Lucile Hadzihalilovic jugó fuerte, y casi con seguridad podríamos decir que lo consiguió. Es el suyo un cine complejo, de transparencias difíciles de ver y ángulos desprovistos de sintaxis o contexto, del tipo que requiere o bien un esfuerzo por parte del espectador o bien dejarse llevar sin reparos por las tinieblas que propone, siempre tétricas o despersonalizadas, la mayor parte de las veces ricas en metáforas, pero no siempre inteligibles ni comprensibles, lo cual puede resultar duro o directamente inabarcable, pero no priva de una recompensa que sobreviene al visionado al resquebrajar el recuerdo y permitir que su público se adentre en los mundos que evoca. En este caso, la cámara sigue a un hombre que cuida a una niña que tiene la particularidad de tener los dientes de hielo. Asistimos al cuidadoso ritual en el que le cambia la prótesis derretida por una en perfectas condiciones, con un diseño de sonido espectacular —que deja escuchar cada uno de los crujidos, gemidos y chasquidos de la casa y la propia gente que la pisa— y una oscuridad que siempre va un paso por debajo de la exposición convencional. Si bien sus maneras están cerca de aquella Del inconveniente de haber nacido (Sandra Wollner, 2020), en tanto en cuanto profundiza en la infancia como elemento de controversia y como puerta de entrada a un mundo de calamidades vistas desde el prisma de una adultez débil, irresponsable, abandonada y sin corazón —o quizá esté derretido—, entrega al espectador un espectáculo calmado y casi con apariencia de fábula, como si los Hermanos Grimm estuvieran agazapados detrás de las puertas y de los cristales que, dicho sea, tienen en Earwig una relevancia protagónica.
Una propuesta altamente simbólica, de estética feroz y diégesis exigente.
La puesta en escena, aunque poco dada al artificio, es una de las piezas clave de Earwig. Hadzihalilovic permite que el tablero de juego sea la casa en la que se desarrolla la casi totalidad del metraje —una mansión imponente en una década indeterminada—, y los personajes las piezas que se mueven aturdidas como siempre buscando algo, o escapando de lo que viene detrás. La alteración de las líneas temporales, o la inclusión de personajes premonitorios hacen pensar casi de modo instantáneo en David Lynch, y la corporalidad del terror, esa cualidad tan física de la dentadura que se derrite, de la caducidad de lo que tenemos o lo que somos, o de la infancia como el fortín aún inocente y virginal de lo que devendrá en corrupción —me permito resaltar la metáfora en la que, durante todo el metraje, Mia (así se llama la niña de los dientes de hielo) camina descalza y, para salir al mundo exterior por primera vez e instada a ponerse zapatos, se revuelve y lucha con expresión angustiada: la vulnerabilidad y la candidez representada con sencillez y elegancia— hacen pensar en el Cronenberg de la «nueva carne». Lo cierto es que, aún eludiendo la narración como entidad lineal, y forzando al espectador a desvincularse de lo normativo para entrar en el territorio de lo intangible, Earwig es una propuesta altamente simbólica y de estética feroz y diégesis exigente. Detenerse a contemplar sus excesos puede ser la píldora que nos aleje del mundanal ruido y nos convenza de que el poder de la imagen excede lo estrictamente pictórico y que propuestas como Earwig son mucho más que un castillo de ceniza, aunque sin perder de vista que la extrañeza y la indefensión serán, probablemente, el aliado más fiel de cualquiera que se ponga delante de una pantalla y trate de entender la historia que hay detrás de la niña —y todo lo que la rodea— de los dientes de hielo.