Cooper Raiff va por su segunda película, tras la más que interesante Shithouse (2020). Y, en efecto, esta Bailando por la vida (2022) se siente como una segunda película en toda regla. ¿Qué quiero decir con esto? Pues que el jovencísimo cineasta parece querer trascender lo que dijo con aquella primera aproximación de un modo más frontal, mirando más de cerca el modo en que siente y experimenta las relaciones, aunque de un modo algo precipitado, con demasiado entusiasmo en el cuerpo, como queriendo dejar muy claro que aquello no fue un golpe de suerte, sino una muestra inequívoca de talento. De este modo, y pese a todo lo que pueda parecer con esta introducción, la verdad es que la he visto y la he seguido como una gran segunda película, habida cuenta de que suelen ser la prueba de fuego, consagrando o expulsando. Sí, puede que se haya pasado un poco en el enfoque grandilocuente, y que cierta sensación de «a Cooper Raiff se le ha ido el tema de las manos» pueda invadir a un espectador incauto que haya llegado a esta producción sin haber hecho antes los deberes —es decir, prepararse psicológicamente para un drama cómico heredero de Linklater y Allen que quiere abarcar mucho desde la cotidianidad y el humor—, pero es innegable que Bailando por la vida posee un poder plástico notable, un guion al servicio de un mensaje y un concepto muy claros, y una interpretación de Dakota Johnson absolutamente arrebatadora. Y aquí hagamos un inciso para hablar un poco de esa actriz que saltaba a la primera línea con su encarnación de Anastasia Steele en la saga Cincuenta sombras de Grey con más pena que gloria y que ha ido serpenteando a través de un gusto magnífico en la elección de papeles hasta llegar a convertirse en un valor seguro. Lo certifica en La hija oscura (Maggie Gyllenhaal, 2021). Lo certifica en Suspiria (Luca Guadagnino, 2018). Y lo certifica aquí al dar forma a una mujer que va de lo sensual a lo trágico con apenas una mirada, que da el perfecto contrapunto al entusiasmo naíf del personaje interpretado por el propio Raiff en un maridaje muy interesante del futuro con el presente, de la vida que está por delante con la vida que está por detrás.
Cooper Raiff sigue apostando por su existencialismo de fácil ingesta, y toca con las yemas de los dedos la relevancia generacional.
Porque con Bailando por la vida Cooper Raiff sigue apostando por su existencialismo de fácil ingesta, en el que seguir las desventuras de un animador de Bar Mitzvah en sus primeros veintes al que el amor se le resiste tiene algo universal. En el que todos, aunque la veintena se nos haya quedado ampliamente atrás, podemos vernos un poco reflejados. Quizá por la búsqueda apasionada de un buen final, o por la limpieza de discurso con la que Raiff se enfrenta a sus propios demonios, podemos pasar por alto esos impulsos aburguesados de «problemas del primer mundo» y entrar de lleno en la inseguridad laboral centennial, en las dudas vitales que rodean al acto de la emancipación, en la humanización de la enfermedad mental —y en este punto debo hacer cierto hincapié por lo honesto y lo necesario de su punto de vista—, en la criminalización del bullying —no puede ser de otro modo—, o en la idealización de una vida y un significado del amor que tiene más de platónico que de realizable. Así, la película de Raiff hace mucho por aportar un cambio de paradigma y representar la masculinidad de un modo precioso, en una puesta al día y una clarificación muy beneficiosa de la toxicidad, siendo algo que funciona en segundo plano durante todo el visionado y que actúa como un gran valor añadido a nivel simbólico de lo que significa la obra en su conjunto.
Porque, ¿quién no se ha alimentado con sueños y futuros posibles, y sufrido con todo el dolor del planeta ante el arbitrio de lo cotidiano? Gracias a esta extrapolación, a esta universalización de sus premisas basadas en tropos reconocibles aunque patentemente exagerados hacia lo excéntrico, Bailando por la vida toca con las yemas de los dedos la relevancia generacional, la mirada acariciante con la que dejar de sentirse culpable ante ese dolor que es fácil percibir como pequeñito, pero que hace un daño tremendo. El modo en el que cambia de lugar el punto de vista al que estamos acostumbrados en contextos del coming of age posadolescente —estos es, del habitual perdedor irreductible al que todo le sale tan mal que da lástima, al de un joven acomodado de familia de clase media que siente la llamada de la ansiedad a raíz de lo familiar, de lo estructural y de lo estrictamente personal— resulta en la mayor parte del metraje entre conmovedor e ilusionante. Y deja con ganas de más de ese personaje de particular y cándido carisma y también de esa mujer en fuga indefinida que sonríe con pena en los ojos y llora aliviada de encontrar algo real. No, Cooper Raiff no se ha superado, no ha vencido las expectativas, y puede que en lugar de avanzar en vertical lo haya hecho en horizontal, pero no parece un peaje necesario cuando percibimos que la película es viva, emocional y profundamente humana. Cuando las imágenes se suceden en un parpadeo y provocan vibraciones por pura reverberación y limpia simpatía. Cuando el retrato de la vida que expone quizá no sea cabal, pero sí experiencial y fácil de aprehender. Ahí sí, nos pondremos cómodos, nos quitaremos los calcetines, y bailaremos.