Revista Cintilatio
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Bajocero (2021) | Crítica

La cárcel que nos persigue
Bajocero, de Lluís Quílez
La película de Lluís Quílez tiene todos los ingredientes para destacar como un férreo thriller patrio, capaz de mantener alto el nivel de adrenalina en el espectador mientras se permite entrar de puntillas en un terreno emocional estimulante.
Por David G. Miño x | 4 febrero, 2021 | Tiempo de lectura: 6 minutos

Poco a poco, el cine español de corte comercial —porque en los circuitos alternativos el enfoque más allá del drama o la comedia castiza hace décadas que está implantado y con muy buena salud— va apartándose, en cierto modo debido a una recepción superior por parte del público que ya no necesita ver a Bruce Willis cosiendo a balazos a todo ente en movimiento para considerar que una película de acción es digna, de sus géneros predilectos. Una más que interesante hornada de directores, entre los que podemos contar a gente como Dani de la Torre, David Victori, Galder Gaztelu-Urrutia, o el que nos ocupa, Lluís Quílez, están poniendo mucha carne en el asador para modificar un estereotipo incrustado en una audiencia global que muchas veces considera que la taquilla española está compuesta en su totalidad por sagas de muchos apellidos, villaviciosas y padres de los que no hay más que uno. Sin ser la comedia un género particularmente apreciado por la crítica profesional —algo terriblemente injusto, la risa es un elemento narrativo que cuesta mucho evocar—, y sin menospreciar en absoluto el enfoque ibérico del humor que tantas alegrías nos ha dado, ocurre que si nos establecemos como audiencia dentro de lo acomodado de la «película americana en la que todo explota», en el «cine europeo profundo y soporífero» y en los «filmes españoles de chistes verdes y Guerra Civil» estaremos negándole la oportunidad a una miríada de autores estadounidenses que hacen arte y ensayo, a cineastas europeos que explotan cosas por los aires llenos de humor absurdo, y a artistas españoles que hacen thriller policíaco al mismo nivel que los compañeros de Hollywood.

Pues Bajocero (Lluís Quílez, 2021), protagonizada por el siempre interesante Javier Gutiérrez —el que lo mismo hace de escudero de Águila Roja, que entrena un equipo de baloncesto integrado por personas con discapacidad intelectual, que se enfunda el traje de un policía nacional— y Karra Elejalde —que salvo alguna bajada en concreto a lo largo de su dilatada carrera, es un valor seguro— ofrece un entretenimiento de alto nivel, en el que hay que entrenar el noble arte de pasar por alto alguna barbaridad argumental, pero que al final se eleva como una película potente que agarra al espectador y le mantiene enganchado a lo largo de todo su metraje. Mientras seguimos a esos policías que deben trasladar a un grupo de presos, y asistimos a los previsibles tropiezos que se van a encontrar durante el trayecto entre los dos puntos —inclemencias meteorológicas mediante—, nos iremos adentrando poco a poco en un entramado claustrofóbico y extrañamente satisfactorio.

Al darle la vuelta al concepto del preso que quiere escapar, y enfrentarlo al del mal que quiere entrar, Bajocero contrapone dos elementos clave del thriller.

Como decíamos, es esa cualidad de opresión la que explora con mejor suerte. El concepto de la cárcel rodante funciona siempre que en el interior exista un conflicto entre los personajes que justifique que la acción ocurra «dentro» y no «fuera», ya que es necesario convencer al respetable de que lo que está viendo es más interesante de lo que sería si ocurriera en el exterior. Así, mientras en su segundo acto prima el miedo a lo desconocido, a lo que no se ve —el terror entendido como estado mental—, en el tercero quisiera asemejarse más a un thriller al uso: la conjunción de ambos elementos da como resultado un filme que, como obra completa, da sentido a la idea de que la batalla interior, con todas las pérdidas emocionales y baches éticos que implica, se complementa con la acción externa contenida que no funcionaría sin una compresión argumental. Las ideas que pone sobre la mesa son, además, de interesantes lecturas: la verdad como elemento subjetivo, dependiente al cien por cien del emisor y el receptor del mensaje, de su predisposición a dar crédito y de lo poderoso de la información implícita. El personaje interpretado por Gutiérrez se enfrenta a constantes decisiones —confianza vs. incertidumbre; integridad vs. parcialidad— que, al final, enriquecen el visionado de Bajocero y lo apartan de la simpleza aparente de una obra perfectamente calculada.

Javier Gutiérrez es el alma de Bajocero, interpretando a un personaje parco en palabras pero de gran carisma corporal.

Mientras resuelve sus ideas visuales —atrapadas entre cuatro paredes metálicas— con solvencia, cae inevitablemente en cierto estancamiento argumental que suple a base de calidad actoral y una sucesión de hechos más o menos inspirados. Al darle la vuelta al concepto del preso que quiere escapar, y enfrentarlo al del mal que quiere entrar, contrapone dos elementos clave del thriller: el de estar encerrado con el enemigo, y el del miedo a lo que acecha en el exterior, infinitamente resueltos en la historia del cine pero no tanto de un modo simultáneo. A pesar de que la sombra del deux ex machina le sobrevuela en alguna ocasión —una de esas veces, casi literal históricamente hablando—, es capaz de subvertir con buen gusto determinados lugares comunes —el camino del héroe, por ejemplo—, y sale a flote en los momentos en los que podría parecer que no hay nada más que contar, aunque eso la obligue a tomar decisiones desde el guion que se perciben como inverosímiles o, directamente, inconcebibles.

La película tiene múltiples virtudes, más que defectos. Desde un punto de vista comercial, funciona como un reloj suizo al ofrecer dispersión lo suficientemente inocua como para salvar cualquier noche de solaz, pero su mayor punto fuerte lo exterioriza al demostrar una interesante vocación autoral —del mismo modo que filmes como No Matarás (David Victori, 2020) o Cosmética del enemigo (Kike Maíllo, 2020)—que no está del todo explotada pero que se siente indispensable para cerrar de forma eficiente el conjunto: el drama de personajes, el no-crecimiento del protagonista, la ambigüedad moral, la ineficacia del sistema para dar caza a los verdaderos depredadores, lo inevitable como elemento disruptor. No es que Bajocero alcance el final de su metraje y la pasemos a considerar una muestra proverbial de gran cine, pero bajo sus pocas capas de frío hielo y aire viciado tiene mucho que ofrecer a cambio de un gasto energético realmente bajo.