierto, que nos indica que el personaje es natural de Mérida, un saludo para nuestros lectores extremeños) declamando como piensa vengar a su mujer e hijo asesinados frente al emperador con una determinación y gallardía (o como decimos en mi barrio, con unos cojones) brutales, la música de Hans Zimmer sonando a todos los decibelios que puede dar un altavoz mientras vemos planos de una Roma Imperial reconstruida por ordenador que se ven mejor que la mayoría de efectos especiales que se hacen hoy en día, Ridley Scott con el ego al 110% copiando plano por plano la llegada de Hitler en El triunfo de la voluntad (Leni Riefenstahl, 1935) en la escena en la que Comodo regresa a Roma, Russell Crowe gritando al público «¿os estáis divirtiendo?»… hablamos de la película con más momentos épicos por metro cuadrado de la historia del cine, una película tan grande que las leyes de la física dicen que debería colapsar bajo su propio peso, y de algún modo, todos y cada uno de ellos funcionan, una de esas cosas que la ciencia no puede explicar. Ahora, más de veinte años después, llega a los cines Gladiator II (Ridley Scott, 2024). ¿Está la secuela a la altura de la original?
Gladiator II empieza años después de su predecesora, con un Lucio ya adulto que ha tenido que abandonar Roma y que, tras ver su nuevo hogar arrasado por los ejércitos del general Acacius y ser capturado como esclavo, decide vengarse con la ayuda de Macrino, un hombre adinerado y de gran influencia política que busca hacerse con el poder del imperio. Aunque la historia guarda enormes similitudes con la primera entrega, trata de aportar elementos nuevos tanto a la parte de la venganza como a la intriga política para hacer de este largometraje algo nuevo, que hereda de su precuela pero también trata, al mismo tiempo, de tener su propia voz.
Una cosa que hay que dejar clara es que, como película independiente, Gladiator II es una buena película. Lo es porque la primera parte lo era, y esta secuela bebe muchísimo de su antecesora. Para un director puede ser tentador hacer películas que respondan a las modas de turno y que, en consecuencia, mueran cuando esas modas dejen de ser relevantes. Pero la cinta que hoy nos ocupa, al igual que su predecesora, tiene otra filosofía detrás. No aspira a ir con la moda cinematográfica del momento, sino a ser una película universal, una película que podría haber sido disfrutada hace cincuenta años, y que lo será dentro de cincuenta años. Los valores que ya estaban explorados en la película anterior, como el estoicismo o el culto a la virtud frente a la decadencia y el vicio regresan aquí, quizá cuando más nos hacen falta. Eso no significa que la película sea un corta y pega de su predecesora, ya que hay determinados aspectos en los que muestra una evolución con respecto a su predecesora.
Un ejemplo de esto es la historia de venganza de nuestro protagonista Lucio contra el general Acacius. Mientras que en la primera película la historia de venganza era bastante directa y el antagonista, Comodo, era un ser tan absolutamente repugnante a todos los niveles que cualquier cantidad de violencia contra él era no solo justificada sino deseable (vamos, el Fernando VII de la era romana) y por lo tanto empatizar con el objetivo de venganza de Máximo era algo muy fácil, aquí el personaje interpretado por Pascal, responsable de la muerte de un ser querido para el protagonista y objeto de su deseo de venganza, se nos muestra como un hombre digno, honrado a su manera, lo cual hace que relativicemos nuestra simpatía hacia el objetivo del personaje al que encarna Mescal. Por un lado, entendemos el deseo de venganza del protagonista, pero por el otro, vemos que aquel de quien se quiere vengar no es necesariamente alguien que merezca morir. A diferencia de la primera parte, aquí la película no telegrafía al espectador de qué lado de la historia de venganza ha de ponerse, dándonos en su lugar un protagonista algo más oscuro y un antagonista algo más loable. Ambos personajes son, a su manera, herederos de Máximo (uno es su hijo, otro combatió en sus ejércitos) lo cual hace que más que una confrontación entre el bien y el mal como vimos en la anterior entrega, esta historia de venganza se parezca más a un choque entre iguales.
Se puede decir que, si bien la historia de venganza sigue aquí, ha cambiado, o, mejor dicho, ha madurado. Se aleja de la simplicidad de su predecesora para, en su lugar, ofrecernos una narración con más matices, que en lugar de caer en los blancos y negros baila en la escala de grises. Esto es algo que se repite a lo largo de toda la película. Si bien vemos un retorno a muchos de los elementos dramáticos de la primera parte, estos no se calcan directamente, sino que se reinterpretan desde un nuevo punto de vista. El gladiador que hace temblar los cimientos políticos de Roma y se revela contra el poder ya no es un general caído en desgracia, sino un hijo pródigo. El personaje que quiere hacer caer a un poder corrupto, Macrino, ya no es un honrado senador que quiere traer de regreso la democracia (o bueno, los comicios centuriados, que es lo más parecido que el mundo romano tuvo a una democracia) sino un aspirante a emperador con su propia agenda no necesariamente altruista. Cuando Gladiator II regresa a la primera parte no lo hace para copiarla y volver a venderla al público como si fuera un remake encubierto, sino para volver a analizar lo que esta película decía pero con una mirada algo más cínica y desengañada.
Una película que parece estar en guerra con la época en la que se ha estrenado y que retoma los valores que ya defendió su antecesora.
Eso no significa que la película no continúe con el legado de idealismo de su antecesora, de hecho todo lo contrario. La cinta es consciente de los valores humanos que defiende (la fuerza, el honor y todas las virtudes que caben entre ambos) pero a la vez es consciente de la época en la que está. La primera parte se hizo en ese breve periodo de tiempo en el que ya había caído el comunismo pero no lo habían hecho las Torres Gemelas, y EE. UU. estaba ya celebrando en la Cibeles el haber logrado la victoria final sobre la historia (palabras de Fukuyama, no mías) y por lo tanto estamos ante un cine optimista, que gustaba de contar historias sobre individuos heroicos enfrentándose a gobiernos despóticos y tiránicos en su lucha por la libertad que de alguna forma encarnaban los valores de la democracia liberal frente al totalitarismo comunista. Dos décadas después la cosa ha cambiado. Dos recesiones económicas, una derrota militar en Oriente Medio, una crisis de valores como pocas veces se ha visto en Occidente y un colapso del antiguo régimen político han transformado ese optimismo en una sensación de incertidumbre sobre el futuro, pesimismo y vacío existencial que ha sido particularmente aguda con las nuevas generaciones. Y precisamente para ellas va esta película. Una película que les comprende, que entiende que creer en cosas como la virtud, como la fuerza y el honor en tiempos oscuros es difícil, muy difícil, pero precisamente son los tiempos oscuros los que más necesitan de fuerza y de honor.
La dosis de decadencia que en la anterior entrega ponía Comodo viene dada en la secuela por los idiotas de Geta y Caracalla (no es un insulto gratuito, la historia confirma que eran idiotas en la vida real y como tal son representados en la película), líderes políticos totalmente despóticos y frívolos. Por desgracia, nunca llegan a tener la enjundia de Comodo y aunque el guion se esfuerza en darle peso y relevancia a su subtrama de lucha política frente a Macrino, por momentos se siente como la parte menos inspirada de la película. Donde sí brilla el filme es en su espectacularidad, con combates mucho más impactantes visualmente de lo que ya vimos en la primera obra, y que culmina en una secuencia espectacular de una Naumaquia. La mayor cantidad de secuencias de acción es sin duda una de las grandes diferencias de esta película con su precuela y donde Scott muestra sus mejores virtudes como realizador.
Gladiator II , igual que su predecesora, no deja de hacer un interesante comentario político, y en ese sentido comprende la época en la que se estrena igual o mejor de lo que comprende la época en la que se ambienta. Gustavo Bueno acuñó hace años el término Fundamentalismo Democrático, para definir aquella ideología que creía en la democracia de forma fanática y que la defendía a cualquier coste, por muchas imperfecciones que tuviera. Para Bueno, la democracia no era ni más ni menos que un medio para un fin, y explorar medios alternativos era algo perfectamente legítimo, asumiendo que mientras las democracias eran superiores a las autocracias en ciertos aspectos, perfectamente podía haber otros aspectos en los que las autocracias fueran superiores a las democracias. Miren ustedes sin ir más lejos a China, una dictadura en la que, a diferencia de democracias como las occidentales, sus ciudadanos no tienen el derecho a la libertad de expresión para criticar al gobierno. Pero por otro lado, tampoco tienen problemas de tráfico de drogas ni una generación de jóvenes graduados universitarios que no pueden independizarse hasta los 30 ni tener hijos hasta los 40 por la inestabilidad laboral. Scott entiende esta dicotomía, y mientras la primera parte era un elogio velado de la democracia liberal posterior a la guerra fría, esta secuela se para a sopesar las virtudes de un liderazgo político autoritario como solución a los problemas sociales de una civilización (no olvidemos que los mejores tiempos de Roma tuvieron lugar precisamente cuando Augusto terminó con la república senatorial y se dedicó a gobernar con mano de hierro).
Así pues, Gladiator II demuestra ser una secuela continuista, una segunda parte que en lugar de romper con su legado, vuelve a él, pero eso no significa que se limite a repetirlo, sino que más bien prosigue donde la anterior película termina, llevando los mismos temas que ya existían a nuevos lugares. Existe una pequeña diferencia entre volver a hacer lo mismo y hacer algo totalmente distinto, y en ese espacio existe esta película, lo suficientemente cercana a la original como para ser reconocible pero a la vez contando su propia historia. Naturalmente, ninguna película es perfecta, y Gladiator II también tiene su dosis de defectos. Dejando a un lado errores históricos (algo irrelevante dado que estamos ante una obra de ficción) la película tiene determinados momentos excesivos que no terminan de encajar con el tono solmene al que la película aspira, y en ciertos tramos la acción hecha por ordenador hace que el film se asemeje peligrosamente a una película de superhéroes hollywoodiense en lugar de a un drama histórico. Las interpretaciones, aunque competentes, carecen del carisma que Crowe le dio a su icónico personaje hace más de dos décadas y ninguno de los personajes está escrito de forma tal que pueda salirse de la alargada sombra de Máximo Décimo Meridio. Incluso la música también se queda por debajo de lo que vimos (o mejor dicho, escuchamos) en la anterior entrega, echándose en falta una banda sonora tan épica e icónica como la que nos dio Hans Zimmer en su momento. Son estos defectos los que alejan a esta secuela de la casi perfección de su antecesora. Los ingredientes están ahí, igual que hace 24 años, pero esta vez parece que los planetas no se han terminado de alinear y el resultado es una película muy buena pero que no llega a la perfección de su predecesora.
Pero, con sus defectos y sus virtudes, Gladiator II es una película que responde afirmativamente a la pregunta que nos hacíamos en la introducción de esta crítica. Y lo que es más importante, retoma los valores que ya defendió su antecesora y los entrega, en un nuevo envoltorio, a una generación que los necesita más que cualquier otra pero no lo sabe. Una película que parece estar en guerra con la época en la que se ha estrenado, una época dominada por el cine cínico de valores decadentes e inundada por el pesimismo y el nihilismo, y se empeña en ser todo lo contrario, una película que significa algo. Y por eso mismo Gladiator II ha de existir, para ser la Gladiator de aquellos que no vieron Gladiator. Para decirle a una nueva generación dos palabras que nunca ha escuchado: Fuerza y Honor.