Creo que era Kirk Douglas el que en sus memorias El hijo del trapero contaba cómo Hollywood y sus estrellas eran como un vagón de tranvía que circulaba cuesta abajo a toda velocidad, y que además iba siempre lleno, gracias no solo a que sus pasajeros iban muy apretujados, sino también porque había codazos, empujones y unas ganas reales que se convertían en paradigmáticas y tópicas de tirar directamente fuera a los peores rivales. Saco a colación esta anécdota no solo a propósito del personaje de Eva (Anne Baxter) en esta obra maestra del cine de todos los tiempos —la extrapolación al mundo del teatro no es para nada extemporánea, habida cuenta de que Eva no solo consigue el premio legítimo de Margo, sino que será suplantada poco después de colgado el cartel de final de la película, por Phoebe (Barbara Bates)— sino sobre todo de esa estrella rutilante que es Margo Channing (Bette Davis), alguien que empezó en esto bien joven, y que sufre del mal de tantas actrices sean de cine —y ahora lo explicaré con más detalle— o teatro: su veteranía. Y es que por más que intentemos disimularlo, el edadismo —o lo que ahora llamamos así— es evidente que ya por entonces también se estilaba.
Hablábamos de actrices también de cine, y no tenemos más que acordarnos del dúo protagonizado por William Holden y Gloria Swanson en esa decadente obra que recuerda en su mecanismo de relojería no menos efectivo de guion en El crepúsculo de los dioses (Billy Wilder, 1950), mecanismo por el que sin abordar —o no en su trágico esplendor— el tema de la paulatina pérdida de dignidad de su protagónico, aquí Mankiewicz trata con similar circularidad como si un disco de vinilo estuviese sonando en una de esas antiguallas —Norma Desmond también lo es, como última musa del cine mudo que se resiste a dejar de aparecer— llamadas gramolas, el tema del fingimiento. Sacamos igualmente a colación este pensamiento, debido a que ambos largometrajes se estrenaron el mismo año de 1950, cosechando una mayor cantidad de premios la que nos ocupa, antes que la peculiar y casi pervertida parábola de Billy Wilder.
Como hemos dicho en alguna ocasión, los años cincuenta que empezaban no fueron precisamente de relumbrón para la industria del cine, y es bien cierto que la película de Wilder tiene sobresalientes virtudes, sobre todo a nivel narrativo y de punto de vista, pero lo que llama poderosamente la atención y las diferencia, siendo los dos dramas oscuros sobre la condición humana, es el trato exquisito en la dirección actoral, la sutileza a la hora de tratar los conflictos y el hecho de que probablemente sin saberlo aquí Mankiewicz se está también haciendo garante de la literatura de Henry James, o ¿no se ven claros los parecidos entre la institutriz de Otra vuelta de tuerca y ese personaje encarnado por Anne Baxter tan falsamente desvalido en un principio? Eso por no hablar de la gran cantidad de lecturas que tiene el filme, que en este sentido y si El apartamento es catedral, Eva al desnudo bien pudiera ser enciclopedia del cine clásico en el mejor sentido del término, si bien si en El crepúsculo de los dioses se nos habla en todo momento de cine, es verdad que en la que nos ocupa se hace también lo propio de literatura y teatro, constituyendo a veces este rasgo una rémora por la que aún así Margo contiene sus impulsos, pero Eva los desata hacia estos lados.
Lo inolvidable igualmente del filme es el hecho de que el realizador no muestra en ningún momento la representación de Margo ni de Eva, y solo mediante la acción en el ínterin o bambalinas, el espectador acaba sabiendo quién interpreta mejor su papel. Del mismo modo, se adivina a través del servilismo de Eva, que en algo nos está mintiendo, antes de que Addison DeWitt (George Sanders) la desenmascare por completo. Se descubre asimismo cómo el gran perjudicado ante tanta susceptible maledicencia es Lloyd Richards (Hugh Marlowe), dramaturgo casado con Margo que, desde su admiración verdadera a la Davis, se convierte en un pim pam pum de todos ellos. Del mismo modo, el papel del crítico teatral es fundamental, y el matrimonio formado por la primera narradora interpuesta, Karen (Celeste Holm), representante de Margo, y su marido, nos hacen ver desde un principio cómo personas totalmente ajenas al teatro más que como espectáculo que da dinero y nada más, mueven los hilos de la escena también a su antojo, anticipándose a otra influencia cinéfila esta vez posterior, la de La calumnia de William Wyler, cuyo desarrollo en torno a la teoría del rumor (no solo está la realidad, sino la verdad subjetiva de cada uno) bebe sus fuentes también de cerca de aquí. En el reparto también está (los secundarios son casi incontables) Marilyn Monroe, como amante furtiva de DeWitt, empresario, la señorita Casswell.
Aparte del guion y el reparto, es destacable el hecho de que la película apenas ha envejecido. La fotografía de Milton R. Krasner (Tú y yo, La tentación vive arriba) refleja no solo el flamante blanco y negro necesario, sino el talento reconocido posteriormente al ser el primer cámara en ganar un Óscar. Este rasgo combina a la perfección con la música de Alfred Newman, música de comedia dramática como compuesta a alta velocidad, que crea un efecto de confusión adecuado para entrar dramáticamente en la trama y los personajes. El montaje de Barbara McLean y la dirección de arte de George W. Davis se coordinan para que pasemos de espacios traseros a interiores de relumbrón, y nos creamos la falsa humildad de Eva. Las tareas de maquillaje de Ben Nye se dejan ver sobre todo en la notoriedad que ya antaño tuvo y retuvo Margo. Con catorce nominaciones a los Óscar, conquistó seis incluyendo el de mejor película, director y guion. Aun hoy, la crítica sigue siendo unánime en sus aplausos, siendo considerada la mejor película de su director —y eso que tiene unas cuantas obras maestras—. De él, debemos contar cómo su vida profesional no siempre fue celebrada, y prueba de ello es el biopic basado en hechos reales —Mank— basado en la conflictiva autoría del libreto de Ciudadano Kane, donde Fincher mostró anteriores luces y sombras del hoy personaje en el sentido más magno del término.