¿Qué historias nos cuenta el cine histórico?
El pasado visto desde el presente

El cine histórico es, ante todo, una reinvención del pasado hecha desde el ahora, y por lo tanto proyecta inconscientemente en los acontecimientos que cuenta inquietudes, ideas y realidades propias del presente que ofrecen una lectura muy interesante.

Existe entre historiadores un chascarrillo que ha pasado de generación en generación en las facultades y que dice algo así como que si se le pregunta a cualquier historiador cuál es el siglo más importante de la Edad Media (que recordemos, va del V al XV), este siempre responderá que, sin duda, el XIX. Esto no se debe a ninguna confusión, sino al hecho de que durante el siglo XIX se produce en Europa la gran explosión de estudios medievales, y la práctica totalidad de las ideas y nociones que en el imaginario colectivo tenemos de ese período (tanto verídicas como irreales) datan de ese siglo. Como todos los buenos chistes, este usa el humor para transmitir una verdad, el hecho de que el estudio de la historia nunca ha estado ni estará libre de presentismos varios, en ocasiones intencionados y en otras, las más, fruto de errores accidentales sin mala fe causados por las propias corrientes culturales de cada momento. Tal como explicaba Eric Hobsbawm en su obra La invención de la tradición, el pasado es algo que está en constante construcción desde el presente. Y cuando el cine se adentra en el pasado, es innegable que este fenómeno se va a dar en la forma de películas que reinterpretan el pasado desde el prisma del momento histórico en que están hechos. No obstante, lejos de suponer un problema para el amante de la historia, este fenómeno transforma estas películas en un delicioso documento histórico. Quizá no del período que reflejan, pero sí del período en que fueron realizadas.

Es por eso que analizar el cine histórico para entender cómo sus inexactitudes y concepciones equivocadas del pasado muchas veces tienen más que ver con el contexto histórico del autor que con la ignorancia histórica nos ayuda a entender mejor la naturaleza de dicho género, un género que por otro lado es tan antiguo como el cine mismo. Los primeros éxitos del cine histórico tienen lugar en el periodo de entreguerras y de forma particularmente intensa en dos países: Francia y la Unión Soviética. En el caso del país galo, los episodios adaptados a la gran pantalla son biografías de personajes particularmente ilustres de la historia de la nación francesa, como es el caso de La pasión de Juana de Arco (Carl Theodor Dreyer, 1928) o la monumental Napoleón (Abel Gance, 1927). Estas películas narraban de una forma totalmente idealizada las historias de estos grandes iconos de la cultura y la memoria colectiva francesa (no olvidemos que en el momento del estreno hace poco más de cien años que Bonaparte ha fallecido y menos de sesenta desde que su sobrino dejara el trono de emperador de los franceses) de una manera profundamente nacionalista que encaja a la perfección con el patriotismo de una nación que ha ganado la Primera Guerra Mundial y está, en consecuencia, haciendo un cine de vencedores y de exaltación del espíritu nacional. En el caso de la Unión Soviética, el cine histórico es un hijo directo de la revolución y una gran parte de su cine histórico rememorará los episodios de la reciente revolución de 1905. Películas como La madre (Vsevolod Pudovkin, 1926) o la archiconocida El acorazado Potemkin (Sergei M. Eisenstein, 1925) se usan por lo tanto como vehículo para la implantación entre la población de los ideales comunistas del nuevo gobierno. Fuera de estos dos polos cabría destacar el incipiente cine histórico estadounidense que empieza a contar historias europeas pero adaptadas a los gustos locales, iniciando una tendencia que veremos explotar más tarde, en películas como La reina Cristina de Suecia (Rouben Mamoulian, 1933).

Desde sus inicios, el cine histórico presenta una clara cercanía a la propaganda política.

Pero sin duda, el gran icono del cine histórico en Estados Unidos no es otro que D.W. Griffith, el cual recrea en El nacimiento de una nación (D.W. Griffith, 1915) la Guerra de Secesión americana en clave sureña y adoptando muchos de los mensajes proesclavitud y contrarios a la unión que todavía eran por aquella época populares en el sur del país. En este sentido la película recoge gran parte de la narrativa de los estados confederados durante la posguerra, aspectos que son claves para entender ciertas visiones de la propia identidad y ciertos revisionismos históricos que han venido siendo comunes en los estados sureños desde entonces. La película, aunque muy polémica en el momento de su lanzamiento, es hoy considerada un hito de la historia del cine en tanto que se puede considerar la obra fundacional del lenguaje cinematográfico como expresión artística tal como hoy la conocemos. En defensa de Griffith, la película es una adaptación del escritor sureño Thomas Dixon, Jr., por lo cual, y en especial si se observa el resto de la carrera del cineasta, el contenido abiertamente racista de la película ha de entenderse no como la plasmación del director de su propia idiosincrasia sino como resultado de su visión de artista cinematográfico para traducir una obra literaria al lenguaje cinematográfico. Sea como fuere, en lo que quizá fuera la campaña de limpieza de imagen más antigua de la historia del cine, al año siguiente dirigiría la también notable Intolerancia (D.W. Griffith, 1916), película con un mensaje totalmente contrario al de su predecesora y que sería un sonoro fracaso en taquilla.

La crisis del 29, el ascenso de los movimientos autoritarios y la Segunda Guerra Mundial suponen un impacto tremendo en el cine, que se volverá en este momento un arma propagandística profundamente exitosa en ambos lados del frente. Mussolini comprenderá esta realidad del cine cuando fomente la producción de películas históricas ambientadas en el Imperio Romano destinadas a establecer una correlación entre su gobierno y el pasado de los emperadores, mientras que en Japón el gobierno trata de usar el cine de samuráis para difundir mensajes nacionalistas, si bien esto choca con la oposición de directores como el legendario Sadao Yamanaka. No obstante, la coyuntura bélica hará que la industria se centre en producciones de carácter propagandístico y militarista, no regresando el género histórico a dominar las pantallas hasta pasada la guerra. Sin embargo, en este nuevo mundo en el que el cine ha pasado de ser una novedad a un aspecto cultural plenamente integrado en la sociedad, la lectura del pasado que las películas realizan se vuelve mucho más complejo.

En la Unión Soviética, el cine propagandístico directo y sin anestesia de los años veinte pasa a mejor vida a la vez que surgen una nueva generación de películas que mediante la recuperación de la historia de Rusia buscan por un lado la rusificación de todas las repúblicas soviéticas y, por otro, ensalzar la figura de Stalin al equipararlo a grandes figuras del pasado de la nación como es el caso del zar Ivan IV en Iván el Terrible (Sergei M. Eisenstein, 1944). La película, primera parte de una deseada trilogía, fue del agrado del dictador, que sin embargo censuró la secuela, la cual solo se pudo estrenar tras su muerte, y ordenó destruir todas las copias de la tercera, que se perdió casi en su totalidad. Paralelamente, en Hollywood el cine histórico triunfaba por un lado con el género wéstern, el cual contaba la conquista del Oeste en clave hiperpatriótica e idealizada, popularizando obras como Centauros del desierto (John Ford, 1956), un cine que construía desde el presente un pasado heroico para una nación (EE. UU.) que tras la guerra se veía en una posición de dominio mundial. Por otro lado, películas como El señor de la guerra (Franklin J. Schaffner, 1965) o Los vikingos (Richard Fleischer, 1958) contaban historias del pasado histórico europeo pero en clave estadounidense (con estrellas de Hollywood y guiones adaptados a los gustos del público norteamericano) en un proceso de fagocitación del pasado de otras naciones e incorporación del mismo en la cultura popular propia. Si el ciudadano español siente una conexión con el Cid o el inglés con Robin Hood debido al pasado histórico y la cultura popular de sus respectivas patrias, el estadounidense lo tiene con las versiones cinematográficas de dichos personajes. Que sea ahora Estados Unidos quien cuenta la historia de Europa refleja, además, el traspaso definitivo de la hegemonía geopolítica mundial.

El cine de los cincuenta y sesenta usa las narraciones históricas para tratar inquietudes políticas propias del momento.

De todas maneras, el cine histórico estadounidense de los años cincuenta y sesenta también servirá para tratar problemas políticos contemporáneos, siendo el caso más evidente Espartaco (Stanley Kubrick, 1960), la cual se convirtió en un icono cultural al usar la historia de la revuelta de esclavos romana para lanzar una crítica a la caza de brujas del gobierno de EE. UU. durante la guerra fría. Con la caída del sistema de estudios y el alzamiento del nuevo Hollywood en los años setenta el género histórico, dejando a un lado títulos concretos como Los duelistas (Ridley Scott, 1977), Barry Lyndon (Stanley Kubrick, 1975) o La misión (Roland Joffé, 1986) entraría en una fase de casi desaparición al tiempo que las audiencias se decantaban por otras películas más baratas de producir. No sería hasta finales de los ochenta y en especial en los noventa cuando el cine histórico sufra un revival, en parte por las propias circunstancias históricas de la época.

En los años noventa, la caída de la URSS y el fracaso del comunismo como ideología (y por lo tanto, el triunfo del capitalismo y el liberalismo) coincide con la revitalización del género histórico por parte de productores como el ahora caído en desgracia Harvey Weinstein que ven en este género un nicho para producir películas destinadas a triunfar en los certámenes de premios. Esta mezcla explica que durante la década de los noventa abunden las películas sobre figuras históricas que, de una u otra manera, se rebelan contra gobiernos autoritarios y en defensa de la libertad y la justicia, reflejando así la lectura política que desde EE. UU. se hacía del colapso soviético. En esta clave hay que entender cintas como las oscarizadas Braveheart (Mel Gibson, 1995) o Gladiator (Ridley Scott, 2000), películas que adaptan el pasado de una forma bastante libre e inexacta para contar historias sobre personajes individuales que, para preservar su libertad ante personajes de personalidades dictatoriales y estados opresores, luchan (y en ocasiones mueren) para que sus ideales de libertad y democracia puedan pervivir. Películas en las que vemos el triunfo moral (e histórico) de la libertad individual (que encarna los valores de EE. UU.) frente al autoritarismo colectivo y despótico (reflejo de la URSS) incluso si esto implica la presencia de numerosos anacronismos (como el uso del kilt entre los escoceses dos siglos antes de tiempo) o la incorporación de episodios históricos totalmente inventados, como el establecimiento de un gobierno republicano en Roma tras la muerte de Comodo. Estos errores no se deben meramente a confusiones históricas, sino que responden a la incorporación por parte de los creadores de elementos simbólicos que sirvan para realzar los mensajes políticos de estas películas.

El idilio de EE. UU. con la supremacía geopolítica duraría hasta la década de los dos mil, cuando los atentados del 11S darían paso a dos décadas de guerra en Oriente Medio. Si bien los pormenores del cine que salió de dichos atentados ya han sido tratados en otro artículo, es evidente que un acontecimiento de tal proporción obliga a una severa relectura por parte de los cineastas del pasado para tratar de encontrar paralelismos con la situación contemporánea. Esta nueva situación dio paso a dos tipos de película, por un lado hablamos de ejemplos de cine hiperpatriótico que busca trasladar al pasado la narrativa del enfrentamiento entre los valores de Occidente (libertad, democracia, etc.) y los de Oriente (fanatismo religioso, gobiernos autocráticos, etc.). El título más representativo de esta visión de la historia es, sin duda, 300 (Zack Snyder, 2006) una película que además de ahondar en los mitos peyorativos sobre el Imperio Persa (en realidad un imperio muy tolerante a nivel religioso y no menos civilizado ni avanzado culturalmente que las polis griegas contemporáneas) se presenta como el traslado a la época de las Guerras Médicas de lo que en esencia es una historia de Navy Seals luchando contra terroristas islámicos pero equipados con Xifos en lugar de M16 y con Hoplon en vez de chaleco de keblar. Otra cinta que también ahonda en esta lectura de las relaciones entre Oriente y Occidente es la decepcionante Alejandro Magno (Oliver Stone, 2004), en la que nuevamente vemos a un personaje occidental que representa la democracia y el progreso (cosa que la Macedonia alejandrina no representa particularmente), Alejandro, llevar a término una campaña militar contra un estado oriental despótico y autoritario como es el caso del Imperio Persa. La fijación del cine estadounidense con Persia antigua es un fenómeno digno de estudio y se suma a la leyenda negra que este imperio ha venido sufriendo desde el s. XVIII, pero por lo menos la Persia antigua rio la última al tener una influencia cultural mucho mayor que cualquier civilización coetánea en el mundo actual (sí, ha leído usted bien, las sociedades actuales tienen más de persas que de atenienses, pero el mundo todavía no está listo para esa conversación).

El cine histórico no aspira a ser un documental. Al contrario, hemos de entender que el género, salvo alguna excepción, busca poner la historia al servicio del arte cinematográfico.

Por otro lado, surge también un cine menos propagandístico y más reflexivo, que en lugar de alimentar el discurso del momento, decide usar la reinterpretación de la historia como espacio de reflexión sobre las relaciones entre estas dos cosmovisiones. En esta lista estarían películas como la infravalorada El reino de los cielos (Ridley Scott, 2005), la cual, de una manera no particularmente sutil, usa las cruzadas para reflexionar sobre el absurdo que supone la violencia y la guerra en nombre de la religión y denuncia la mezcla de intereses políticos, económicos y religiosos en esta clase de conflictos. Si bien un tanto ingenua, esta lectura del director británico del pasado demuestra, por otro lado, una admirable capacidad para observar con perspectiva, y sin renunciar a las ideas propias en pos de la narrativa imperante, el mundo que le rodea, y hacer cine en consonancia con esas ideas, algo de lo que no todos los realizadores pueden presumir. No cualquier director hubiera hecho una película crítica con el recurso al conflicto bélico en un momento en que casi toda la sociedad estadounidense pedía guerra.

La caida de la URSS en los noventa da paso a un cine histórico donde cobran protagonismo las historias de lucha por la libertad y contra la tiranía.

La crisis de 2008 obligó al cine y a los estudios a ajustar presupuestos y ser más selectivos con los proyectos, películas épicas de carácter histórico que empezaban a no funcionar bien en taquilla y perdían en ocasiones varios millones ya no eran una opción, a lo cual hay que sumar el alzamiento del cine de superhéroes (o, en las acertadas palabras de Iñárritu[1], el genocidio cultural, no sin alguna excepción, del cine de la década de la última década) como gran género del momento. Las películas históricas pasan ahora a ser un género mucho más pequeño y a ser particularmente exitoso no tanto en la pantalla grande como en la televisión gracias a series excelentes como Vikingos (Michael Hirst, 2013), que ven en los medios técnicos actuales una forma de por fin llevar a la pantalla el universo mental, cultural y espiritual de estas épocas apostando por el realismo.

Con la llegada del nuevo milenio, y en particular con la crisis económica de la década de dos mil diez, se produce también una intensificación de las dinámicas de decadencia de la civilización Occidental que ya en los años veinte del siglo pasado fueron identificadas por Oswald Spengler y que en la actualidad se caracteriza por la acumulación del poder político y mediático por parte de las élites económicas, la deconstrucción de las estructuras sociales tradicionales o la atomización social a través del alzamiento de las ideologías identitarias. Esta situación produce un cine histórico que reinterpreta el pasado para adaptarlo a las inquietudes sociales y discursos de este tiempo, como es el caso de The Aeronauts (Tom Harper, 2019), una película biográfica sobre los viajes en globo del conocido científico James Glaisher que para dar a la película un tono feminista sustituye al personaje histórico del piloto de globo Henry Tracey Coxwell por un personaje ficticio femenino, una decisión particularmente peculiar teniendo en cuenta que en la historia no escasean las mujeres parcialmente desconocidas sobre los que hacer películas excelentes, desde Inés Suarez o Catalina de Erauso hasta Camille Claudel. Más reciente es el caso de La mujer rey (Gina Prince-Bythewood, 2022), la cual reimagina en clave anticolonial y antirracista la lucha del reino africano de Dahomey contra las tropas francesas, olvidando que en la realidad este reino se dedicaba al comercio de esclavos como principal actividad económica y que su confrontación con Francia se debió a una disputa territorial. Se asiste de nuevo a una reescritura de la historia que no está interesada en contar el pasado sino en manufacturar una suerte de mitología e iconografía historicista para uso de determinadas narrativas políticas contemporáneas.

Tal y como hemos visto, el cine histórico no es ni aspira a ser un libro de texto o un documental. Muy al contrario, hemos de entender que el género, salvo alguna excepción, busca poner la historia al servicio del arte cinematográfico y no al revés. Eso no hace a estas películas necesariamente menos disfrutables per se ya que una obra de ficción cinematográfica es, ante todo, un producto que ha de ser juzgado por sus méritos artísticos y no por su exactitud histórica. Pero además de esto, es necesario entender que las películas históricas son un documento maravilloso sobre la ideología y la cultura del tiempo en que fueron creadas, y como tal han de ser entendidas por la audiencia. Es así que el hecho de que, por ejemplo, 300 sea un anuncio de reclutamiento de los marines de dos horas ambientado en Esparta o La mujer rey sea una fantasía de poder antirracista para la América post Black Lives Matter ha de entenderse no como algo peyorativo, sino como un entrañable reflejo de lo que el cine histórico realmente es: unas lentes hechas de presentismo con la que mirar no al pasado que fue, sino al que hubiésemos querido que fuera.


  1. Gimeno, S. (2014, 20 octubre). Alejandro Gonzalez Iñárritu dice que las películas de superhéroes son «genocidio cultural». SensaCine.com. https://www.sensacine.com/noticias/cine/noticia-18521956/[]
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El nacimiento de una nación
El nacimiento de una nación (D.W. Griffith)
La pasión de Juana de Arco
La pasión de Juana de Arco (Carl Theodor Dreyer)
Centauros del desierto
Centauros del desierto (John Ford)
300
300 (Zack Snyder)




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