Beau tiene miedo
La terapia como necesaria bajada a los infiernos

País: Canadá
Año: 2023
Dirección: Ari Aster
Guion: Ari Aster
Título original: Beau Is Afraid
Género: Drama. Comedia
Productora: A24, Square Peg, IPR.VC, Access Industries
Fotografía: Pawel Pogorzelski
Edición: Lucian Johnston
Música: The Haxan Cloak
Reparto: Joaquin Phoenix, Nathan Lane, Amy Ryan, Kylie Rogers, Armen Nahapetian, Parker Posey, Patti LuPone, Stephen Henderson, Michael Gandolfini, Zoe Lister Jones
Duración: 179 minutos

País: Canadá
Año: 2023
Dirección: Ari Aster
Guion: Ari Aster
Título original: Beau Is Afraid
Género: Drama. Comedia
Productora: A24, Square Peg, IPR.VC, Access Industries
Fotografía: Pawel Pogorzelski
Edición: Lucian Johnston
Música: The Haxan Cloak
Reparto: Joaquin Phoenix, Nathan Lane, Amy Ryan, Kylie Rogers, Armen Nahapetian, Parker Posey, Patti LuPone, Stephen Henderson, Michael Gandolfini, Zoe Lister Jones
Duración: 179 minutos

Ari Aster se corona con un maremágnum de seres muy estresantes, un Phoenix que encandila y no para de sufrir y hacer sufrir durante tres horas de psicoanálisis del miedo como enfermedad. Entre Terry Gilliam y Spike Jonze, consolida imaginario propio.

Sin duda, el de Ari Aster era de los regresos más esperados a las pantallas. Y era de esperar que, un director que sigue negando que haga cine de terror y que ya suma dos largometrajes espeluznantes, con perdón de la expresión, nos la iba a meter doblada otra vez. Nunca nos creamos a Aster cuando diga que él hace drama. Haberlo, en sus obras, haylo: sus dos grandes obras arrancaban con situaciones de drama familiar bestial y drástico que se vuelven detonantes del pánico, de la angustia, el desasosiego y un clímax de horror absoluto. Es uno de los reyes del mal rollo hoy en día, no era de extrañar que nos vendiera un tráiler de despiste con una estética a lo Spike Jonze, que podemos limitar a las escenas más asépticas y con paletas de color más entre el gris y los pasteles (aunque confirmamos que Aster coincide en la tesitura de los productos oníricos de la mente y esas estructuras de Alicia a través del espejo tan típicas de aquel o de Gondry). También parecía que iba a derivar a lo Wes Anderson, y no. De él solo toma ciertos detalles de la cinematografía: quizá los puntos de fuga de los planos con personaje hierático en el medio, también, por qué no decirlo. Pero Kubrick podría ser otro referente en eso, uno mucho más sonado. Aunque quienes conocieran la colección de cortometrajes de Aster, ya se habrían percatado de que es algo que ya hacía en cintas como la inquietante e incómoda Basically (Ari Aster, 2014), en las que la perspectiva, la simetría y sobre todo, lo que se cuece en el fondo de la escena, no fuera de plano, pero sí difuminado, en realidad es lo que tiene más relevancia pero queda en lo meramente estético, porque a Ari Aster le encanta manchar todo eso de sangre. Esos coloringos de familia de juguete y aparentemente perfecta, tan a lo Tenenbaums, forman parte de la esencia de Lo extraño de los Johnson (Ari Aster, 2011), o la que más emparentada está con la cinta que nos ocupa: Munchausen (Ari Aster, 2013), que ya nos habla del vínculo potencialmente insalubre que desarrolla la maternidad desde el miedo y el apego totalmente dependiente, temas centrales en Beau tiene miedo. Y se trata de un miedo en estado puro y constante, que no abandona los pulmones ni la mente del protagonista. Es de los papeles más físicos en que se ha visto Joaquin Phoenix, y eso que precisamente su físico quiere comunicar total fragilidad, bajas energías, fondón y abandonado. Un cuerpo que refleja el efecto de las pastillas contra la depresión y los ansiolíticos. Es un antihéroe que huye, corre y pelea con griterío perpetuo y una visceralidad y adrenalina inauditas o, por lo menos, alejadas de lo que pueda concebir una sociedad que asocia grasa corporal con inactividad. Cuando no está así de desquiciado, está completamente desorientado, agotado. Si ya imaginamos que ha debido ser una experiencia extenuante para él, os advertimos que también lo es para el espectador. Y este apunte está hecho desde la admiración, porque a quien teclea esto le interesa el cine que conmueve y remueve, incluso el que contractura. Y este es el caso. A Joaquin Phoenix dan ganas de darle un abrazo a cada minuto, pobre hombre. Encarna la indefensión absoluta.

Joaquin Phoenix en una captura de Beau tiene miedo.

Todo es metáfora, decíamos que este era un punto en común con la cromática y las temáticas oníricas de Spike Jonze, aunque al principio, en el primer acto, los referentes más claros sean Gilliam y un especial e intenso aroma a Barton Fink (Joel Coen, 1991) y, a medida que se va enrevesando, a Madre! (Darren Aronofsky, 2017) y en ambos casos, dado lo que narra, huele a referente expreso, a querer evidenciar esa influencia. La simbología no es nada sutil ni falta que le hace. Su uso es drástico, no pretende ser críptico. Blanco y en botella, leche. Es totalmente freudiano y como ejemplo, el uso del rosa y azul con los que tradicionalmente se ha sexado a la descendencia, con esa aparente inocencia e inocuidad con que el sistema los ha impuesto: son pervertidos con gran potencia en una escena de ingesta de pintura azul sobre la que no daremos más pistas para no destripar la peli, pero que claramente es un «cómete con patatas el rol asignado a tu género y la toxicidad de haber sido desplazada por tu hermano». Los elementos fálicos y casi incestuosos que tanto entusiasmaban a Freud, reaparecen aquí de manera atroz y hasta cómica. El pene como herramienta de humor negro ya se puede considerar un fetiche de Aster, desde que (se) lo sacara en el delirante cortometraje La cabeza de la tortuga (2014). Con lo cual, entre tanto homenaje, vemos que el imaginario propio del joven cineasta ya queda más que consolidado: su filia por las maquetas, especialmente las de casitas. Le encanta jugar a las casas de muñecas, y quizá saque de ahí esa estética naíf y no necesariamente de Wes Anderson, porque, qué narices: ¿qué hay más ñoño que la cultura de perfectas familias en perfectos barrios residenciales estadounidenses? Lo que hace Aster es levantar la alfombra y exponer la roña que hay debajo. La de la mente. Porque, de nuevo, como en el género de las casas embrujadas, estas construcciones van a representar el estado de la psique del protagonista, pero a su vez, la morada de su madre hará lo propio. Con lo que vamos a ver una contraposición muy bestia entre un hogar y otro, si es que se les puede llamar así. Esta película sigue un esquema de psicología holística. Pero hablábamos de los elementos propios de Aster que siembran esta riquísima puesta en escena para la que incluso apetece repetir el visionado y desglosar aún más la multitud de detalles: vuelven los cuerpos sin cabeza, que ya son como un animal mitológico suyo, y en esta línea, también se marca un autohomenaje a cierto impacto con roca sello de Midsommar (Ari Aster, 2019). Los cadáveres rígidos con expresión facial o posición corporal grotesca, convertidos casi en maniquíes por el rigor mortis, en la frontera entre lo cómico y lo horrible. Más autoguiños, como una colcha con el bordado escandinavo con el oso que vuelve a aludir a su obra de la secta escandinava, pero también al cortometraje Munchausen, recalcando la condición de niño mimado de mamá. Ese tipo de relación castradora y de interdependencia mutua entre madre e hijo planea por toda la odisea que es este largometraje. De nuevo, las escenas iniciales en que se despliega una infernal batería de asfixiantes tensiones y amenazas para Beau, se desarrollan a plena luz del día. Y estas están en constante actividad desde que esta especie Caperucita que es Beau se hace consciente de que debe atravesar esos bosques para visitar a su progenitora.

Una tremenda descarga de suspense y desconcierto sostenidos, una odisea freudiana.

El homenaje no queda tan solo en los rasgos de otros directores: esta cinta es un tributo, si no a las artes escénicas, más bien al arte de la narrativa oral más ancestral. El primer acto es casi una super producción que homenajea al terror de referentes como el home invasion de Haneke, la Misery de Stephen King… Mientras que el segundo acto es un tributo al teatro de poleas, manivelas, decorados troquelados y pintados a mano, entre Méliès y su seguidor incondicional, que es Terry Gilliam. A partir de ahí, deriva brevemente en una loca animación computerizada que se remonta, ya no a las leyendas, sino a algo calcado a las parábolas bíblicas, ubicándolas ya como fuente de terror y sentimiento de desprotección absoluta ante lo que pueda acontecer. Pero también aparece la barca de Caronte, la laguna Estigia como símbolo del autojuicio, el sentimiento de culpa, confirmando la bajada (necesaria) a los infiernos que puede ser ir a terapia. O peor: ir y no tener química con tu terapeuta. Es una denuncia o advertencia en toda regla, e ilustra el sentimiento de insignificancia del pobre humano con nulo control sobre el destino, la voluntad divina. Hábilmente, se hace asomar las sagradas escrituras (y la mitología clásica) para acusarlas en especial del retrato del horror entre las relaciones familiares. O puede que para constatar que estas siempre han sido raíz de trauma. Combina otro terror ya no tan antiguo, más victoriano, que lo mismo podrían ser los cuentos de los hermanos Grimm que a las damas atemporales del bosque de los mitos de El rey de amarillo de Chambers, que nos regala aparición estelar de la británica Hayley Squires (Yo, Daniel Blake, de Ken Loach, y más recientemente, protagonista de la serie Adult Material).

Citábamos a Terry Gilliam no solamente por compartir Aster a ratos ese horror vacui tan característico del miembro fundador de los Monty Python: también tienen en común aquí la empatía con quien sufre (y mucho y profunda y desesperadamente) la pérdida de cordura y el pánico que eso le ocasiona. Recoge el testigo de ponernos en la piel de una criatura demasiado dulce y atormentada para este mundo (con esta premisa, era innegable que alguien que ha encarnado al Joker más humano y digno de compasión de todos los tiempos, iba a bordar el papel de Beau). No nos sería nada difícil imaginar a El rey pescador de Robin Williams en el angustiante vertedero humano que son las cabezas-casa de esta historia. El pequeño y paupérrimo refugio en edificio colmena de Beau, constantemente asediado por todo tipo de amenazas y alarmas nos muestra las puertas que la terapia intenta abrir, a cuáles logra acceder y ventilar mientras la resistencia del paciente es relativa, pero en qué otras guaridas la mente apostará fieros guardianes, impulsados por el puro terror, sin raciocinio alguno, con el mero y poderoso motor del instinto de autoprotección, que le llevará a dinamitar todo aquello que se acerque peligrosamente al último resquicio, al trauma cumbre, que es la mayor mierda del desván más oscuro, para lo que, curiosamente, se necesita regresar a la gran fortaleza que es el hogar de la madre, pese a lo ostentoso, lo transparente, y la aparente luminosidad. Dicho sea de paso, el tratamiento de la luz natural y las cálidas incidencias sobre las arquitecturas y cómo dejan espacio a lo gris y azulado que enturbia la vida, jugando con la tonalidad de los ojos de Phoenix es espectacular).

Beau tiene miedo es una tremenda descarga de suspense y desconcierto sostenidos, una odisea freudiana, en la que lo real y lo onírico ilustran el infierno que puede llegar a ser la psicoterapia, pese a lo indispensable, y con los que Aster y Phoenix nos meten en la cabeza de quien sufre el miedo constante como enfermedad mental, y logran que empaticemos y lo suframos como propio con la habilidad que siempre han desplegado los personajes de Gilliam, pero con la iconografía y la cómica mala leche de Aster como aderezo.

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