La sombra de Richard Linklater es muy alargada. Con su trilogía Antes del (1995, 2004, 2013) ha definido a toda una generación —y más que vendrán— de cineastas y guionistas que han encontrado entre los maravillosos diálogos que mantienen Julie Delpy y Ethan Hawke a lo largo de los años a todo un referente de estilo en lo que al drama romántico de corte existencialista se refiere. La historia de sus vidas, sus batallas, sus réplicas a menudo de apariencia intrascendente tienen un componente tan modificador que es fácil ver sus reflejos en películas que, aunque no guarden el espíritu ni la idiosincrasia de la obra Linklater, si son fieles herederas de un modo de hacer cine que conecta directamente con la parte emocional del espectador al sumergirlo en una narración simple pero de gran carácter.
En Freshman Year (Shithouse) (Cooper Raiff, 2020) contemplamos un fragmento de la vida de Alex, un estudiante universitario que está teniendo muchos problemas para adaptarse a la vida en el campus por estar lejos de su familia. Cuando todo parecía estar perdido, conoce a Maggie —qué maravillosa interpretación la de Dylan Gelula, a la que le bastan dos gestos para transmitir el mundo entero—, una chica inmensamente carismática y misteriosa que le descoloca los esquemas al joven protagonista. Mientras, como espectadores, nos rendimos a las rendijas por las que nos atrevemos a mirar el atípico romance que nace y se instala entre ellos, se crea una especie de complicidad privada que nos obliga a seguir ese amor de juventud como si fuera de oro puro. En esa virtud, particularmente, es donde reside el mayor encanto y magnetismo de Freshman Year (Shithouse): su capacidad para conectar con la audiencia traspasa lo mundano por su inteligencia a la hora de retratar a unos personajes ambivalentes que exploran las contradicciones clásicas de los adultos jóvenes. Cruzar la línea invisible, al fin y al cabo, que separa la adolescencia de la madurez y que implica comenzar a experimentar las vivencias en base al propio carácter y no como un elemento supeditado al núcleo familiar.
La película de Cooper Raiff busca encontrar un camino en el que reflejar unas inquietudes muy específicas en lo formal pero que destacan, precisamente, por esa inmensa honestidad que desprende en cada fotograma.
El personaje interpretado por Cooper Raiff —que dirige, protagoniza, escribe, edita y produce—, Alex, posee un tipo de sinceridad desarmante que, precisamente por su concepción naíf, se permite conectar a un nivel muy primario con el público ya que, conceptualmente, coge elementos infantiles —la necesidad de cariño maternal, la ansiedad por separación— en cuanto a desarrollo vital y los mezcla con las inquietudes postadolescentes promedio —la necesidad de encajar, la búsqueda del amor, el grupo de amistades como epicentro emocional—. Del mismo modo, la Maggie de Dylan Gelula se esboza como el contrapunto adaptado al grupo, en el que se desenvuelve con facilidad y brilla entre sus compañeros, pero que se siente inmensamente infeliz por, de un modo paralelo a Alex, tener la necesidad de encontrar algo de sentido dentro de la inoperancia filosófica que prevalece en el campus y que ella intenta llenar con sexo vacío y emociones rápidas y fuertes.
De la misma manera que explora el vacío existencial en una juventud que se declara a través de Instagram y mide sus éxitos y derrotas mediante likes, Freshman Year (Shithouse) consigue retratar la candidez —por accidente o no— que define a toda una generación. Mientras Alex y Maggie emprenden su viaje de una noche, en la que es la mejor parte del filme, y meditan y hablan y se sinceran y se abren en conversaciones tan triviales como definitorias —ay Jesse, ay Céline—, las piedras que van encontrando por el camino les ayudan a comprender mejor la muerte, el amor, la amistad y la familia. El comentario social sobre el desenfreno juvenil tiene quizá menos prevalencia de la que aparenta, ya que al final del día la película de Cooper Raiff busca más encontrar un camino en el que reflejar unas inquietudes mucho más específicas en lo formal pero que destacan, precisamente, por esa inmensa honestidad que desprende en cada fotograma. Su ambición es infinitamente menor que esa trilogía de Linklater que evoca de modo inevitable, pero ello no le impide situarse como una apuesta fresca, divertida y desarmante que encuentra audacia en una narración natural e inocente. Y eso ya es mucho.