Perteneciente a la etapa más decadente de Carol Reed como realizador, donde apenas y como pasó a muchos, dio esta película historicista en unos sesenta en los que los péplum de romanos antiguos eran mero producto palomitero de Hollywood, constituye una rara avis en la producción de este inglés que apareció con Hitchcock, y desapareció definitivamente un 25 de abril de 1976 debido a un infarto de miocardio. No obstante, podríamos decir que fue no solo también el director de El tercer hombre (1949), sino que casi murió con las botas puestas, entregando después de esta, el genial musical Oliver (1968), así como los filmes El indio altivo (1970) y Sígueme, esta última de 1972. En el caso del filme que hoy nos ocupa, se trata de una obra que nos introduce muy didácticamente —el peso de lo teatral lo notamos en el hecho de que sabemos más de los personajes por sus largas peroratas, antes que por lo que otros opinan de ellos— como ya hacía la novela de Irving Stone en que está basada, en la vida del escultor metido por un mecenas especial en la pintura de frescos religiosos, el florentino Michelangelo Buonarroti, interpretado aquí con solvencia física y espiritual por un Charlton Heston en estado de gracia, cuarenta años antes de que Michael Moore lo sacara en Bowling for Columbine (2002) como miembro de la Asociación Norteamericana del Rifle. La película es muy bienintencionada y hace reflexionar sobre la necesidad del trabajo por encargo en este campo tan desagradecido e intangible más que desde la mirada de cada cuál que es la pintura. La conclusión es que Buonarroti, a pesar de haber levantado en el Renacimiento italiano monumentos como el David, la Piedad o el Moisés, se enfrentaba como aquí lo hace a un reto de inconmensurables e incomodísimas proporciones: pintar, sin aparente plazo para su término, el techo y la bóveda de una capilla que la primera vez que entra, le parece un establo: la llamada Sixtina. El mecenas, que a su vez se enfrenta a vicisitudes bélicas, por las que Italia está siendo atacada por Alemania y Francia, llegando a perder hasta el apoyo de Suiza para su causa, no es otro que el Papa Julio II, un no menos lucido Rex Harrison, que venía de interpretar al filólogo profesor Higgins junto a Audrey Hepburn en My Fair Lady (Mi bella dama) (George Cukor, 1964) con no menor prestancia.
Durante gran parte del metraje estos dos protagónicos que viven diferentes y sucesivos tormentos no siempre con los demás, sino también consigo mismos, se nos presentan desde una adecuada gama de grises caracteres que solo adoptan su color adecuado al final. Los parlamentos o diálogos con el pintor Rafael, que en ese momento se encarga de otra pared en el Vaticano, La última cena, son o deberían ser provechosos para todo aquel que se digne llamar artista aún o más en este confuso siglo XXI. Como no podía ser de otra forma, la película fue muy admirada por el público italiano, llegando a cosechar el premio David di Donatello al mejor productor extranjero. Es curioso además que el trabajo de Irving Stone sirviera como base en otra gran película de la época, El loco del pelo rojo (1956), que nos contaba en base a las primeras tesis conocidas sobre su muerte, la vida del gran pintor posimpresionista Vincent Van Gogh, todo ello con la batuta de Vincente Minnelli.
El guion sobre el valioso material de Stone fue de Philip Dunne, autor de un primer guion dela muy posterior El último mohicano (Michael Mann, 1992) con Daniel Day-Lewis. En él, se centra, como ya sugeríamos, en el valor del trabajo de Michelangelo, aportando asimismo un look más propio de Ben-Hur que de una película —no debió haber tantas— sobre el Renacimiento artístico italiano. En este sentido, Leon Shamroy fue un director de fotografía digno de las grandes producciones bíblicas de Cecil B. DeMille, en el mejor sentido de la palabra. Sobre el título El tormento y el éxtasis, sabe jugar de buen modo con la circularidad de sentimientos, traspasándolos del artista al Papa. Son varias las veces en que Michelangelo está a punto de tirar la toalla, bien porque no puede pintar sin planificación previa o por pura extenuación laboral. Y es que el artista ve a Dios como una proyección que está a punto de tocar al primer hombre, Adán, y con él a toda la humanidad posterior. De cómo conservar esa fe inquebrantable del artista también nos está hablando aquí Reed, una tarea ímproba y costosa, sujeta a mil y una opiniones a cada cual más dispar. Uno no tiene más que imaginar lo imposible de concebir un personaje igual por meras razones contextuales y evolutivas. Por otro lado, Julio II empieza siendo un cínico religioso que cuida de las apariencias, un mentor en otras y el mecenas siempre, y es que cuando ser artista consiste también en obedecer, se crean complejos y sentimientos de culpa hasta en los que trata de proteger; en este sentido, y sin extremar esta interpretación el Papa quiere a la vez proteger y destruir al que considera su mayor vasallo y a la vez hombre de honor, lo que termina por adocenarlo dentro de la curia y como estratega militar. ¿Quién da más de los dos, pues, en esta relación? El montaje de Samuel E. Beetley sabe utilizar los escenarios de Jack Martin Smith y Dario Simoni y jugar con ellos en los sucesivos saltos al futuro que nos proporciona la historia. Contó asimismo con encargados de vestuario italianos tales como Vittorio Nino Novarese siendo igualmente reseñable el trabajo de Giancarlo Del Brocco en maquillaje, que hace posible la realización de momentos en los que la pintura intoxica y glorifica a partes iguales al artista.